En las últimas semanas del año 2020 han coincidido dos dramas nacionales: uno en tierra firme norteamericana y el otro en el archipiélago cubano. Por muy diferentes motivos y de acuerdo con muy diferentes reglas políticas, los que detentan el poder han diseminado mentiras, calumnias, alegaciones infundadas –manufacturadas todas para legitimar su autoridad y su permanencia en el poder–. Se intuye que por arraigados que sean, los estados son en realidad frágiles creaciones humanas, tanto la democracia liberal y sus normas electorales por un lado, como el Estado autoritario de partido único por otro.
Con el fin de desprestigiar a los que critican los abusos del poder ejecutivo o policial contra los manifestantes pacíficos de movimientos como los de San Isidro o de Black Lives Matter –salvando las obvias distancias de todo tipo que existen entre ambos movimientos–, se han esgrimido sin fundamento los términos «mercenario», «traidor», «terrorista».
Y en el país más poderoso del mundo se alucina desde los «pasillos del poder» –the corridors of power–, con conspiraciones de un masivo fraude electoral. Dos estados postmodernos que en nada se parecen, comparten, a pesar de los contrastes, un similar desprecio por las verdades verificables, por el deber de mostrar datos, evidencias, pruebas. La verdad es lo que ellos dicten.
Podríamos suponer que para los que tenemos un pie en el continente y el otro en alguna parte del archipiélago, por una razón u otra –familiar, histórica, afectiva, profesional o ideológica– se trata de un simple accidente cósmico, algo así como la convergencia de Júpiter y Saturno que por casualidad produjo, justamente en el solsticio del 2020 el 21 de diciembre, una sola «estrella navideña», especie de ilusión óptica astronómica.
En fin, es un espectáculo digno de comentarse tal vez, motivo para levantar las cejas brevemente, pero sin trascendencia mayor para los no supersticiosos, un evento sin conexión con la realidad diaria de los seres humanos. Del mismo modo, las convulsiones contemporáneas de ambos lados del Estrecho de la Florida no guardan entre sí otra relación que la temporal. Casualidad sin causalidad.
En la superficie de la Tierra, sin embargo, o apenas debajo de esta superficie, descubrimos claras sinergias entre los dos fenómenos, vasos comunicantes entre disímiles realidades políticas: la hegemónica y relativamente próspera distopía en América del Norte y la asediada y subalterna distopía antillana. El rapero Denis Solís muestra una conciencia clara de los vasos comunicantes entre las convulsiones de ambas orillas cuando, acosado por la Seguridad del Estado cubana, declara: «¡Mi presidente es Donald Trump!».
Lo que sucede en Cuba sí tiene implicaciones para el proceso electoral en Estados Unidos y la política doméstica –implicaciones desmesuradas, desde luego, sobre todo en el sur de la Florida, estado con 29 votos en el Colegio Electoral–.
El Movimiento San Isidro (MSI) ya ha tenido repercusiones en la dinámica política de Washington y el senador Republicano Marco Rubio, por ejemplo, con los ojos puestos en la administración de Biden, esgrime los sucesos en la Isla como arma en su política de línea dura hacia Cuba. Los campos enfrentados preparan sus estrategias para los cuatro años venideros.
Mientras tanto, al otro lado del Estrecho, el régimen descalifica a todo artista, activista o periodista independiente con etiquetas de «mercenario» o «traidor», una estrategia represiva sin justificación ni evidencia.
Es un viejo y probado mecanismo ideológico. «Al final –escribe Rafael Rojas–, la acusación misma de “mercenarios” y “terroristas” es el dato falso, entre otras razones, porque en muchos casos se elude la información precisa sobre el financiamiento externo y su penalización de acuerdo con las leyes del Estado. En un momento en que avanza la transición capitalista en Cuba, lo que se busca criminalizar no es tanto la disposición de fondos foráneos como el posicionamiento público en contra de determinadas políticas del gobierno».
A veces, el eco se escucha y se repite en el continente. Declarar desde tierra firme que todo cubano que recibe dinero del extranjero pierde legitimidad y se vuelve instrumento de la injerencia imperialista es igual de irresponsable. Pero para los que deseamos ver una sociedad civil cubana realmente independiente –independiente tanto del régimen en la Isla como del State Department estadounidense– nos resulta imposible afirmar, desafortunadamente, que no hay ninguna conexión entre los movimientos populares y el financiamiento extranjero.
Sería ingenuo decir que del millón de dólares que el Departamento de Estado acaba de destinar para Cuba, ni un dólar llegará a ningún miembro del MSI, o que el dinero otorgado por el National Endowment for Democracy para el mismo propósito no cala en este o aquel movimiento popular. No podemos insistir tampoco en que ninguno de los nuevos medios periodísticos —o ninguno de sus periodistas— ha recibido algún apoyo de los organismos estadounidenses con fines derroquistas.
Por más que quisiéramos hacerlo, no podemos afirmar de buena fe que la sociedad civil cubana constituye un sistema cerrado, insular, hermético, a prueba de injerencias extranjeras o alicientes económicos.
Aquí, desafortunadamente, todavía hace falta un aparte obligatorio. Tanto de este lado del Estrecho como del otro, la mera insinuación de la posible mala fe del gobierno «propio» que en teoría representa a los ciudadanos, provoca reacciones virulentas, acusaciones de «hacerle el juego al enemigo», de ser un «tonto útil», de abrigar «simpatías inadmisibles».
Se erigen caricaturas simplistas –la consabida falacia del hombre de paja– de quienes iniciamos un diálogo abierto y riguroso y articulamos preguntas incómodas. En la Isla son «mercenarios» o «terroristas». En el continente somos «primermundistas que abrigamos fantasías rojas», «comunistoides solapados o de pan con bistec». Dispensemos de golpe, entonces, con este simplismo.
Es posible y es urgente reconocer que ambos gobiernos, a fin de cuentas, no son ni más ni menos que eso, gobiernos, que no se rigen por las reglas ni de la ética ni del discurso racional, sino por determinados intereses estatales. Ninguno de los dos sirve de modelo al resto del mundo.
Vivimos entre «contramodelos»: uno hegemónico y relativamente próspero y otro asediado y subalterno –una economía dominante y otra subordinada en el mercado global–. Ambos gobiernos son responsables de violaciones de derechos humanos, de violencias contra los ciudadanos, de racismo sistémico, de atropellos a la dignidad humana, de campañas de desinformación, e incluso de centros de detención en los que los detenidos no han sido acusados siquiera de un delito.
Ahí está todavía el centro de detención en Guantánamo, por ejemplo, o los centros de detención en la frontera entre Estados Unidos y México. En Guantánamo acaban de recomendar la puesta en libertad de Said Salih Said Nashir, que lleva 18 años preso sin haber sido acusado nunca de ningún delito. En La Habana vemos los arrestos recientes de periodistas como Carlos Manuel Álvarez.
No se trata, insistimos, de establecer una equivalencia moral entre los dos estados, ni de sopesar los crímenes para así calibrar la relativa gravedad de las violaciones de derechos humanos allá y acá, de compaginar las interminables listas de mentiras y calumnias. Semejantes cálculos carecen por completo de sentido. Una obra dramática puede tener más de un villano. «A plague on both your houses», espeta un personaje de Romeo y Julieta.
Sintetizando entonces, debemos reconocer, sencillamente, que la sociedad civil cubana enfrenta dos adversarios estatales —uno que intenta reprimirla y otro que intenta instrumentalizar o cooptarla–. El código de ética de Periodismo de barrio, al reconocer el peligro injerencista, tal vez sirva de modelo —no sólo para la prensa sino también para las organizaciones civiles en general— al rechazar toda colaboración que no respete tanto la soberanía de Cuba como la autonomía de sus ciudadanos y organizaciones.
Pero en estas páginas se pretende reflexionar desde tierra firme, desde la óptica de la política estadounidense. La simultaneidad de los dramas nacionales en Cuba y Estados Unidos nos vuelve, acaso con mayor urgencia, a las preguntas de siempre, aunque en un alterado marco histórico e interpretativo: ¿Cómo debe la Administración Biden posicionarse ante lo que está ocurriendo en Cuba?
Los que, como dije anteriormente, por un motivo u otro tenemos un pie en ambos lados del Estrecho y nos comprometemos con un diálogo abierto, los que insistimos en la evidencia concreta y abogamos por los derechos civiles y sociales, por la soberanía nacional y el derecho de cada pueblo a participar en un gobierno que debe representarlos; tenemos el deber, sobre todo si vivimos y trabajamos en Estados Unidos, de preguntar sencillamente: ¿Cuál ha sido el impacto de la política estadounidense hacia Cuba?
Y ahora que por el momento el Colegio Electoral de Estados Unidos ha votado y, por lo visto, la república democrática sigue en pie, por más que trastabille: ¿Cuál debe ser la política de la nueva administración Biden, sobre todo teniendo en cuenta los últimos sucesos en el archipiélago cubano?
Aunque nada en la historia de la política de Estados Unidos hacia Cuba demuestra ni un compromiso con los derechos humanos de los cubanos ni con la soberanía de la nación caribeña, no por esto debemos dejar de clamar por una política coherente, humanitaria y de acuerdo con las normas internacionales.
No por la historia neo-imperial debemos dejar de clamar por una política que reconozca tanto los derechos humanos de los cubanos o de los estadounidenses; o de clamar por la soberanía del Estado menos poderoso. Entonces, pretendo reflexionar sobre un elemento concreto de esta política: los fondos destinados a «promover la democracia y los derechos humanos en Cuba».
Comencemos con aquellos datos verificables que pasan por alto los dirigentes en Washington y La Habana. El 24 de noviembre, el Departamento de Estado de los Estados Unidos anunció que un millón de dólares se destinaban a promover «los derechos civiles, políticos, religiosos, y laborales en Cuba». La investigación más importante que se ha hecho recientemente al respecto se titula The Cuba Money Project. ¿Cómo, concretamente, se emplea el dinero que este proyecto trae a la luz?
La existencia de estas inversiones no nos permiten afirmar, como sí afirma el Estado cubano, que los activistas cubanos son mercenarios o traidores o buscavidas. Escribe Isabel Alfonso que «el 27N, tal como le han llamado a esta protesta, es, sin embargo, un movimiento de cosecha propia, resultante más bien de las propias dinámicas internas cubanas y de los procesos de liberalización asociados a la reforma económica del 2009, iniciada por Raúl Castro».
La espontaneidad de las manifestaciones y la autoctonía de los movimientos representan para la política estadounidense una oportunidad, un fenómeno social que debe instrumentalizarse, como lo demuestra claramente el anuncio del State Department del 24 de noviembre ofreciendo un millón de dólares para aumentar «los derechos civiles, políticos, religiosos, y laborales en Cuba». Como también observa Alfonso, «esta relación de interdependencia con Estados Unidos complica su legitimidad, no sólo con el Gobierno de la Isla, sino con el pueblo que mayoritariamente rechaza la intromisión de los Estados Unidos en los asuntos internos del país».
Esta intromisión no es ni minúscula ni irrelevante. El apoyo financiero estadounidense supuestamente destinado a fortalecer la sociedad civil en Cuba forma parte de una estrategia de «regime change» –estrategia que se vuelve incoherente y cínica cuando tenemos en cuenta que el embargo económico pretende provocar una sublevación popular a través del «hambre y la desesperación» de la población civil, según la propuesta original de Lester Mallory en el año 1960, Subsecretario de Estado que hizo sus cálculos desalmados en plena Guerra Fría–.
Es decir, el apoyo a algunas formas de periodismo, por ejemplo, forma parte de la misma estrategia derroquista que pretende privar de alimentos y de medios para satisfacer las necesidades básicas a los propios periodistas, integrantes del pueblo cubano, cuyos derechos civiles pretende defender. Incoherencia absoluta.
La lógica del sitio –vieja estrategia militar que se remonta al Emperador Julio César y los galos o al sitio de los romanos a los hebreos en la fortaleza Masada, en el primer siglo A.D.– no ha sido modificada ni redimida en los años subsiguientes a la implementación del embargo económico en 1961. Sesenta años de embargo han intensificado, sin dudas, las deformaciones de la economía cubana, pero no han provocado la sublevación soñada.
Nos queda, entonces, una política de «promover los derechos civiles» de aquellos a quienes también se pretende someter «al hambre y la desesperación». Queda fuera de mis conocimientos de las normas internacionales determinar si esto constituye o no un crimen de lesa humanidad.
El hecho es que los Estados Unidos pretende a la misma vez promover los derechos civiles de los periodistas e intelectuales, mientras viola los derechos sociales de los mismos y de sus familiares, imponiéndoles una escasez, «to decrease monetary and real wages».
Cabe preguntar, además: ¿qué libertad tienen realmente los periodistas, artistas o activistas que bajo brutales condiciones económicas reciben fondos del Departamento de Estado o de instituciones como National Endowment for Democracy (NED) o United States Agency for International Development (USAID)?
No sabemos, en realidad, ni quién recibe estos fondos ni qué expectativas tienen los que los desembolsan. The Cuba Money Project aporta información vital, pero aún no disponemos de muchos datos sobre específicos proyectos subvencionados. Tracey Eaton, el autor de este proyecto, reconoce abiertamente que no sabemos a qué se destinan estos fondos. «Some programs are so secret that the recipients of funds are never disclosed». El financiamiento no es transparente.
La falta de información nos obliga a aventurar una especie de «análisis negativo». ¿Qué es lo que no se puede decir en los medios independientes –independientes con o sin comillas–? ¿Se podría publicar, por ejemplo, una denuncia frontal al bloqueo, una política destructiva —ilegal y despiadada— que el resto del mundo condena, año tras año, en las Naciones Unidas?
¿Se podría publicar, por ejemplo, una crítica del fracasado proyecto «Zunzuneo», que propuso, bajo la administración del presidente Obama y el vicepresidente Biden –que en pocas semanas asume el poder– provocar una sublevación? Tal vez no hay ejemplo más claro y reciente que ese para demostrar sin lugar a dudas que Estados Unidos emplea medios encubiertos y tecnología avanzada para crear plataformas «independientes» que sencillamente no lo son.
En el caso de «Zunzuneo», la participación de cubanos de buena fe haciendo comentarios legítimos o críticas necesarias –sin saber siquiera que participaban en un proyecto de USAID– no vuelve irrelevante el hecho de la injerencia estadounidense.
Si reconocemos los parámetros ideológicos que imponen estas publicaciones y tenemos en cuenta el bochornoso episodio del así llamado «Zunzuneo», debemos concluir por lo menos dos cosas:
- aunque los periodistas cubanos que contribuyen a algunas de las publicaciones en línea son en su gran mayoría responsables, dedicados, y profesionales, su independencia del State Department o del National Endowment for Democracy o de la USAID es algo que se tiene que defender de manera pública y colectiva.
- no debemos suponer la buena fe del nuevo presidente electo, que asume su cargo en enero del 2021 sin haber reconocido nunca el papel de la Administración Obama en un complot de ciber-subversión que conllevaba posibles consecuencias violentas.
El financiamiento de Estados Unidos a algunos medios independientes cubanos, entonces, constituye un dilema. Es un error, por un lado, suponer que este financiamiento descalifica la existencia de una robusta sociedad civil de cubanos dentro y fuera de la Isla, o de valientes y brillantes escritores y activistas que asumen enormes riesgos en un sistema autoritario, arbitrario y represivo. Para los estadounidenses que lo duden, les recomiendo el documental de Isabel Alfonso, Rethinking Cuban Civil Society.
Pero también es un error suponer que las inversiones del Departamento de Estado tienen un efecto nulo o benigno en el discurso político, artístico, o periodístico en el archipiélago; que esos fondos se destinan a una libertad de expresión omnidireccional; y que los proyectos subvencionados admiten críticas a la política exterior de Estados Unidos hacia Cuba –política que el mundo comprende como una violación a la soberanía de Cuba y un atentado contra los derechos humanos de su población–.
Este es el dilema, entonces, desde la perspectiva de los que residimos y trabajamos en Estados Unidos y a quienes el gobierno federal pretende representar: por un lado queremos que prospere una sociedad civil cubana y reconocemos que practicar el periodismo o la escritura requiere tiempo, estudios, esfuerzo, y dinero. Queremos que la sociedad civil cubana disponga de los recursos necesarios para escribir, publicar, diseminar ideas.
Por otro lado, los fondos de NED, USAID, y el Departamento de Estado le proporcionan al gobierno cubano el pretexto que necesita para descalificar los movimientos populares. Los fondos destinados a «apoyar» terminan deslegitimando.
Estos programas forman parte de una política de «regime change» que representa un atentado contra la soberanía cubana, una política que incluye un embargo que pretende someter la población civil a penurias, privaciones, y hambre. La política de Estados Unidos hacia Cuba desmiente los fines humanitarios, cívicos y democráticos de estos programas.
¿Es posible resolver el dilema? Si los programas de apoyo a la sociedad civil cubana pretenden tener un mínimo de legitimidad, tendrían que comenzar por desligarse por completo del Departamento de Estado y la política de «regime change».
Tendrían que poner los fondos en manos de grupos realmente independientes, organizaciones no gubernamentales que apliquen genuinos criterios periodísticos, que practiquen una transparencia en cuanto a los proyectos subvencionados y las cantidades desembolsadas, y que admitan críticas «omini-direccionales». Es decir, un periodismo independiente en Cuba necesariamente tendría que permitir críticas de la política estadounidense hacia la Isla –críticas de las violaciones de derechos humanos que implica el embargo económico y del papel injerencista de los Estados Unidos durante los últimos sesenta años–.
Finalmente, lo referido al financiamiento tendría que formar parte –apenas un inciso, en realidad– de una serie de recomendaciones a la Administración Biden y Harris que asume el poder en enero, formuladas por una especie de Cuban working group –o un network de tales grupos– y tendrían que incluir todas las recomendaciones urgentes respecto a la política estadounidense hacia Cuba, como el levantamiento del embargo económico y la libertad de los estadounidenses de viajar al archipiélago.
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