La Psicología es una ciencia que no puede pretender ser apolítica. No debe escudarse en un cientifismo absoluto para des-responsabilizarse del contenido político que circula libremente entre sus teorías y sus prácticas. Isaac Prilleltensky, autor argentino conocido en Cuba por la colaboración con el psicólogo clínico Joaquín Gómez en Santiago de Cuba, ha publicado varios libros sobre esa imbricación de la psicología y los valores políticos y comunitarios.
No pretendo disertar acerca del estado actual de las ideas en ese ámbito. Siento más bien el empuje de escribir sobre algo más urgente y práctico, algo que ayude. Asumo el riesgo de que el artículo se pase por alto, o de que entre en el juego de los extremos políticos que ciegan a los cubanos hoy. Me responsabilizo con las consecuencias posibles. Y adopto también una posición política. Solo que ella es la misma que aplico en la clínica. Es una política ligada a la ética psicoanalítica lacaniana.
La primera vez que presencié un acto de repudio tenía alrededor de siete u ocho años. La carga de violencia psicológica, verbal y física de la que fui testigo no me permitió jamás reconciliarme —viviendo dentro y fuera del país— con la ideología ni con el discurso del gobierno cubano.
Recuerdo que en los ochenta, una familia vecina había querido irse a los Estados Unidos. La madre estaba sin trabajo porque había sido expulsada de la escuela donde enseñaba. Cierto día, un grupo compacto de sesenta o setenta personas, convocadas, como todavía ocurre, por oficiales de Seguridad del Estado, decidieron hacer un acto de repudio. Eran las 6:00 am. Todo el barrio se despertó con los gritos.
No vale la pena repetir lo que decían. Es silencio lo que se impone. Lo indecible no viene del contenido de las ofensas, viene del acto mismo. La familia monoparental, compuesta de una madre, una niña de alrededor de ocho años y un joven adolescente, encerrados solos en un apartamento escuchando mensajes denigrantes, huevos y piedras tirados a su ventana.
Los actos de repudio tomaron auge en los años ochenta como manifestación de intolerancia política extrema. (Foto: AP)
Mis padres no permitieron que mis hermanos y yo miráramos por mucho tiempo. Nos fuimos a otro cuarto y hablamos sobre eso. Decidimos ir y ayudarlos luego. Puedo afirmar que vivimos como familia lo que se podría llamar traumatismo vicario. Nosotros también sabíamos de la marca que cualquier discriminación puede dejar en un ser humano.
En nuestro caso, además de política, también era discriminación religiosa. Esa señora se convirtió en nuestra repasadora de matemáticas de la noche a la mañana y mis padres le pagaban por ello. La ética cristiana y martiana de mis padres nos orientó para elaborar lo sucedido, hablando y ayudando al otro. Asumimos un rechazo absoluto a responder con odio y violencia.
Tengo la necesidad de invitar a mis colegas psicólogos en Cuba a pensar su propia clínica desde la tensión ética y política que se vive en la isla. Que ha existido siempre pero que ahora se ha tornado manifiesta. Me gustaría pensar que los psicólogos estén facilitando allí un espacio de palabra para aquellos que son víctimas de violencia política.
No es un secreto la marca de angustia que queda en muchas de estas personas y en sus familias, aun viviendo lejos, en otros países, de la influencia de lo que se ha vivido. Se trata de una marca irreductible que, desgraciadamente, en algunos casos termina en el suicidio.
Uno de los actos de elaboración de angustia traumática —y diría de reivindicación—, más bellos que he visto últimamente, ha sido el libro de la profesora Carolina de la Torre: Benjamín. Cuando morir es más sensato que esperar. En él, la autora hace un homenaje a su hermano, artista y homosexual, etiquetas peligrosas para la revolución en los sesenta, quién se suicidó después de haber sido víctima de los campos de trabajo forzado llamados UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción).
La primera frase del libro es el fractal de toda la historia.
Los actos de repudio rememoran al fascismo. Los nazis justificaban su antisemitismo de manera muy convincente. Los judíos eran los enemigos. Y en nombre de la superioridad ideológica y racial establecieron campos de concentración donde murieron millones de personas. También está el caso de los gulags soviéticos, por donde pasaron alrededor de dieciocho millones de personas. «Eran denominados enemigos del pueblo».
Desde el comienzo de la revolución, el discurso binario propio de la Guerra Fría de la época, entró también en juego para los cubanos. El discurso Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro en 1961, es un buen ejemplo. La revolución no ha triunfado verdaderamente si continúa produciendo ese discurso y su efecto. Nunca triunfará hasta que lo supere.
El discurso binario-totalitario siempre repite una paradoja. Se disfraza de David frente a los Estados Unidos pero fanfarronea y abusa como Goliat ante los cubanos que disienten desde cualquier perspectiva política. O asume abiertamente que por ser negro, un cubano debe tener una actitud incondicional al gobierno por haber sido salvado de la discriminación en la que vivía antes del 59. O tienes acceso a la educación pero no puedes usarla para defenderte de los excesos del Estado.
Es paradójico que se haya llegado al punto de no reconocer siquiera sus propios signos, sus propias categorías. Profesores de las universidades de Oriente y La Habana, de posiciones socialistas y comunistas, han sido expulsados de forma ilegal y turbia de los claustros donde enseñaban. Para sobrevivir al sistema hay que saber muy bien cómo aparentar o cómo alienarse a él, de lo contrario, sufres las consecuencias. Esto deja muy pocas opciones a la singularidad.
El odio que produce este discurso también se manifiesta en el de la disidencia. Ese pensar que la receta de la salvación a la crisis política y económica de Cuba vendrá desde EE.UU., de la mano del partido republicano o del demócrata. Cada parte es una reacción a la otra, y se parecen más de lo que reconocen. Pienso que esta identidad hace del diálogo algo imposible.
El gobierno cubano tiene miedo y necesita mucho de Miami, de su ideología más extrema, de las caravanas, del odio que puede aparecer para sostener un enemigo y así poder perpetuarse. Los actos de terrorismo contra Cuba de parte de grupos extremos radicados en suelo norteamericano, no han hecho más que fomentar una destrucción violenta.
Si las ciencias psicológicas reconocen la causa subjetiva y social de los trastornos, entonces debemos pensar la clínica a partir de esta relación de los individuos y los discursos. El totalitarismo —sean sus matices estalinistas, maoístas, franquistas, nazis o fidelistas—, produce y facilita efectos devastadores en la subjetividad.
En ese punto es donde tales gobiernos, sean de izquierda, de derecha y sus respectivos matices, se asemejan, porque le quitan al sujeto toda capacidad de acceso a la palabra, a expresarse; y es ahí cuando la clínica psicológica debería encontrar su ética. Facilitar la palabra del sujeto, dando paso a lo singular del individuo, es el primer paso de una cura.
La clínica que adapta el sujeto a su medio —sea capitalista o lo que hasta ahora se mal llama socialismo—, no es clínica, es activismo. Asumo esto radicalmente. Hacer de la clínica un espacio político para desarrollar un sujeto ideológico, sea feminista o machista, capaz de prosperar y hacer dinero y tener bienes, o de contentarse siendo pobre y agradecido con el estado, religioso o que pretende sostener un ideal de felicidad en cualquier promesa ideológica; repito, no es clínica, es activismo.
El bienestar que se impone con la sugestión, incluso en nombre de lo bueno, es traumático. El psicólogo puede hacer mucho si se abstiene de transmitir sus ideales y acepta la diferencia del otro. Asumir su posición ideológica personal, al margen del lugar de la desmentida.
Trauma vicario
Al ver las imágenes del acto de repudio contra la familia de Anyell Valdés Cruz, activista política en Arroyo Naranjo, organizado con la complacencia del gobierno, al percibir la violenta participación de los convocados, me pregunto si no toman en consideración que las víctimas no se reducen a esta familia, a sus hijos, sino también a sus amigos, vecinos, a los otros niños y quién sabe incluso si hasta a los hijos de los perpetradores.
La activista disidente Anyell Valdés junto a su familia en el local que ocupa y que fue vandalizado durante un acto de repudio. (Foto: Yander Zamora/Efe)
El trauma vicario es un término utilizado con cierta restricción de sentido. Por un lado se supone un trastorno parecido al estrés postraumático, donde se desarrollan síntomas después de sufrir un trauma. En cambio, en el trauma vicario, el riesgo de padecerlo viene de la fatiga empática de quienes escuchan la historia de dicho trauma.
Profesionales, generalmente de la salud, que han acompañado a sus propios pacientes a recuperarse de situaciones límites y terribles, desarrollan una piedad que los vulnerabiliza a desarrollar síntomas parecidos. Hoy se conoce más como fatiga de compasión.
Sin embargo, el término tiene un alcance más abarcador. Cualquier persona que sea testigo de una situación traumática vivenciada por otra, puede desarrollar síntomas similares. Por tanto, cada acto de repudio reproduce una cascada de síntomas individuales, grupales y comunitarios.
Y la situación empeora si el gobierno, —o las reacciones también extremas y contrarias a este—, estimulan, o a callarse o a ripostar con la misma intensidad. Dicho trauma puede ser transmisible, incluso, de una generación a la otra.
En lo traumático, el lugar del silencio es de considerar muy atentamente. Es interesante la lectura que Sándor Ferenczi, un psicoanalista cercano a Freud, hizo al respecto. Su texto, Confusión de lenguas entre los adultos y el niño. El lenguaje de la ternura y de la pasión (1932), me permite dividir el trauma en dos tiempos. Primero, separar lo traumático de lo puramente eventual, del suceso.
Por lo que tendríamos un primer tiempo donde ocurre algo de carácter peligroso y violento para el sujeto, cercano a la muerte física o psicológica (como es el caso de los fusilamientos de prestigio del NTV) y el segundo tiempo es el de la desmentida.
Este segundo momento implica la negación del hecho traumático desde el otro: hablo del agresor mismo que obliga a callar a la víctima, o la negación que viene de quien la persona que sufre pondría en el lugar de la protección. Es decir, la familia, la policía, las instituciones que representan la justicia, entre otros.
Pienso aquí en los feminicidios, en el silencio y en la falta de conciencia y sensibilidad de un cuerpo policial claramente machista. Medito en la lectura política que hacen de esta situación de violencia contra las mujeres en la Isla. Incluyo también la vulnerabilidad de las personas trans, queer.
Se asume que es en el segundo tiempo donde se consolida y se determina el trauma. Si el otro desacredita a la víctima en su acto de palabra, lo imposible de decir, de elaborar, de hablar; vuelve una y otra vez al mundo subjetivo de la víctima. A este acto se le llama la desmentida.
Esa negación, que toma diversas formas, como la indiferencia o la imposición de otra versión de los hechos, niega la realidad de lo sucedido y deja al que experimentó la situación traumática en una posición de desamparo absoluto, facilitando la introyección y la asunción de una culpabilidad que no le corresponde. Tal estructura se repite sin cesar en la clínica con los adultos y la rencontramos por mucho tiempo entre los movimientos de la transferencia.
Precisamente, por la imposibilidad de dirigirse al otro para aliviarse, los síntomas se vuelven intensos, casi una repetición directa, sin mediación posible, de lo vivido. Las señales que generalmente aparecen son la angustia, un miedo excesivo fuertemente ligado a la desprotección, insomnio, sobresaltos y sustos fáciles, sentirse distanciado de tus familiares y de sus amigos, irritabilidad, pesadillas, ansiedad intensa frente a ciertos disparadores, entre otros. Imagino la dimensión que podría haber tomado el color azul para la familia de Arroyo Naranjo.
A partir del análisis que hago de la situación cubana, invito a mis colegas, sin necesidad de que sea la misma lectura, a convertir la clínica en un lugar de acogida a la palabra del otro, sin correcciones, un espacio de atención a las víctimas de actos de repudio, linchamiento de prestigio, expulsión de trabajos y de universidades, sea cual fuere su ideología. Les invito a ver responsablemente la magnitud de los últimos hechos en Cuba.
Para las familias
Concluyo brindando algunos puntos a considerar por las familias cubanas. No son consejos cerrados (la clínica debe apuntar siempre al caso por caso) pero pueden ayudar a abrir un espacio de palabra en la casa, mas allá de la hegemonía de lo ideológico, y ayudar a que un sujeto individual emerja frente a la desmentida.
– Dejen hablar a sus hijos de lo que sienten y piensan, mas allá de lo que deben decir oficialmente.
– Háblenles de lo que siente usted también como persona adulta y pregunte cómo ayudar. La idea es abrir ese espacio de elaboración conjunta.
– Permita a sus hijos tomar partido y respete su posición. Déjelos expresarse con cualquier forma simbólica: la palabra, dibujos, representaciones teatrales —y en esto pueden ayudar otras instituciones civiles, religiosas, grupos de meditación, de juegos, lazos afectivos con mascotas, entre otras posibilidades.
– Estimule la compasión. Para participar en un acto de repudio se necesita deshacerse de la empatía. No reproduzca esto. Es un acto que se sostiene sin empatía. Facilite en la familia más actos compasivos que de respuesta agresiva.
– Hablen de los sentimientos de culpa que pueden aparecer. Una de las reacciones comunes es rumiar pensamientos que buscan razonar que se pudo haber hecho otra cosa.
– Diríjase a un especialista. Repito, no se quede inmovilizado por el silencio. Hable.
– Si alguien de la familia, o usted, tiene ideas suicidas, haga un pacto de palabra con un especialista u otra persona para no pasar al acto. Todos los síntomas que sienta trate de decirlos.
Es urgente y necesario que los psicólogos cubanos reconozcamos que los actos de repudio, y otros sucesos de represión política, no son en absoluto banales. Esta es la invitación que hago a mis colegas: abrámonos a la dimensión ética, clínica y política de la libertad de expresión, a la posibilidad de curarse con palabras.
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