Según la Biblia, Adán y Eva fueron expulsados del Edén por probar el fruto del árbol prohibido del saber. No creo que nuestros abuelos primigenios fueran castigados por querer saber, sino por dudar. La duda, sin embargo, es condición principal de quien busca la verdad. Desde ese instante de desobediencia, hemos sido arrojados a la intemperie, desacostumbrados de la fraternidad y condenados a una eterna trifulca de caínes contra abeles.
No siempre la obediencia es índice de mejor cualidad humana, pues muchas veces asiste a los timoratos y los conformistas. En ocasiones hay que quebrar reglas para acercarse a ciertas cotas de mayor realización. Sin embargo, no hemos vuelto a conseguir nuestra condición de criaturas para la existencia compartida. Es que debemos aprender a dialogar, lo cual implica un nivel de tolerancia hacia lo diferente y hasta opuesto.
Tolerancia es una bella palabra. Algunos la interpretan como condescendencia, con lo cual discrepo. Esta noción implica esencialmente, según el Diccionario RAE, el respeto a «ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias». ¿Qué más se puede pedir de un sujeto?
Creo que la tolerancia es humana y realista, pues no presupone que uno renuncie a su subjetividad sino que tenga la decencia de respetar la del otro. Nadie puede pedir que una persona desista de sus puntos de vista y sus modos de concebir la vida. Sería pedirle que deje de ser quien es. El que solicita tolerancia admite que no todos tienen que pensar como él, que puede estar equivocado.
No se trata de quién está o no en lo cierto, sino de saber concordar las discrepancias para que el mundo sea más amable. Y la ligazón que permite esto es el respeto a las diferencias, o sea, la tolerancia. Ella es un ingrediente principal para la realización del diálogo.
Desde ese instante de desobediencia, hemos sido arrojados a la intemperie, desacostumbrados de la fraternidad y condenados a una eterna trifulca de caínes contra abeles.
Pero ¿qué es el diálogo? Intentemos una noción básica y práctica, más que una definición académica. Temo a las definiciones, pues tienden a ser conclusivas y unilaterales. No obstante, a partir de la experiencia conocida y demostrada de procesos dialogantes, puede uno acercarse al fenómeno. Digamos que el diálogo presupone la asunción de una posición constructiva, a partir del intercambio franco y respetuoso de ideas, criterios y prácticas distintas para el logro de un consenso beneficioso a las partes en la solución de determinado conflicto o problema.
Ello implica varios aspectos fundamentales. El diálogo parte de principios que cada parte considera esenciales, pero se viabiliza por otros que se estiman negociables. El resultado final de criterio o acción es una construcción lograda por la negociación. No se puede conseguir a priori, pues cada parte tiene que dar y tomar. La consecución de un resultado imprevisto pero plausible se basa en ese grado de respeto, tolerancia, buena disposición y flexibilidad con que se supone uno asista al diálogo.
Diversos autores se refieren a la capacidad o conocimiento para resolver problemas siempre de manera positiva para las partes. En inglés se le denomina a win-win situation, o sea, una situación donde cada partícipe gana algo. Esto no implica que se gane todo, pues en algo hay que ceder.
El diálogo falla precisamente cuando —por rigidez ideológica o práctica—, una, varias o todas las partes involucradas, consideran que deben lograr avances sin ceder en nada. La capacidad de diálogo se considera uno de los conocimientos indispensables en la educación del sujeto contemporáneo para la conformación de una sociedad participativa y productiva.
Personalmente, lo juzgo un elemento fundamental para el desarrollo de una nueva subjetividad, conocimiento que debería sedimentarse en sabiduría. Es nobilísimo imperativo pues, hasta ahora, se ha acumulado instrucción principalmente para doblegar al otro, cuando no para adaptarse a la situación imperante. El nuevo comportamiento deseado implica una cualidad constructiva y cooperativa para beneficio mutuo.
No se puede estimular el pensamiento resolutivo y edificante, desde un pensamiento inflexible, unilateral, impositivo y discriminador. Pienso que el gran cambio en la sociedad global contemporánea no se producirá solo como resultado de la introducción de nuevos materiales, métodos y técnicas. Más bien será el producto del desarrollo de otra mentalidad en el individuo. Una de carácter humanista, solidaria, ecológica, creativa, pacifista.
Debemos entender que todos somos iguales en principio, que todos tenemos derecho a defender ciertas convicciones personales, que nadie posee la verdad pero sí una parte de ella, que ninguna solución personal puede ser más rica y eficaz que la conseguida en interacción y que la mejor posibilidad de supervivencia está en la cooperación y la concertación. Es decir, en una disposición dialogante.
Solo un sujeto así estará apto para convivir y trabajar por resolver los inagotables problemas de la humanidad, mejor que exacerbarlos y perpetuarlos. Para que consigamos una casa habitable, todos los inquilinos debemos participar y armonizar nuestros gustos, opiniones y anhelos.
Para que consigamos una casa habitable, todos los inquilinos debemos participar y armonizar nuestros gustos, opiniones y anhelos.
El hombre es siempre un ser en tránsito. Una criatura que viaja desde el que es, hacia lo que quiere ser, lo que quiere incorporar y lo que quiere conocer. El «otro», lo «otro», la «otredad», son elementos que animan nuestra curiosidad, búsqueda, y actuación en la vida. Por tanto, nos empujan al diálogo.
Lo que no es diálogo es confrontación. Las actitudes tozudas, prejuiciadas, preconcebidas, desarticuladas del contexto epocal; son fermento nutricio para la persistencia de maneras defensivas, cuando no ofensivas, que generan separación, distanciamiento, incompatibilidad, actitud litigante y empobrecedora de la vida. El diálogo es esencialmente constructivo, la confrontación siempre destructiva.
Es prudente no confundir «diálogo» con «canto gregoriano». Cuando las preguntas conducen a una única y casi siempre prefabricada respuesta, cuando esta se repite en una salmodia monocorde y sin ápice de cuestionamiento, duda o penetración, incurrimos en el profuso canto gregoriano.
El diálogo presupone cierta conflictividad, cierto elemento contradictorio que lo haga avanzar dinámicamente. Solo que esto no se toma como obstáculo insalvable, sino como incentivo de vías enriquecedoras para conseguir un punto de avance favorable. De manera que dialogar no implica ausencia de conflictividad. Sería irreal, más que ingenuo, pensarlo así.
El despliegue de las potencialidades humanas y la consecución de nuestros sueños más inquietantes nos enfrentan a senderos que perennemente se bifurcan y complican. Lo significativo no es la desaparición de los conflictos, sino el desarrollo de una actitud resolutiva, afirmativa, dirigida a la solución antes que al enquistamiento y complicación de los problemas.
En las acciones dialogantes es necesario evitar dos posiciones peligrosas. La primera es: «Yo tengo la razón». Es usual que cuando «discutimos» —término que comúnmente usamos para estos casos de dilucidar opiniones contrapuestas—, al que piensa de otro modo le respondamos: «Eso no es así» o «Tú estás equivocado»; en vez de: «Yo tengo otra opinión».
El que se cree en posesión de la razón se coloca en un pedestal de control y ganancia. Habla de dialogar con la intención preconcebida de convencer al otro de la certeza de su postura. Sin embargo, el propósito del diálogo no es convencer sino concertar. Si uno se atrinchera en una posición pensando que es la «verdadera» y, peor, la «única», no solo fracasa el diálogo sino que perdemos la oportunidad de enriquecer nuestros propios juicios.
La segunda actitud nociva es: «Yo soy la víctima». Es difícil establecer una transacción fructífera con quien, desde antes, acude en una postura que pretende saldar deudas, escamotear responsabilidades, achacar causas; antes que concertar nuevos enfoques.
No se puede dialogar desde una posición de pérdida pues no se plantean argumentos sólidos y creativos sino «quejas» y «lamentos» que buscan conseguir una ganancia inmediata y pírrica. El diálogo aspira a la fundación de una plataforma novedosa y sólida, beneficiosa en común a los dialogantes.
El diálogo aspira a la fundación de una plataforma novedosa y sólida, beneficiosa en común a los dialogantes.
En ocasiones se asocia el diálogo con la existencia de perspectivas plurales, o con la muchas veces falsa libertad de expresión. La pluralidad de ideas por sí misma no facilita la negociación. Una pluralidad en conflicto es igual de desastrosa que una homogénea.
La libertad de expresión demanda una responsabilidad también dialógica. No es únicamente decir lo que nos falta, sino decir para construir, para solventar, para fundar puentes de entendimiento y tolerancia. El caos es un hervidero de posiciones plurales. Es la actitud dialogante la que hace posible la concordia social. No es tan necesario coincidir como actuar desde una disposición armonizadora. En ese espíritu, toda acción propenderá a una salida positiva y equitativamente benéfica.
El diálogo es la construcción de un sentido inédito. Cada participante aporta perspectivas, opiniones, datos e imágenes, que posibilitan la creación de un nuevo y enriquecedor discurso.
La dinámica de lo complejo es fundamental. El diálogo va hacia un sentido más complejo y armonioso que la suma de partes. La honradez informativa, el acento negociador, la flexibilidad de actitud, la apertura a lo distinto, la voluntad participativa, la disposición a la armonía discursiva, la intención resolutiva; son elementos necesarios.
Para posibilitar el diálogo es necesario el reconocimiento y el respeto al derecho del otro. Cada parte debe sentir que tiene horizontes para exponer, fundamentar y razonar sus juicios. No está demás recordar al Benemérito de las Américas: «En los individuos como en las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz».
Esto nos señala que mi libertad no puede castrar la del otro. De ello se colige que es fundamental la igualdad de posibilidades. Quienes dialogan son pares, no por los puntos que ventilan, sino por el derecho a ventilarlos sin cortapisas. Para que sea posible, es indispensable el aire de la tolerancia. Hay que considerar y permitir ese espacio de diferencia.
Por último, no se puede dialogar solo a partir de opiniones y criterios personales. Estos dejan cabida para clichés y prejuicios. Se precisa información, datos, conocimiento, para que el esfuerzo no sea inútil. Los diálogos son sustancialmente provechosos cuando tienen lugar en un semejante nivel de inteligencia.
Dialogar no debe consistir en una convocatoria o un procedimiento eventual y casuístico. Debe constituirse en modo de ver la realidad y de actuar consecuentemente en ella. Nuestra manera de pensar y ser en la vida. No es necesario que accedamos a las doradas puertas de la Ciudad del Sol. Solo que caminemos por las avenidas de una ciudad donde la franqueza, la cooperación y el respeto hagan los días más amables y promisorios.
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*Variaciones sobre ideas expuestas en el coloquio organizado por el Comité Regional de la UNESCO en Monterrey, México, el 28 de febrero de 2006.
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