Todo empieza con una jutía en el cuello de un hombre. Una que se adaptó a la ciudad, a la vida entre humanos.
—Ven a jugar conmigo —le habrá dicho quien la encontró—, estoy tan triste…
—No puedo jugar contigo —habrá respondido la jutía. No estoy domesticada.
Mientras me alejo del barrio, de la ciudad, porque hoy necesito escaparme, coger monte, pienso en lo que sería un campo de trigo, y en los cabellos color oro de El Principito. Recuerdo las veces que leí a mis hijos ese libro. A los varones, que ahora viven en otro país, y a mi hija, que vive conmigo. Me pregunto si tuve éxito en domesticarlos.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
—Solo se conoce lo que uno domestica —dijo el zorro, que en nuestro caso pudiera ser la jutía conga. Los hombres ya no tienen más tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los comerciantes. Pero como no existen comerciantes de amigos, los hombres no tienen más amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!
Quiero pensar que sí, mis hijos y yo somos amigos. Aparte de ellos tengo otros, pero en otros planetas. Así que voy, cámara en mano, caminando solo. Para escapar de la rutina sigo este rito esencial: alejarme, mirar la ciudad, el mundo, la vida, desde lo alto. La naturaleza me hace bien, las lomas, el río, el valle. Son para mí como aquella flor que domesticó al Principito.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
Salir a tomar fotos es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas. Hasta que llego a lo que llaman El Pie de Cristo. La ciudad hacia el sur, el valle hacia el oeste. Y aquella casa sola, que me llama.
¡Eh, vecinos, buenas tardes! —grito antes de acercarme. Ningún perro ladra. No veo humo ni ropas en una tendedera secándose con la brisa y el sol de la tarde. ¿Hay alguien? —pregunto una vez más, pero es una casa a la intemperie, desierta, que llora.
Me siento al principio más bien lejos, en la hierba, para no asustarla. La casa me mira de reojo y no dice nada porque sabe que el lenguaje, muchas veces, es fuente de malos entendidos. Cuando se acostumbra a mi presencia, avanzo un poco más, despacio, y termino sentado en su banco, a la sombra del portal.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
—Tú no eres de aquí —me dicen por fin. ¿Qué buscas?
—Busco a los hombres.
—Los hombres tienen sueños y planes, y al final tienen que irse con toda la familia, como mismo harás tú. En esta tierra, por ahora, es imposible.
—¿Eso pasó con tus dueños, los que te construyeron?
Sopla un viento fuerte y el polvo que levanta empaña aún más los únicos cuatro cristales que tiene la casa, que son como sus espejuelos. Yo le acaricio las tablas con el dorso de mi mano derecha, con la yema de mis dedos, con mis ojos, y ella aprovecha el viento que bate otra vez para destrabar el pestillo de la ventana trasera, la de la cocina, y la abre de par en par, y ya sé a esas alturas que son las puertas de su corazón lo que me está abriendo la casa. Por eso entro. Y porque, además, todos sus fantasmas también me están invitando a pasar.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
Me siento muy bien acogido, no puedo decir otra cosa. Es como si colaran café para el amigo de toda la vida. El café normal, el de la bodega, no te pienses. Me gusta igual, pero sin azúcar —les contesto—, mil gracias, y si antes pudiera darme un poquito de agua, se lo agradecería muchísimo.
Los niños juegan en la bañadera vacía y la muchacha/madre les pide que bajen el volumen de las carcajadas, y se disculpa por el reguero. Vinimos de Oriente hace poco, antes de la pandemia, ya tú sabes. Todavía no hemos podido comprar un refri, así que el agua es del tiempo. Me la alcanza en un vaso que en realidad es una botella de ron cortada por la mitad y, como no me la bebo toda, vierte el agua sobrante en la orquídea que cuelga en la terraza.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
Algunas gotas caen sobre la tierra. Se hacen pequeños circulitos de fango. La muchacha/madre entonces comenta:
—Los niños están locos porque llueva, pero un buen aguacero, para ver si da para repletar la bañadera. ¿Tú te imaginas una buena piscina aquí arriba? Qué va. Habría que tener dinero por sacos.
Yo pienso que, sin embargo, son millonarios: por las vistas, por la tranquilidad, por el atardecer y los amaneceres. Y por ver la vida pasar desde esta altura. Después me despido. Les dejo mis bendiciones, un abrazo, y les deseo que sean felices donde quiera que hayan ido.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
Cuando salgo por la ventana, todas las tablas de la casa crujen.
—No estés triste —le digo. Tú eres más importante para ellos que todas las casas en las que vivirán en lo adelante. Porque subieron hasta aquí, en su espalda, cada una de las tablas con que te construyeron. Cada teja, cada caldero, el colchón, los muebles… Y porque bajo tu sombra crecieron sus hijos, y rieron, y los padres soñaron junto a ti una vida mejor, o al menos distinta, para esos niños. «Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante». Así que no van a olvidarte tan fácil. Tú también los domesticaste.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
—Adiós —me dijo la casa.
Y cuando di la vuelta, allí estaba Osmani, el negro, con Niña y Jacinto, sus dos perros.
—¿Qué haces? —le dije.
—Vine a revisar las jaulas, ahí en el monte.
—¿Qué jaulas?
—Para cazar jutías.
(Foto: Néster Núñez / LJC)
El bucle del tiempo, la espiral de las circunstancias. El reloj detenido en un día y una hora cualquiera. Y Osmani que se ríe como un niño que nunca crece. Y mi tía que cuando sabe el cuento se juega veinte pesos a la jutía, en la charada. Y yo que bajo de El Pie de Cristo henchido de nuevas ganas de vivir, luego de haber subido tan alto.
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