El pronunciamiento protagonizado por las personas de buena voluntad que acudieron el día 27 de noviembre pasado al Ministerio de Cultura a dialogar con el ministro no parece que pueda leerse como un suceso aislado. Es una señal de las partes más sensitivas del tejido social, dando cuenta de la necesidad de los hijos de esta tierra de tener la participación merecida y necesaria para construir una nación en la cual podamos reconocernos todos.
Estaban allí jóvenes artistas, personas relacionados con el arte, también estaban sus padres. La mayoría, de similar procedencia profesional; la mayoría, jóvenes de espíritu; la mayoría, apostando porque se cumpliera el anhelo de sus hijos pues ese sería el signo inequívoco de los nuevos tiempos de crecimiento para la Patria. En el caso que me ocupa –varios de ellos, colegas conocidos, personas muy cercanas, amigos con los cuales me gustaría compartir trinchera, si llegara el caso– tanta fe y confianza tengo en ellos y, más aún, en sus hijos y en todos aquellos jóvenes que con la mejor de las intenciones allí se congregaron, porque –tal y como se esperaba– son mejores que todos nosotros.
La respuesta inmediata y la que apenas días después le siguió demostró que la institucionalidad no estaba a la altura. De haberlo estado, no hubieran dilatado hasta bien entrada la noche la posibilidad real del encuentro y no hubieran protagonizado una jornada tan bochornosa como la que vivimos el viernes, 4 de diciembre, a partir del comunicado del Ministerio de Cultura suspendiendo el diálogo al cual se le habían puesto condiciones. A partir de ahí, se permitió –que es lo imperdonable– el ensañamiento mediático y torpe, mezquino –porque no existía derecho a réplica– que demonizaba a quienes de manera voluntaria habían buscado el encuentro y a los padres y artistas de otras generaciones que les acompañaban en el empeño, incluyendo a un hombre que aportó más luz a aquella noche adonde llevó su honradez, coherencia, sensibilidad y altura como el director y Premio Nacional de Cine, Fernando Pérez, quien se nos hizo aún más admirado y querible.
El largo y triste día del viernes 4 nos sirvió para mejor ver cómo funcionan todavía hoy nuestros medios y, detrás de ellos o a través de ellos, el dispositivo ideológico del Partido. Los periodistas que acríticamente se prestaron a que esa vez se escuchase una sola voz pueden sentirse avergonzados. Fueron repetidores de una misma frase, incapaces de buscar la verdad, incapaces de crear contenidos y de darle paso a las voces diversas que desde el tejido social se alzaban. Poco favor nos hace prensa semejante.
Mientras tanto, un colega joven, creador de varias de las más interesantes y útiles piezas teatrales de los últimos años, quedaba atrapado en su residencia, sin comunicación con el mundo exterior: las vías telefónicas cortadas y una posta a la salida de su casa. Otros, que no conozco como conozco a este, vivieron la misma experiencia. Espero que les sean dadas las disculpas necesarias. Me pregunté mil veces ese día fatídico quién estaba gobernando en Cuba.
Por fortuna, el sábado 5 comenzó a abrirse paso la cordura. Volvimos a funcionar como cubanos: terminaron las ofensas contra los jóvenes artistas y sus acompañantes de otras generaciones, el lenguaje recobró en parte su trato con la verdad; se inició el encuentro, ahora bajo las condiciones de la institucionalidad que seleccionó unilateralmente a sus interlocutores, pero era mucho pedir que se avanzara más allá en menos de veinticuatro horas en las cuales del negro se había pasado al blanco, por corte –dirían los artistas de la imagen en movimiento–, sin transición expedita.
Las señales han sido claras. La sociedad civil necesita ya mismo su espacio. La gobernanza también necesita —para su bien y eficacia– poder ser emplazada y reemplazada cuando no sea la idónea, cuando no dé la talla. El socialismo burocrático ha de dar paso al socialismo participativo. Las ideas han de andar libres en el aire. Habrá que marchar aprisa porque hemos perdido mucho tiempo, hipotecado vidas enteras que no devolveremos y hecho zarpar a nuestros jóvenes a buscar en tierra ajena lo que, por derecho y lógica, deberían haber hallado naturalmente en la propia. Y esta, acaso sea la mayor y real derrota de la cual procuran redimirnos –¿no lo vemos?– esos muchachos esta nueva noche del 27 de noviembre.
Ha de emplearse la energía consignera en tener, de una vez por todas, una economía decente por las vías que nos indican nuestros mejores economistas, la que nos debemos y podemos alcanzar a pesar, incluso, del bloqueo más criminal de la historia. Vietnam no es solo un país amigo, es, además de una nación entrañable, un referente, un estímulo, un acicate. Ellos, bombardeados y arrasados, han vencido al enemigo en todos los frentes.
¿Nosotros…?
Ojalá lleguen los tiempos en que los decisores le brinden tanta escucha a las ciencias sociales como la que acertadamente le han brindado a las ciencias bioquímicas, en especial en esta grave circunstancia sanitaria. Los males y las epidemias sociales existen y enferman mortalmente a las sociedades. Las ciencias sociales llevan mucha atención porque distan de ser exactas. El libre arbitrio de los seres humanos constituye un obstáculo maravilloso que evita que el pensamiento se anquilose; están, además, transidas de ideologías y la matriz que nos sirve apenas cuenta con unos breves siglos de ejercicio.
Por su parte, el diálogo honesto e inteligente y la polémica, son formas vivas y productivas de búsqueda de las verdades, de entendimiento y creación en la vida social, de conocimiento y valoración del prójimo, fundación de empatías, desarrollo del pensamiento y del quehacer científico y artístico. Son, en suma, ejercicios de la mejor educación e instantes gozosos donde se barrunta el porvenir. Pero el diálogo tiene que ser perenne, ha de ser más una vocación que una ocasión; no precisa, por lo tanto, de asambleas y rituales ni de espacios predeterminados, ha de ser tan ágil, oportuno y presente como la vida. Tan intenso, raigal y permanente que se torne una manera de vivir y gobernar. Ese es el diálogo que necesitamos.
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