Tomar partido en Cuba tiene un precio. La moda es evitar la política, hacer relaciones públicas en ambas orillas y esquivar definiciones. Romper esa norma implica un castigo, ya sea improvisando una respuesta a Luis Alberto García o criticando a Buena Fe. Cualquier apoyo al socialismo debe pagarse y el escarmiento debe ser público. Existe una industria atenta a desmontar los símbolos que surjan en esta orilla, a replicar los argumentos del lado de acá, que funciona con sistematicidad sospechosa. Hoy leo una crítica a Buena Fe y veo que el asunto no es ellos ni sus canciones, detrás hay más política que arte.
Hay que tener buena memoria. Recordar grupos evitando cantar en la Tribuna Antimperialista para no buscarse problemas con los vecinos al otro lado de las banderas, y Buena Fe tocando ahí. Recordar los conciertos suspendidos por defender sus ideas fuera, que hasta Posada Carriles fue a una manifestación en su contra en Miami, y ese mismo día empezaron tocando “Cuba va”. Solo la memoria ayuda a entender la necesidad de castigar esos pecados, nunca la cultura marginal que se extiende en el país, eso es parte del plan.
Leyendo a sus últimos detractores reconozco emisarios de una tendencia pasivo-agresiva que teme definirse, se siente más cómoda entre el sarcasmo y la ironía, prefiere regodearse en la escritura que meditar en el resultado de ella. Más que crítica de arte u opinión modesta, parecen líneas de fanáticos de sí mismos. Escribiendo desde lejos, aunque estén cerca, son los paladines del desarraigo. Cada día vemos un episodio nuevo de esta vieja guerra cultural, tan vieja que a veces se olvida que es guerra. Entonces dan ganas de abrazar a Israel o Luis Alberto, por tener los detractores correctos.
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