A veces dan ganas de alejarse de todo lo que se relacione con la política. Dan ganas de dejar de escribir, de sumergirse en la profundidad de la vida privada. Y esto es porque los seres humanos casi logran decepcionarlo a uno. Las realidades políticas, en lugar de mostrar experiencias de evolución social y sentido de proyecto, lo que ofrecen es el espectáculo de una mezquindad que lo corroe todo. Hoy más que nunca es palpable la estupidez humana, las paradojas absurdas que ensucian incluso aquello que nació de las mejores intenciones.
Esto aplica, por supuesto, para la realidad nacional. Desde hace mucho tiempo, estoy convencido de que uno de los puntales que sostienen al gobierno cubano es la vileza de sus enemigos. Solo esa falta del más elemental humanismo, esa crueldad de sus principales adversarios, explica que este gobierno no se haya derrumbado como consecuencia del envilecimiento de tantos de sus propios funcionarios y representantes. Si los burócratas carentes de sensibilidad no han logrado dejar sin partidarios a la Revolución, es solo por el rechazo que suscitan los imperialistas y los contrarrevolucionarios.
La mezquindad de los enemigos es una constante de ayer y de hoy. En su tiempo, fue la que llevó a realizar valientes incursiones armadas en las que se ametrallaban pueblos pesqueros. Más recientemente, la semana pasada, tuvimos una muestra light de la misma miseria moral. Un escritor cubano de nombre Carlos Manuel Álvarez, y que alguien ha llamado “el príncipe de las letras cubanas”, publicó un artículo en El País denigrando la figura de Roberto Fernández Retamar como poeta y como sujeto político, sin atender al mínimo respeto que se merece alguien que acaba de morir.
No es que a la Revolución le falten méritos propios para seguir siendo el proyecto hegemónico en Cuba. Las hazañas de nuestra historia nos sirven como fuente de identidad. Esa clase de epopeyas han servido como fundamento durante años. Ante la realidad que muestra el mundo contemporáneo, la resistencia al capitalismo que promueve Cuba es el camino correcto.
Una Cuba de regreso al Consenso de Washington sería menos que nada: la losa bajo la que se sepultarían los sueños de liberación de lo que ha sido la izquierda moderna. La Cuba Revolucionaria es un referente mundial, un actor relevante en los caminos del mundo. Pero, a pesar de que es evidente cual es el proyecto nacional que tiene más legitimidad, más pasado y más futuro potencial, la legión de los burócratas oportunistas se empeña en ensuciar o en mantener sucia la obra de la Revolución. Incluso cuando el camino correcto ha sido trazado, en Congresos del Partido, Lineamientos, Conceptualización, y Constitución, la inercia sigue siendo la principal característica de su comportamiento.
En estos días ha sido tema en las redes sociales el despido de Omara Ruiz Urquiola, que era profesora en el ISDI. Pero para no referirme a ese caso, que no conozco bien, me referiré al de René Fidel. ¿Qué pensamiento habita en la cabeza de aquel o aquella que decide quitarle el empleo a una persona por sus planteamientos políticos? ¿Qué está defendiendo? ¿Acaso ha tenido la sensibilidad de pensar en de qué va a vivir esa persona, o cómo va a ejercer su profesión, en un país como Cuba, en el que ciertas profesiones solo se pueden ejercer con el estado?
Algunos que se preocupan por mí, me han aconsejado que no me busque un problema. Me han llamado la atención de que algo que yo escriba puede afectar mi carrera profesional. No se dan cuenta de que hay algo profundamente mal en ese razonamiento, incluso desde el punto de vista lógico: porque, si este sistema es capaz de sancionarme por hacer uso de mi libertad de expresión, entonces es absurdo haber elegido este lugar para desarrollar mi vida profesional.
Me advierten de una injusticia, y me dicen que mire a otro lado y guarde silencio, para mi beneficio personal. Ellos han asumido la naturalidad de la injusticia. Yo me niego a aceptar esa manera de ver las cosas: creo que aceptar la normalidad de esas malas prácticas es traicionar la esencia de justicia social sobre la que se construyó la Revolución. Me parece que la única posición revolucionaria posible es tratar esas injusticias como anomalías que deben ser combatidas, acorraladas y desterradas.
Alguien puede creer que es un facilismo mío culpar de todo a los funcionarios, que solo son individuos, cuando el problema es sistémico. Pero es que conociendo el poder de la subjetividad humana, y siendo para mí tan evidente el camino de justicia social que necesita Cuba, me asusta ver el anquilosamiento y el acomodo al que tantos pueden llegar. En estos tiempos, cuando sería tan sublime y honroso cambiar la mentalidad, dar una nueva ofensiva para conquistar el futuro, muchos corrompidos por la impunidad y la desidia solo piensan en sus privilegios. Y nosotros se lo permitimos.
Muchas cosas me hacen perder la fe en el mejoramiento humano: la bajeza a la que llegan los opositores, y también los despropósitos de algunos que, en nombre de la defensa a la Revolución, no hacen más que hundirla poniéndose al nivel de dichos opositores. Lo que hacen sí debería ser considerado un crimen contra la Seguridad del Estado.
Desde el desgarramiento de este día, y porque sé que mañana voy a seguir siendo el mismo romántico de siempre, lanzo una propuesta: Tomémonos en serio la nueva Constitución. Nuestro pasado tiene manchas pero, si nos concentramos en lo positivo, podemos dar a luz un país donde todo esté al derecho. Decía Rosa Luxemburgo que la libertad es siempre la libertad para el que piensa diferente. Nuestros enemigos son a menudo infames, sí, pero eso no es suficiente pilar para construir el futuro.
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