El bloqueo de Estados Unidos (EE.UU.) a Cuba emerge como leitmotiv en los 109 mil 884 kilómetros cuadrados de este archipiélago. El tema no escapa a ningún discurso político doméstico: aparece en vallas de las carreteras, en los spots de televisión, en libros escolares, en los titulares de la prensa estatal e independiente… Los cubanos parecemos almorzar y comer bloqueo, vivir y morir bajo su mantra.
Carlos Alzugaray conoce bien los hilos con los que se conduce esta política de uno y otro lado. Como ex diplomático cubano, desde 1961 ha representado al país en Argentina, Bélgica, Etiopía, Bulgaria y Japón. Asimismo, se desempeñó como asesor del canciller entre 1992 y 1994 y embajador de Cuba ante la Unión Europea. Máster en Diplomacia y Doctor en Ciencias Históricas, ha sido investigador invitado en el Programa Cuba de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore; en el Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Harvard, ambos en EE.UU., y en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, Italia.
Avalado como especialista en las relaciones Cuba – EE.UU., es también autor de dos libros sobre esta temática. Aunque se retiró del cuerpo diplomático en 1996, permanece activo en el ámbito académico y editorial. Actualmente imparte conferencias, escribe artículos sobre política internacional y se encuentra en proceso de edición de su obra Diplomacia imperial y Revolución, Premio Ensayo Casa de las Américas en 2013. A sus 79 años apuesta por que una normalización con EE.UU. puede ser posible, así como la construcción de una Cuba más plural y democrática.
En un artículo publicado en OnCuba, usted plantea que la Isla supuso un tema priorizado en la agenda de política exterior de la Casa Blanca entre 1960 y 1980. ¿Puede decirse que después de la Guerra Fría lo concerniente a Cuba quedó relegado a un asunto de lobby y estrategias electorales?
En la política exterior de EE.UU. influyen muchos factores, pero siempre resultan determinantes las élites del poder. El interés por Cuba en el siglo XIX fue geopolítico, los padres fundadores dijeron: «esto es nuestro». En 1902, EE.UU. logró lo que quería mediante el modelo «plattista» de la República, pero eso acabó con el triunfo de la Revolución. Por ello, no es de extrañar que en el propio 1959 se determinó no negociar con el Gobierno Revolucionario y poner en vigor una serie de medidas para lograr su derrocamiento.
En sus inicios la posición de Cuba se movió a tres niveles. Primero se buscó un acuerdo para que la Casa Blanca aceptara los cambios, lo cual fracasó porque EE.UU. no estaba interesado en negociar. Ahí surgió la idea del «cambio de régimen», que ha prevalecido a lo largo de los años y es la que existe ahora.
Cuba no tuvo otra opción que apelar a la resistencia y, más tarde, al desafío. Sin embargo —aunque no se reconoce explícitamente— este reto frontal al imperialismo, más conocido como la Revolución Tricontinental, fracasó con el asesinato del Che en Bolivia, para re-emerger de otra forma en la década de los setenta cuando Cuba envió tropas a África y apoyó los procesos revolucionarios en América Central.
Después de esa frustración de 1967-1968, Cuba se alió con la Unión Soviética (URSS), pacto muy conveniente para el país, que además coincidió con la ruptura del aislamiento diplomático en América Latina y el Caribe. La membresía y liderazgo de Cuba dentro del Movimiento de Países No Alineados ayudaron a frustrar las políticas de Washington en el plano diplomático.
Cuba acogió por primera vez la sede una Conferencia Cumbre del MNOAL en 1979. (Foto: Arnaldo Santos/Granma)
Con el fin de la Guerra Fría se resolvieron tres problemas que EE.UU. reclamaba como obstáculos fundamentales para normalizar las relaciones: la alianza con la URSS, la presencia de tropas cubanas en África y el apoyo a movimientos revolucionarios centroamericanos después del triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua. Sin embargo, no se pudo avanzar.
En 1989 Washington vetó toda negociación con La Habana. Sobrevinieron las leyes Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996), que codificaron el bloqueo e hicieron imposible su levantamiento por decisión ejecutiva. La política de «cambio de régimen» por medio de «medidas coercitivas unilaterales» quedó consolidada como centro de las acciones de Estados Unidos contra Cuba.
Hoy el panorama con el vecino no ha cambiado porque a nivel simbólico continuamos representando un desafío: el gobierno que no consiguen derrocar. Sin embargo, estoy seguro que los departamentos de Estado y de Defensa concuerdan en que conviene más a los intereses norteamericanos fomentar la cooperación entre gobiernos a través de un proceso de normalización, como acordaron Raúl Castro y Barack Obama en 2014.
Los cambios introducidos por Obama fueron históricos, pero el gobierno cubano los calificó de insuficientes. ¿Cree que se desaprovechó la oportunidad de un mayor acercamiento en ese entonces?
Es cierto que fueron insuficientes, pues las leyes apuntadas impedían ir muy lejos, pero también Cuba desaprovechó las ventajas que significaba la política de Obama porque no hubo consenso al respecto. Un sector dentro del gobierno lo percibió como una amenaza. El dogmatismo ideológico anuló muchas iniciativas que hubieran consolidado la apertura, mientras la burocracia frenaba los cambios aprobados. La excepción fue el MINREX, que viabilizó los avances en materia diplomática y avanzó en los contactos acordados con el Departamento de Estado.
El poco avance en materia económica tuvo su causa también en la ralentización de la reforma aprobada en el VI Congreso del Partido, en 2011. De haberse concretado los cambios que ahí se proponían, la normalización hubiera transitado por caminos más promisorios en lo económico.
Se temía que la atención de EE.UU. al emergente sector privado abriera un espacio de vulnerabilidad. Ya hoy ello se hubiera visto de otra forma, porque cada vez se acepta más al sector privado como lo que son: patriotas que se han quedado a echar para adelante este país. A la mayoría no le interesa el poder político, sino espacios de participación para prosperar en lo personal. Representan un sector al que el gobierno debería escuchar, como al fin parece estar haciendo.
Y no creo que la posición de Obama implicara eso que se ha designado con justeza como «cambio de régimen» que, por ejemplo, ha sido la política de Trump y ahora la de Biden. En su discurso en La Habana, Obama afirmó: «Nosotros no tenemos la capacidad ni la intención de cambiar el régimen en Cuba». Y ello es coherente con su política general de negociar con los adversarios. Esa fue su mayor virtud, aunque aquí haya quien le atribuya los más siniestros motivos.
Las promesas electorales de Joe Biden y su anterior desempeño como vicepresidente de la administración Obama apuntaban a un posible retorno de la normalización de las relaciones. ¿Por qué no ocurrió?
La no aplicación de esa política tiene un nombre y un apellido: el senador demócrata de origen cubano Bob Menéndez, aunque también ha influido el equipo de «guerreros fríos» que está alrededor del presidente. No es una camarilla de modernizadores como fueron los colaboradores más cercanos de Obama.
¿Pueden haber mediado los sucesos del 11 de julio en que este cambio de política no se concretara?
Nadie esperaba las manifestaciones del 11 de julio. Fue un estallido popular dado que el país había tocado fondo. Un año después no tenemos un informe de la Fiscalía General que diga cuántas personas salieron a las calles ese día y cuántas lo hicieron pacíficamente, porque en efecto, el gobierno acepta que hubo manifestantes pacíficos. Ello nos obliga a suspender el juicio sobre si fue «un golpe vandálico estimulado desde el exterior» —como afirma el gobierno ahora— o una manifestación pacífica de descontento popular. Probablemente, la verdad contenga elementos de ambas explicaciones.
A algunos manifestantes pacíficos no se les han seguido procesos judiciales, pero la imagen que queda es la de persecución y posterior acoso —que muchos consideramos arbitrario e ilegal— por parte de órganos designados para proteger la seguridad y mantener el orden. A eso contribuyó el artificio de «Patria y Vida» de Yotuel, invitado a la Cumbre de las Américas. Indudablemente, la imagen que se ha proyectado al exterior ha sido negativa y sirvió de excusa para que Biden mantenga muchas de las medidas dictadas por Trump.
Hay dos conceptos que deberían promoverse en nuestra sociedad: cultura cívica y esfera pública. La protesta pacífica pública debe formar parte de lo lícito y no ser reprimida injustamente. Debemos buscar la igualdad política de todos los ciudadanos y desterrar prácticas como la prisión domiciliaria por cuestiones políticas o los mítines de repudio. Creo en una esfera pública plural en la que los medios de comunicación expongan de manera crítica las problemáticas del país.
¿Cuánto han afectado las sanciones durante la pandemia?
Mucho. Han sido totalmente crueles y punitivas. Han hecho estragos en la actividad financiera y económica del gobierno cubano, con efectos muy negativos para la ciudadanía. Además, golpearon brutalmente al sector emprendedor al limitar la actividad turística.
La política es perversa porque —no nos engañemos— el recrudecimiento de las medidas coercitivas buscaba un estallido como el del 11 de julio, pero a fin de cuentas solo ha servido para que el gobierno cubano se libre de culpas. El gran costo del bloqueo se ubica en el plano político porque estimula la mentalidad de estado de sitio como factor justificante de la represión.
¿Qué implicaciones tiene la exclusión de Cuba una vez más de la última Cumbre de las Américas?
La inclusión de Cuba en las Cumbres de las Américas fue un reclamo desde sus inicios, pero especialmente desde el 2005, en la de Mar del Plata, Argentina. No fue hasta 2015 en Panamá, donde Washington, obligado por el resto de la región, tuvo que aceptar la inclusión de Cuba, que volvió a ser excluida con la llegada de Biden al poder.
La de Los Ángeles este año tenía como temas centrales salud y migraciones. En ambas esferas, todos los países le reconocen a Cuba un papel fundamental. Sin embargo, la administración Biden, que basa su política exterior en una visión global muy similar a la que tenía EE.UU. durante la Guerra Fría, se propuso no invitar a países con modelos políticos diferentes a los cánones de la «democracia liberal».
Aun cuando la crisis migratoria que enfrentamos está causada por la situación económica del país, no se puede obviar que las facilidades brindadas por EE.UU. para los cubanos estimulan este fenómeno. Debido a que Washington cerró los servicios consulares en La Habana, con la excusa de los oscuros «incidentes acústicos», se puso un alto al mecanismo de emigración legal aprobado por ambos gobiernos desde 1994-1995.
Aunque Cuba siempre ha preferido negociar la solución a los conflictos migratorios con EE.UU. por la vía bilateral, la situación actual lo convertía en un tema regional, que muchos países querían negociar en el marco de la Cumbre.
¿Pudiera interpretarse la exclusión de Cuba y las más recientes medidas de Biden como una especie de contradicción o es parte de la misma política?
La posición de Biden es una vuelta al pasado y, paradójicamente, significa seguir una directriz que se parece más a la de administraciones republicanas. Por añadidura, implica aceptar la cancelación de la política de Obama, de la cual Donald Trump se ufanó cuando firmó su Directiva sobre Cuba en junio del 2017 en Miami.
Mi pronóstico es que en el largo plazo la realidad obligará a Biden o a cualquier presidente demócrata a buscar una postura más cercana a la de Obama, a pesar de la política interna. Por una sencilla razón: no logrará nada de lo que se propone. En el orden interno, Biden tampoco va a perder mucho. Los demócratas ya tienen perdida la Florida y, es un hecho que va más allá del tema Cuba.
Lo que más complejiza el panorama es que la Isla no es una prioridad para EE.UU., salvo por el tema migratorio. Claro, si los republicanos vuelven a controlar la Casa Blanca en el 2024, podemos esperar que busquen aplicar nuevas medidas coercitivas, pero ya quedarían pocas opciones.
Mi pronóstico es que en el largo plazo la realidad obligará a Biden o a cualquier presidente demócrata a buscar una postura más cercana a la de Obama, a pesar de la política interna. (Foto: Mabel Torres/LJC)
¿Hubiera sido la Cumbre una especie de precedente para sentarnos a hablar de otros asuntos?
A partir de los acuerdos migratorios del 95, se mantuvieron conversaciones sobre el tema cada seis meses. El diálogo en torno a otras cuestiones como la seguridad aérea y la colaboración meteorológica nunca desapareció. En varias ocasiones el gobierno cubano intentó expandir estas conversaciones hacia otras temáticas como el medio ambiente o la lucha contra el terrorismo, pero siempre enfrentó reticencias, hasta que llegó Obama. El interés nacional de EE.UU. no debe ser otro que tener relaciones normales con la Isla. Por el lado cubano, el gobierno pudiera intentar acercar posturas con los emigrados y otorgarles mayores derechos y garantías.
Mucho se habla de los beneficios que recibiría Cuba de no existir un clima hostil con EE.UU., pero, ¿qué ventajas pudieran esperar el gobierno y el pueblo estadounidenses de una normalización con Cuba?
A nivel comercial, nuestra cercanía geográfica supone una gama de beneficios mutuos. Hay tres rubros de exportación cubanos que tendrían mercado en EE.UU.: el níquel, el tabaco y el ron. Los que probablemente más réditos obtengan sean los relacionados con el turismo: compañías aéreas, tour operadores y empresas hoteleras, además de que el ciudadano americano podría visitar Cuba con normalidad. Asimismo, el lobby agrícola o las empresas que manejan remesas se beneficiarían de una relación normal.
La colaboración en la industria disquera, cinematográfica o el deporte tendría un efecto muy positivo en la proyección internacional de nuestros artistas y atletas, quienes podrían firmar contratos sin mediaciones políticas. Esa experiencia puede extenderse al resto de empresas estadounidenses que tengan interés en los recursos humanos con que contamos, por ejemplo, los jóvenes que trabajan en el área de la programación y las ciencias informáticas.
El bloqueo significa el acceso vedado a un mercado muy poderoso, lo que limita las posibilidades de muchos sectores que ni siquiera hemos comenzado a explorar. Hay determinados círculos en EE.UU. que saben esto y quieren un cambio que les permita obtener ganancias.
¿Cómo vislumbra el escenario de las relaciones Cuba-EE.UU. en el futuro?
Las relaciones pueden mejorar de dos formas. La primera —y mi preferida— sería que la situación económica de Cuba alcanzara cierta prosperidad a nivel individual y colectivo a pesar de las sanciones. En ese panorama no deberíamos nada a nadie y nuestra posición a la hora de negociar estaría por encima de cualquier chantaje. Lo que describo me parecía muy posible hace unos años, pero ahora lo veo bastante utópico.
La otra posibilidad sería que en la élite de EE.UU. predominara una corriente racional que no percibiera la relación con el vecino desde el conflicto o la dominación. El escenario ideal incluye ambos factores, desde uno y otro gobierno.
Necesitamos sentar bases de confianza mutua y desterrar los estereotipos en torno a los cuales ha sido construida la relación cubano-americana: como la idea miamense de la venganza contra Cuba. EE.UU., como gran potencia, seguirá estando ahí. El camino para los cubanos será hallar una forma civilizada de convivencia sin hacer concesiones inaceptables para nuestra dignidad y autodeterminación como pueblo.
A corto plazo soy pesimista por primera vez en mucho tiempo, aunque sigo apostando por que una relación de cooperación es posible. Creo en los seres humanos y en la voluntad de lograr consenso. Por eso, a largo plazo soy optimista, aun cuando temo que no lo veré. Lo podemos lograr si Cuba toma el camino de la prosperidad, incluso con el bloqueo en vigor.
61 comentarios
Los comentarios están cerrados.
Agregar comentario