Eusebio Leal o el loco del museo. La palabra loco en el lenguaje popular cubano casi siempre posee una connotación peyorativa, incluso estigmatizante. «Loco de mierda», dicen algunos para ofender o denigrar. Históricamente, la Psiquiatría no la ha empleado de esa manera.
Un ejemplo entre muchos es el ahora llamado Trastorno Bipolar, conocido en la segunda mitad del siglo XIX como «locura maníaco-depresiva», y, antes de eso, como «locura circular» o «locura a doble forma», según los clínicos franceses. Actualmente su equivalente técnico es «psicosis», e implica una seria distorsión del reflejo de la realidad, falta de conciencia de enfermedad, síntomas como alucinaciones y delirios con dificultades importantes en la adaptación familiar, laboral, escolar, social en general.
El psicótico es también un rompedor de normas, de reglas establecidas, y adopta conductas que son diferentes a las de la mayoría. Es este rasgo uno de los que más se asemeja al del imaginario popular en su concepción del loco. En este caso, utilizo la palabra en su sentido clásico, tradicional, tal como la empleó la persona a la que voy a referirme. Todo esto es aclaratorio, antes de contar lo siguiente.
Conocí al doctor Eusebio Leal hace años, en el Palacio de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad. Me acompañaba mi amiga Silvia Rodríguez, trabajadora social, ya fallecida. Por aquellos días, yo andaba en la búsqueda de testimonios para un libro sobre José María López Lledín, «el Caballero de París», y me resultaba imprescindible el aporte de Leal. Ese hombre educado, culto, conversador agradable y magnífico anfitrión, nos trató como a dos embajadores extranjeros. Así era él con todos.
En esa visita, nos relató su encuentro con el que considero como el más importante personaje popular de Cuba durante el siglo XX. Para ello, Eusebio Leal fue hasta su infancia, cuando jugaba con otros niños en los jardines del Hospital de Emergencias y allí vio y conversó por primera vez con el Caballero, cuya personalidad le produjo desde entonces una especial fascinación. Recordó también que su madre, Silvia Spengler, le ofrecía a Lledín agua y algo de comer en los alrededores de la intersección de las calles Infanta y San Lázaro.
Como petición, me entregó un folleto, «La Habana Intramuros», lujosamente impreso, para que quien era entonces mi paciente, lo firmara a fin de guardarlo como recuerdo. Una foto del personaje aparecía al final del folleto. Sobre la imagen, el Caballero comentaría más tarde que era la mejor foto que le habían hecho. Estaría en la portada del libro que cuenta su vida, «Yo soy el Caballero de París», publicado por personas generosas en España, en la comunidad autónoma de Extremadura, en su primera edición.
Sobre la imagen, el Caballero comentaría más tarde que era la mejor foto que le habían hecho. Estaría en la portada del libro que cuenta su vida.
Cumplí con la petición del historiador y el ilustre huésped de La Habana, con manos temblorosas, ya en su lecho de enfermo en el Hospital Psiquiátrico, dejó estampada su firma en el fino folleto del otro ilustre habitante de la ciudad. Conocía a Leal, pero no recordaba al niño que vio por primera vez en el jardín de un Hospital. «Para Leal», escribió y contó con detalles agradecidos el gesto amoroso de Silvia Spengler. En voz muy baja me dijo: «Guarden los documentos para la historia de la ciudad».
El folleto regresaría en breve a las manos de Eusebio Leal, quien en una ocasión, al referirse a la enfermedad de Lledín, afirmó: «A todos los que en Cuba han luchado por hacer algo diferente y mejor los han tildado de locos». Mencionó a Martí, Chibás y Fidel. «A mí me dicen el loco del Museo». Sonrió y nosotros con él.
Le pregunté si podía ayudarnos a recrear la atmósfera de La Habana en los años en que vivió el Caballero. «Vayan a ver a José Luciano Franco», respondió y observó mi expresión facial, con aquella agudeza que era una de sus características. «De parte mía». Nos enviaba a una personalidad de las Ciencias Sociales que conocía perfectamente esa época y trabajaba incansablemente en el Archivo Nacional de Cuba.
Nos obsequió uno de aquellos viejos discos de vinilo con discursos y otras intervenciones de Emilio Roig.
Después nos vimos varias veces. Presentó mi libro en el Convento de San Francisco de Asís. Nos hicimos amigos. Fue uno de los primeros en llamarme al hospital cuando tuve un infarto. Promovió la idea que se llevó a cabo de colocar la escultura del Caballero de París frente a la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, y de trasladar los restos de aquel desde el cementerio de Santiago de las Vegas hasta ese lugar.
Volví mucho tiempo después al Museo de la Ciudad de La Habana. Él ya no estaba. Una fila de personas silenciosas con nasobucos y guardando el distanciamiento físico esperaba para firmar el Libro de Condolencias, abierto por su muerte. Entonces escribí, evocando el día que acogió a dos desconocidos con decencia y afecto: «Para el amigo Leal, quien siempre puso un poco de locura a la cordura».
Regresaré al sitio donde se nos convoque para rendirle tributo nuevamente a Eusebio Leal.
(Más textos de Luis Calzadilla Ferro)
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