La primera foto que le hice fue un contraluz que me pareció decente. Después le pedí permiso y como no respondió, cambié de ángulo y seguí disparando.
—Voy a quedarme hasta que pesques algo —dije.
Quitó la vista de las ondas del río, del reflejo del manglar y de las nubes en el agua, para advertirme:
—Ahora tú te pones a buscar un pescado y no lo ves nunca. Entonces de buenas a primeras: ¡Ño, míralo ahí! Porque es así, es como la muerte: llega en el momento que él quiera y a la hora que quiera.
«Mi nombre es Sergio Pérez Torres, pero en La Marina tienes que preguntar por El Cangrejo, que es como me conocen por ahí».
Eso me lo dijo luego de tres horas de silencio, de caminar de ida y vuelta sobre el muro del Yumurí, de apuntar a una sombra en el agua que yo nunca veía, de disparar, de recoger la pita con la flecha, de sentarse únicamente para recargar la ballesta.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
El sol picaba durísimo, pero Sergio no se quejaba. Con su gorra de medio lado seguía buscando un peje. Viéndolo, me sobrepuse al calor y la sed. A su imagen y semejanza me convertí en cazador también, pese a la diferencia brutal de las dos opciones: yo iba detrás de su historia, él perseguía la comida de esa noche.
«Si yo te digo mi grado de escolaridad tú te caes para atrás. Yo lo que tengo es sexto grado. Llegué hasta octavo, pero eso es sexto grado. No pude estudiar por problemas familiares. Mi mamá me parió muy chiquita, a los catorce años. Somos cinco hijos y yo tuve que cargar con mi hermano y mi hermana que son los que me siguen. En ese momento mi papá era alcohólico, por suerte ya no. Hace como quince años dejó de beber después de una sirimba que le dio. Yo no estudié, pero soy una gente que ha leído mucho».
Me dice eso porque le pregunté a quién le compró la ballesta, y me dijo que la hizo él mismo.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Habrá pensado que no le creí, porque se rió y me dijo, acariciando el cabo tallado de la ballesta: «Yo soy como Da Vinci. La gente dice que Da Vinci fue un inventor: no, no fue un inventor. Da Vinci perfeccionaba los inventos que él captaba de otras personas».
Da una calada al cigarro. Mira unas burbujas que salen del agua. «Eso es una lisa, pero chiquita». Después retoma la idea:
«De todas las personas con las que he andado, yo capto lo bueno, no lo malo. Porque yo lo malo no lo capto por nada. Yo tengo mis lados oscuros como los tiene todo el mundo, pero los míos, no los de Periquito Pérez ni los de Ciclanejo. Yo capto lo bueno.
Soy un tipo que sé hacer de todo. Tengo un oficio que en cualquier parte del mundo es bien pagado: soy albañil. Dice la gente que de los buenos de verdad. Y soy zapatero, soy artesano, para qué decirte. Yo soy un tipo que le tira el ojo a cualquier cosa y te lo capto en cinco minutos».
(Foto: Néster Núñez/LJC)
—Y si no pescas nada hoy, ¿qué haces?
—Si no pesco nada ahora, agarro los botellones, las piedras de fosforeras, mis utensilios y echo a andar… ¡Fosforero, se llenan fosforeras! Y ya, vivo de eso. Vivo de esto y de aquello. Yo lo que no puedo es robar. Pero mientras pueda trabajar con mis manos, olvídate de lo demás.
La marea ha subido. «Últimamente se pesca más con la llenante que con la vaciante, cosa que no debe ser así», me ha dicho. Entonces hace un gesto para que lo siga. Dejamos el muro atrás. Se mete en un hueco entre los mangles. Hay un buen lebrancho dando vueltas, pero no le da el tiro. Se mueve muy rápido y profundo, detrás de la hembra, dice. Yo lo que veo es la estela que deja en el río. —¿Es eso, es eso ahí?, pregunto. Sergio sonríe. —Ya por ahí pasó. Está allá adelante. Pero ese regresa ahorita.
«El todo de un ballestero es la vista y la ecuanimidad», afirma. Ahí es cuando me río yo, sin malas intenciones, por la palabrita. Él se da cuenta:
—Te dije que yo tengo sexto grado, pero he sabido captar lo bueno. Quien me enseñó mucho de lo que sé sobre este oficio fue XXXX. De él aprendí a ser ecuánime, tener paciencia, esperar el tiro perfecto.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Manao fue uno de los primeros ballesteros aquí en Matanzas, un tipo increíble. Cuando armó su primera ballesta —artesanal, un pedazo de palo rebajado a machete, no como la de Sergio—, se fue para el río San Juan. Como trabajaba en comunales tenía unas cajas de madera que desarmó, les amarró piedras de distintos tamaños para que se hundieran, y empezó a tirarles.
Cuando le dio a quince o veinte se fue para el puente de la circunvalación, hasta allá entraban los robalos en aquel tiempo, y esa vez cogió cuatro. Los ballesteros que estaban ahí recogieron y se fueron. Sí, Manao era un tipo tremendo. Es, porque todavía está vivo, aunque tiene como noventa años.
—¿Y ya no entran robalos al Yumurí?
—Entran, pero pocos. En los cinco años que llevo dedicándome a la ballesta, yo no he visto un período más malo que este para los peces.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Indago si será por la contaminación y me dice que no:
—Aquí lo que lo jode todo es la malla: los paños, las tarrayas, los trasmallos. Si no hubiera tanta malla en esa bahía, aquí hubiera demasiado pescado. Lo que no se dan cuenta es que están interrumpiendo el ciclo reproductivo de los peces que entran aquí para desovar y aparearse. De casi todas las especies: de la jiguagua, del bocón, que es la sardina, del lebrancho, de los robalos… Y lo otro es que este río tiene poco caudal. El San Juan es más profundo y por eso entran más peces. Si aquí cogieran y dragaran el río, quince días después no te puedes meter en sus aguas, porque te come un tiburón.
Sergio escucha un chiflido, sale del manglar, lo están llamando. Corre para allá. Sube al muro. —Es un lebrancho mediano, dice bajito, apuntando ya con la ballesta, y dispara.
También disparo la cámara, en ráfaga con la esperanza de capturar algo de acción. Después paso a modo video. Capto el salto del pez en el agua, ensartado por la varilla en alguna parte. Sergio recoge la pita. Trae un lebrancho como de tres libras. Lo deja caer en la acera. El lebrancho sangra mientras salta y lucha por librarse. Es una escena muy dura a la que no estoy acostumbrado. Yo compro el pollo ya muerto, el cerdo hecho bistec, como la mayoría de nosotros. Pero allá afuera hay una realidad distinta. Entonces Sergio dice, contento:
—Yo soy un sobreviviente de verdad. Por lo menos, sin comer no me quedo. No soy millonario. Como mismo hoy tengo miles, luchados, no sucios, y mañana no tengo un quilo. Pero vivo en cualquier dinastía. Conmigo no hay nada de eso. Yo nunca me voy a morir de hambre.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
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