Este martes Estados Unidos volvió a incluir a Cuba en la lista de países que no colaboran contra el terrorismo. Es esta una designación extremadamente importante desde el punto de vista legal y político, con ramificaciones que afectarán al gobierno en La Habana y a la ciudadanía. La medida demuestra la inexistencia de una política consistente hacia el país caribeño por parte de la administración Biden, que continúa sin cumplir su promesa electoral de normalizar las relaciones bilaterales y mantiene la retórica hostil que promovió la presidencia de Donald Trump.
La inclusión se hace, una vez más, sin aportar evidencia sobre cómo el Estado cubano apoya acciones terroristas o que puedan poner en peligro la estabilidad de su vecino del norte. También llama la atención el carácter arbitrario de los países listados, con un criterio de selección subordinado a intereses más económicos y políticos que de seguridad.
La decisión no solo restringe el espacio para la diplomacia entre ambas naciones, sino que sostiene una tensión política que dificulta las posibilidades de un proceso de diálogo entre ambos gobiernos. También obstaculiza esfuerzos internacionales para aliviar la actual crisis económica y mediar en la compleja situación de derechos humanos en la Isla. Por último, brinda una justificación al gobierno caribeño para mantener prácticas autoritarias como supuesta «defensa» ante la agresión extranjera.
En materia legal, la designación de un Estado como patrocinador del terrorismo influye en dos áreas: las sanciones y la soberanía. Activa controles de exportación para artículos que necesita el pueblo cubano y restringe el acceso al alivio de deudas y al financiamiento internacional. Además, elimina un derecho del que gozan todos los estados soberanos: la inmunidad ante las cortes estadounidenses. Ese hecho convierte a la nación en vulnerable a demandas sustanciales.
Históricamente, la inclusión en la lista ha sustentado sanciones cada vez más severas que repercuten en la economía y, por tanto, en la población del país listado. Las empresas y organizaciones con sede en Estados Unidos pueden asumir que cualquier compromiso con Cuba estaría prohibido, incluso para actividades que técnicamente se permitan. Las firmas extranjeras pueden estar expuestas a acciones legales en Estados Unidos. A menudo el riesgo de ver manchada la reputación por estar vinculado a un país que forme parte de la lista es tan alto que muchas empresas evitan hacer negocios sin investigar los tecnicismos.
El anuncio contrasta con la expectativa de las últimas semanas sobre un posible cambio en la política estadounidense hacia Cuba. Señales tímidas de diálogo bilateral y un comentario sobre Cuba del presidente Biden al senador Bob Menéndez, parecían anticipar algún movimiento en el sentido correcto.
Si bien el gobierno cubano tiene prácticas de autoritarismo que afectan a la ciudadanía y se alejan de la búsqueda de consenso, el estadounidense, a pesar de su retórica pro-democrática, insiste en decidir por los cubanos el rumbo político de la Isla, con la actitud —también autoritaria— de provocar miseria como forma de castigo. Atrapados entre ambas fuerzas están 11 millones de personas como «daño colateral».
Todavía resuenan las palabras de Barack Obama en su visita a La Habana cuando vaticinó un futuro de esperanza, protagonizado por la ciudadanía y nadie más. La administración Biden se ha esforzado por mostrar que su política hacia el pueblo cubano es diferente a la que asumió Obama. Y tienen razón, es peor.
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