En el mundo moderno se ejercen de manera cada vez más multidireccional los mecanismos del poder y el control social, pero esto no significa una democratización de la sociedad como aseguraban muchos visionarios a inicios de siglo. Somos testigos de cómo el entorno infocomunicacional altera la realidad para mostrar una imagen distorsionada de la misma, de acuerdo a intereses que no siempre coinciden con las inquietudes de a quienes va dirigido el proceso comunicativo.
El abismo existente entre la agenda pública y la mediática parece por momentos casi insalvable. La transparencia en la era de la postverdad queda de tarea pendiente para nuevos mitos civilizatorios.
Sería demasiado utópico, por no decir descabellado, soñar con un sistema de comunicación efectiva sin mediaciones. Las mediaciones son regulaciones hasta cierto punto necesarias que condicionan los contenidos de acuerdo a una política editorial, normas éticas de la profesión o necesidades informativas de las audiencias.
Lo preocupante es cuando toda esta estructura se convierte en portavoz del discurso hegemónico y no actúa como nexo entre las exigencias y aspiraciones del pueblo y quienes ejercen el poder desde las altas esferas. En este sentido surge un proceso de despersonalización donde las grandes masas populares no son vistas por sus gobernantes como seres pensantes sino como un gran rebaño de ganado movido por instintos primarios.
La dominación como concepto necesita del control, del miedo, del olvido y la resignación, en diferentes dosis, de acuerdo a circunstancias. Son instrumentos de poder y sus instituciones representativas las utilizan todo el tiempo: los organismos de inteligencia de los estados articulados a las fuerzas armadas, la industria de la información y la cultura, las iglesias e incluso las universidades participan activamente en esta construcción social.
Los objetivos últimos buscan destruir el espíritu crítico, desnaturalizar la memoria colectiva, modificar la opinión pública, confundir, crear una cultura de sumisión exhibiendo la fuerza del Estado y la imposibilidad de cambiar el orden establecido.
Las sociedades de consumo necesitan dos requisitos fundamentales con vistas a mantener el status quo y el control sobre las masas. En primer lugar, el mercado tiene que vender como norma básica de recuperación de la inversión en presupuesto salarial y otros gastos sociales y por tanto requiere de un entorno comunicativo favorable, propicio para que las personas compren por montones los productos que llegan a los supermercados sin siquiera pensar si son realmente útiles. Así circula el dinero como base de la concepción capitalista mercantilizada de la sociedad.
Por otra parte, con el objetivo de asegurar la efectividad del mensaje publicitario, también precisa de conocer cómo dirigir sus campañas hacia ciertos públicos, qué sectores poblacionales son más susceptibles a ser influidos y los efectos finales en el subconsciente del individuo. Entonces el papel de los medios se vuelve netamente mercantil y propagandístico, reflejando que la felicidad y el éxito le serán conferidos solo a aquel que subordine sus formas de vida a patrones de dominación perfilados de antemano.
Esto lógicamente no es el único de los factores que determinan el estado de equilibrio psicosocial. Las industrias culturales crean los estereotipos, los medios los difunden, el mercado los vende y las personas los siguen. Detrás de este esquema aparentemente simple, existe un andamiaje bien articulado destinado a que este modelo funcione y se reproduzca en el tiempo, para lo cual utiliza reglas conductistas del comportamiento humano que lo convierte en una variante muy predecible.
Al respecto, el reconocido lingüista norteamericano Noam Chomsky en su investigación del año 2007 El control de los medios de comunicación argumenta que los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos, no deben organizarse. Siguiendo esa línea llega a la conclusión de que la crisis de la democracia se da cuando grandes segmentos de la población se organizan de manera activa para participar en la política.
Además agrega que el grado de alienación de la población hacia las instituciones democráticas es enorme. De ahí la importancia de que la población este atomizada, absorbida en el mundo del consumo.
Cuando el individuo y la colectividad asumen los valores culturales del sistema se da una retroalimentación entre ambos. Es en ese momento que la cultura de un sistema opresor se consolida como dominante sobre la base de la degradación social que se expresa en alienación, individualismo y rebeldía.
Relacionando estas características con los estereotipos de las series de moda, podemos apreciar que no son un inocente espacio de entretenimiento como se nos quiere hacer creer sino un medio consciente de asimilación de los valores deseados para la dominación, ya que la forma de dominación más efectiva es aquella capaz de penetrar en el imaginario del oprimido sin que este lo perciba siquiera, mientras lo asume como algo natural.
La realidad existe independiente del contenido de los medios, pero cuando es invisibilizada sistemáticamente por un cúmulo de discursos “autorizados” que alegan algo diferente, esta queda reducida a un hecho más de la vida cotidiana sin la trascendencia o la pertinencia suficiente para aparecer en primera plana ni opciones de cambio más allá de los marcos comprimidos de la comunidad o la ciudadanía.
Obtenemos entonces, un individuo maleable, desinformado e inconsciente de su condición de explotado o en una imagen abstracta de lo absurdo se identifica con un hámster corriendo en su rueda tras el pedazo de zanahoria, demasiado preocupado en intentar conseguir un poco de comida como para darse cuenta de lo imposible de su propósito.
La figura del poder realiza su actuación de dominio y autoridad al mismo tiempo que trata de mirar tras la máscara del subordinado, para leer sus verdaderas intenciones. La dialéctica de ocultación y vigilancia que abarca todos los ámbitos de las relaciones entre los débiles y los fuertes ayudan a entender los patrones culturales de la dominación y la subordinación.
Las tecnologías de la información y la comunicación provocan el transporte instantáneo de los discursos del poder, su reproducción y consolidación como sistema. La noticia se entrelaza con la opinión, se maquilla y manipula, se ocultan datos e intencionalmente se confunden los fines. Las luchas se silencian o se atacan, mientras el poder actúa a través de sus vasos comunicantes identificados comúnmente con la justicia y la represión. Se va moldeando el pensamiento único, la dictadura del mercado y el control digitalizado de la sociedad.
Así mismo, se fortalecen y compenetran cuando los gobiernos o empresas buscan el apoyo mediático a cambio de rentabilidad. En Europa, por citar un ejemplo, las empresas fabricantes de armas vienen fusionadas con grandes consorcios de la comunicación, creando de esta manera una terrorífica combinación que al dividir al mundo entre el bien y el mal enfrenta a pueblos e incentiva los fundamentalismos y la violencia valores propicios para la venta del material bélico que producen.
La política como institución salió de los clásicos espacios públicos e incluso de los programas políticos para insertarse en los programas de diversión, en las telenovelas, en cortos populares, en los noticieros. Ahí es donde se forma la conciencia popular, la ciudadanía, el electorado que debe ser convencido para votar por uno u otro candidato, que utiliza la televisión y el Internet como una manera de liberar tensiones.
La mejor forma de resistencia está desde la cultura. Con ella se conquista la libertad ante el pensamiento único, contra la cosificación y lo grotesco de la mercantilización del mundo.
Ante la usurpación del pensamiento crítico y la exportación de modelos culturales, acelerada por el proceso de globalización, tal pareciera que el capital se encuentra a un paso de apoderarse del ser humano y confinar las esferas subconscientes de su pensamiento a la categoría de mercancía sujeta a las leyes de la oferta y la ganancia simbólica. La respuesta está en la resistencia al culto de la autocomplacencia y otros pasadizos de ese laberinto que es la contemporaneidad. En el centro aguarda el minotauro listo para embestir a todo aquel que se acerque.
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