Las imágenes de decenas de seguidores del presidente Donald Trump invadiendo el Capitolio de Washington, el mismo día en que el Congreso Federal certificaba la victoria electoral del demócrata Joe Biden, lleva a pensar que aunque el resultado nos librará temporalmente de los desatinos del presidente saliente, el trumpismo —secuela, estímulo y fermento de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense— debe perdurar por algún tiempo.
Bajo la administración de Donald Trump, la democracia estadounidense y las instituciones llamadas a ejercerla y protegerla pasaron por la que ha sido, tal vez, su más dura prueba desde la constitución de los Estados Unidos, en 1787, o de la Guerra de Secesión (1861-1865). Una prueba muy difícil, considerando que, por primera vez, la principal amenaza al régimen político vigente en ese país era el titular del poder ejecutivo.
Los estragos causados por la política de Trump se extendieron a las relaciones internacionales. La salida de los Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud en medio de la pandemia de Covid-19, la guerra comercial contra China, las presiones sobre la Organización Mundial del Comercio, el abandono del Acuerdo de París, y el endurecimiento del cerco comercial contra Cuba y Venezuela, son algunos ejemplos del afán destructivo del magnate neoyorquino.
Si bien es cierto que la salud de la democracia liberal en general, y del modelo democrático norteamericano en particular, no está en su mejor momento, es exagerado afirmar que el régimen político vigente en aquel país se encuentre en fase terminal. El número de votos alcanzado por Joe Biden y Kamala Harris, la movilización de millones de estadounidenses, especialmente negros, para, democráticamente, sacar a Donald Trump de la Casa Blanca; son hechos concretos que contradicen los juicios compartidos por la profesora Karima Oliva Bello en un comentario de su autoría que el periódico Granma tuvo a bien publicar.
Como de costumbre, en lugar de una discusión seria sobre las consecuencias del ascenso del populismo de derecha en varios países del mundo —representado no solo por Donald Trump, sino por Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdogan, Rodrigo Duterte o Andrzej Duda—, Granma optó por la publicación de un escrito muy a tono con algunos de los «11 principios de la propaganda».
«Las “democracias” liberales —apunta la columnista—, son una alternativa en decadencia». Y agrega que copiar su modelo agravaría «las contradicciones de la sociedad contemporánea en términos desfavorables para la mayoría de cubanas y cubanos». Por desconocimiento o por el carácter meramente propagandístico de su texto, la profesora Karima hace un esfuerzo para igualar la democracia liberal, que es una forma de gobierno, con el liberalismo económico, doctrina que en esencia defiende el desarrollo por medio del libre mercado y la reducción del intervencionismo del Estado en la sociedad económica.
Además de ocultar las fuentes de las que emanan sus apocalípticas conclusiones, la comentarista Karima Bello no ofrece la definición de lo que entiende por democracia, máxime cuando sentencia que las de cuño liberal en su conjunto, a partir de lo sucedido en Estados Unidos, no son una alternativa.
Vale decir que, no apenas la liberal, sino cualquier democracia, nunca ha sido la ruta a seguir por quienes —desde disímiles puntos del espectro político— abrazan banderas y prácticas autoritarias que emulan con los despotismos que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia.
Cuando el tema de discusión es «democracia», se debe ir más allá de la crítica a los déficits, desvíos, injusticias e incluso aberraciones que se repiten con menor o mayor intensidad en los modelos realmente existentes. Uno de ellos es el mexicano, tan o más violento, corrupto e injusto que el estadounidense, y al que, por cierto, la doctora Oliva Bello no ha dedicado ni uno solo de los análisis que le publica Granma. Los lectores cubanos agradecerían un buen artículo sobre porqué el modelo político montado por el Partido Revolucionario Institucional fue tildado de «dictadura perfecta», y cuántos de sus vicios han llegado a nuestros días.
En su deseo de dar el empujón definitivo para que la democracia liberal se desbarranque, la comentarista devela que el lei motiv de su escrito no es reflexionar sobre la crisis de las democracias contemporáneas, sino deslegitimar a los que hemos afirmado, y mantenemos, que no existe democracia sin Estado de derecho y sin reconocimiento del pluralismo político.
Para el politólogo español Juan Linz, la democracia es un régimen político en el que se distinguen, entre otros aspectos, la existencia de un pluralismo político responsable, fortalecido por la autonomía de los diversos actores y sectores económicos, de la sociedad y de la vida interna de las organizaciones. En el plano ideológico, prevalece el compromiso intelectual con la ciudadanía y con las normas y procedimientos de contestación de las decisiones del gobierno.
A los anteriores se suman el respeto a los derechos de las minorías —políticas, ideológicas, nacionales, étnicas, por color de la piel, identitarias, de orientación social no heteronormativas, etc.—, la defensa del Estado de derecho y la valorización del individualismo. Sobre esto último, suscribo el parecer del escritor y teólogo brasileño Leonardo Boff, quien aboga por alternativas al individualismo que rechaza cualquier iniciativa construida colectivamente, y al colectivismo que ignora las características, singularidades y aspiraciones de cada persona, del otro.
La participación, prosigue Linz, se produce por medio de organizaciones generadas de forma autónoma desde y por la sociedad civil, por sistemas de leyes que garantizan la competencia entre partidos políticos, y la tolerancia a la oposición pacífica y respetuosa del orden legal que reconoce su existencia y su participación en la vida social y política del país. Por último, el investigador agrega la realización de comicios libres dentro de los plazos constitucionales y el Estado de derecho para elegir a los máximos líderes de los poderes ejecutivos y a los representantes parlamentarios.
A esos principios, Robert Dahl añade la libertad de expresión, la existencia de fuentes alternativas de información y la ciudadanía inclusiva, también necesarias para la existencia de la democracia.
Sin embargo, ni las constituciones, ni el funcionamiento de los órganos representativos (parlamentos), ni los procedimientos (leyes, mecanismos, ritos) que rigen el funcionamiento de las instituciones del Estado y las relaciones de estas con la sociedad civil, son suficientes para declarar el carácter democrático de un régimen. No debe olvidarse que por medio de estas formalidades, no pocos regímenes autoritarios de diverso pelaje, incluso socialista, se disfrazan de democracia y como tal se presentan ante la mirada incrédula de sus propios ciudadanos.
Para evitar ese engaño, el politólogo marxista norteamericano Charles Tilly sugiere que a los aspectos señalados por Linz, Dahl y otros pensadores, hay que agregar el análisis de los procesos en sí. La perspectiva de Tilly no significa una ruptura con el liberalismo democrático, sino su complementación y, por qué no, su superación, al menos desde lo normativo. A diferencia de sus colegas liberales y de los académicos e ideólogos afines al marxismo soviético, Tilly no entiende la democracia como un estadio o régimen consolidado o finalizado, sino como un proceso dinámico en el que pueden acontecer avances y retrocesos.
El estudioso distingue el proceso democrático de las normas legales, los procedimientos y de lo bien o mal que los parlamentos representan los intereses de la sociedad. A tenor con ello, afirma que cualquier análisis acerca de la democracia debe tener en cuenta al Estado, a los ciudadanos y la relación entre ambos. Por tanto, un régimen podrá considerarse democrático siempre y cuando las relaciones políticas del Estado y la ciudadanía se basen en procesos consultivos amplios, vinculantes, igualitarios y protegidos de las arbitrariedades. Con todo, si el Estado no lleva a la práctica las decisiones adoptadas durante los procesos consultivos, ni sanciona a quienes incumplen con lo pactado, el régimen no podrá denominarse democrático.
Aunque valiosos, poco parece probar que los debates convocados por el gobierno en 2011 para la discusión de los «Lineamientos de la Política Económica y Social» aprobados en el VII Congreso del Partido, y los del 2018 como parte del proceso de reforma constitucional que resultó en la promulgación de nuestra actual Carta Magna, tuvieron carácter vinculante.
Recuérdese que en una de las sesiones del Parlamento destinada al análisis de los cambios, supresiones e inclusiones al proyecto Constitucional resultantes de la consulta a la ciudadanía, el diputado Homero Acosta explicó que la propuesta de establecer el voto directo y secreto para elegir al presidente de la República fue de las que mayor porciento obtuvo, pero que no sería acogida porque contrariaba «nuestros principios». Jurista militar de profesión y secretario del Consejo de Estado, Acosta nunca explicó cuáles eran esos principios y cómo la elección directa del jefe de Estado los pondría en peligro.
No obstante, al permitir que el reconocimiento legal de las uniones entre parejas del mismo sexo quedara fuera del nuevo texto constitucional, la Asamblea Nacional del Poder Popular sugirió que el conservadurismo social y religioso, contrario a que un segmento de la ciudadanía ejerza un derecho humano elemental, sí parezca compatible con la visión del mundo de la mayoría de los diputados.
Al ser convocados exclusivamente por el gobierno y coordinadas por las organizaciones sociales y de masas —que funcionan como sus poleas y corrientes de transmisión—, de no poseer carácter vinculante, de inhibir la participación de voces críticas o contrarias al modelo social vigente en Cuba; los procesos consultivos de 2011 y 2018 están más cerca de lo que los profesores Boagang He y Mark Warren han denominado «deliberación autoritaria o autoritarismo deliberacionista», un concepto que bebe de la tradición del consultivismo leninista.
Según las investigaciones desarrolladas por estos académicos en China, la deliberación autoritaria, que no es otra cosa que un debate público convocado y controlado por el gobierno, es fuente de retroalimentación para las autoridades y ayuda a medir el apoyo de los ciudadanos a las políticas del gobierno. Al crear la impresión de que los criterios de la ciudadanía impactan la toma de decisiones, la deliberación autoritaria se inscribe como un tipo de acción comunicativa estratégica que puede reforzar el carácter autoritario del régimen político, pero también —venga la esperanza—, contribuir a democratizarlo.
Tras advertir que las democracias liberales son una alternativa en decadencia y que copiar ese modelo agravaría las contradicciones de la sociedad contemporánea y afectaría a la mayoría de las cubanas y cubanos, Karima Bello agrega que «al margen del socialismo, cualquier intento por democratizar más muestra sociedad, no encontrará condiciones de posibilidad para realizarse y será una apuesta fallida de antemano».
¿A cuál socialismo se refiere la autora? ¿Al que recientemente encareció no solo los servicios de agua, electricidad, transporte y gas, sino también el acceso a los teatros, cines y museos? ¿Al que mira con sospecha y se empeña en desarticular casi toda iniciativa que surge al margen del PCC y defiende su derecho a existir? ¿Al que aplazó la elaboración y promulgación de las leyes en que la ciudadanía se apoyará para la defensa de sus derechos ante arbitrariedades cometidas por funcionarios del Estado?
Si en algo coinciden liberales y marxistas, es en que la libertad de los seres humanos depende, entre otros factores, del control que estos tengan sobre los medios de producción y, consecuentemente, de su participación en la toma de decisiones sobre los asuntos de interés que afectan su existencia. Desde esa premisa es posible identificar no solo las luces y sombras de las democracias liberales, sino también cuestionar en qué aspectos los llamados regímenes socialistas de Estado han sido o no su superación.
Al referirse a la experiencia de la Unión Soviética —referencia del modelo que Cuba adoptó en la década del setenta— el sociólogo ruso Boris Kagarlistky afirma que no basta lo que diga la constitución para que la propiedad estatal sea realmente de todo el pueblo. Se necesita el control social democrático sobre los medios de producción y la administración pública, así como la participación de las masas en la discusión e implementación de las decisiones.
¿Cuán democrático fue el socialismo cubano si, como plantea Kagarlistky, el ejercicio de la democracia socialista requiere de instituciones democráticas del poder del pueblo definidas, tanto indirectas (Parlamento, sistema multipartidario, prensa libre, elecciones libres), como directas (autogobierno local y económico, sistema de participación sindical en la aplicación de las decisiones económicas-administrativas, entre otras)?
La democratización florece en el marco de un proceso de igualdad política que exige la integración y participación de toda la sociedad. Por ello, la demonización del pluralismo político, vinculándolo a la turba de fanáticos que invadió el Capitolio de Washington, es un reduccionismo burdo que al mismo tiempo explica por qué la autora de esas palabras, en lugar de presentar su alternativa a los valores de la democracia liberal, no llega más que a la repetición de alegaciones y vetustas consignas que alimentan la cortina de humo con que se pretende cubrir el tufo neoliberal de un paquete económico que va más allá del ordenamiento monetario que el gobierno implementa en Cuba.
A los voluntarios y «asalariados dóciles al pensamiento oficial», léase portavoces oficiosos y defensores acríticos del poder, Charles Tilly les recuerda que es la lucha popular, no las ideas y discursos de los gobernantes, la que construye, sostiene y defiende la democracia. De ahí el silencio de los que, al amparo del poder omnímodo del Estado cubano, se presentan como los más fieles guardianes de un concepto de Revolución en el que los ideales de la gesta de 1959 se igualan a los actos del actual gobierno; en contraste con las voces de los miles de ciudadanos que desde las paradas, los centros de trabajo, las redes sociales digitales y los sitios web de la prensa, exigen la revisión de los exorbitantes aumentos de precios y la reversión de la medida que de un plumazo eliminó el pago por antigüedad a los trabajadores de la Educación.
Aunque la decadencia de las llamadas democracias populares quedó demostrada cuando el mundo contempló atónito la caída el Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, dos años y catorce días después; el carácter no democrático de los regímenes de corte soviético ya era evidente. En 1985 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe habían escrito Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia; en ese libro y en algunos de los que sobre todo Mouffe ha concebido posteriormente, se defiende una alternativa progresista al socialismo de Estado.
Resulta difícil resumir en pocas líneas el contenido de una obra tan abarcadora, pero se puede afirmar que para ambos autores la radicalización de la democracia no significa renunciar a todos los principios del liberalismo democrático, sino ampliarlos hasta donde sea posible. Ellos deliberan que ideales como igualdad, libertad, tolerancia, derechos humanos, Estado de derecho, entre otros, han sido de los mayores legados que nos dejó la Ilustración y fuente de inspiración de las más importantes revoluciones sociales de la historia.
Lejos de lo que suele afirmarse en las páginas de Granma y en medios digitales oficiosos, el capitalismo liberal —modo de producción— y la democracia liberal —régimen político—, no son sinónimos. Para los que hemos tenido oportunidad de acompañar las actuales luchas de los pueblos latinoamericanos por la conquista de nuevos derechos y preservación de los ya ejercidos, no hay dudas de que la democracia, como sugiere Charles Tilly, es uno de los instrumentos que usan los menos poderosos en su disputa contra los más privilegiados. Dos ejemplos de ello: la reciente aprobación en Argentina de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, y la victoria de Luis Arce en las elecciones de Bolivia.
En el caso de Cuba puede citarse la entrada en vigor del Decreto-Ley 373 que legalizó la figura del creador audiovisual y cinematográfico independiente, la inclusión de representantes de organizaciones animalistas en el equipo de trabajo coordinado por el Ministerio de la Agricultura que elabora una norma jurídica de bienestar animal, y el aplazamiento de la reglamentación del polémico Decreto 349 (de las contravenciones en materia de política cultural y sobre la prestación de servicios artísticos y de las diferentes manifestaciones del arte), han sido modestas victorias de una parte de la ciudadanía cubana que ha demostrado disposición para ejercer sus derechos.
En 1975, el economista marxista polaco Wlodzimierz Brus advirtió proféticamente que «no puede haber socialismo victorioso que no practique una democracia completa». Si el socialismo es la alternativa a la democracia liberal en todos los sentidos, demuéstrese en la práctica y no apenas con consignas vacías, dogmas, las promesas de prosperidad y los llamados a tener fe en nuestros dirigentes. Para un agnóstico como yo, casi seguidor de Santo Tomás Apóstol, creer sin ver, o creer porque sí, puede convertirse en un dilema existencial.
Para contactar con el autor: alex6ph@gmail.com
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