Estuve allí. Vi y escuché todo lo que se discutió en la reunión «Abelardo Estorino» del Ministerio de Cultura. Al principio, el ambiente estaría tenso, un poco nerviosos todos. Seguramente se dijo: «Este será un diálogo franco, abierto, sin cortapisas», que «nosotros estamos aquí para escuchar y también dar nuestros argumentos». Vi y escuché todo.
« ¿Qué hacemos en esta guagua?» –nos preguntábamos unos a otros los miembros del Consejo Nacional Ampliado de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), del oriente de Cuba, a quienes nos habían llamado, liberado de nuestros centros de trabajo por tres días, e informado que «a las nueve pasa un ómnibus por Bayamo que deben abordar para que participen en una reunión urgente en La Habana».
Llegamos una madrugada del 2007 bajo los confusos rumores de que un grupo de jóvenes, frente a Casa de las Américas, habían gritado: «¡Desiderio, Desiderio, nosotros también tenemos criterio!». En la mañana, allí estaban Abel Prieto, la doctora Graciella Pogolotti, mi coterráneo Arturo Arango, y otros destacadísimos intelectuales. Se dijo, con toda razón, que «la Política Cultural de la Revolución está fundada sobre las bases del diálogo», que «la Revolución siempre ha dialogado con los artistas y escritores».
Se hizo notar en la reunión lo de la Patria y la soberanía permanentemente amenazadas y que hay que defender. Que «el bloqueo, la pérdida de los mercados, aquella bronquita con los chinos, la caída del Che en Bolivia, la necesaria reconciliación con la URSS después de la Crisis de Octubre, la Ofensiva del 68» y, bueno, o malo, muy malo: el Quinquenio Gris.
Pero que «la censura del arte y la literatura es incompatible con la construcción del socialismo», frase dicha por el mismísimo Abel que encuentro anotada en una vieja agenda de la época. Un amigo me contó años después que algunas intervenciones de estudiantes del ISA le parecieron tan «fuertes», que esperaba a ver si los de la presidencia aplaudían y luego lo hacía él. «Nunca se sabe quiénes lo están mirando a uno en esas reuniones» -acotó.
Estuve ahí. Vi los sutiles gestos de aprobación cuando el discurso de alguien del auditórium coincidía con los criterios de la presidencia. Y al presidente del ICRT de entonces, anotar presuroso en la agenda. Escuché a aquel muchacho al que no dejaban trabajar en una emisora municipal de la provincia Guantánamo, donde vivía, porque había puesto musicales de Pedro Luis Ferrer y Frank Delgado.
Y yo protestando porque en el recién abierto canal de televisión en Manzanillo, sólo ponían películas clase C de Hollywood, y aquel 10 de octubre del 2005, el día de nuestra independencia, habían exhibido en Golfovisión el filme «4 de Julio», en el cual U.S. Army salva al mundo de una invasión extraterrestre, el día de «su» independencia.
Y Abel Prieto -otra vez Abel- alertaba sobre la globalización neoliberal y la exportación de su sustento ideológico a través de los productos culturales. Y aquella muchacha, organizadora del Festival de Invierno de Cine-Club de Santa Clara, preguntaba «¿por qué en Caibarién nos han dicho que en los recién inaugurados telecentros municipales está prohibido poner películas cubanas de los noventa para acá?». Estuve ahí. Nadie me lo contó. Estábamos en una escuela de cuadros de la UJC en Casablanca.
Estuve cuando discutimos, durante un receso en la reunión para merendar, aquella entrevista aparecida en un número de «La Gaceta», revista de la UNEAC, en la cual Juan Formell explica cómo los gerentes de los hoteles para el turismo internacional le dieron un golpe fulminante a las orquestas soneras y de música popular bailable dentro de la isla, después del boom de los noventa, porque les era menos costoso contratar a dos o tres reguetoneros con un background, que a una agrupación como Los Van Van o Adalberto Álvarez y su Son.
Los de la región oriental nos habíamos pasado 44 horas en un tren para llegar a la Biblioteca Nacional José Martí, sede del debate. «El reggaetón es “quítate el cerebro y mueve la cintura”» -dijo no sé cuál trovador al referirse a su uso en actividades culturales en las escuelas y auspiciadas por la UJC.
La inefable locutora Gladys Goizueta Simal, lamentablemente ya desaparecida, entonces jefa de programación de Radio Rebelde, trato de que entendiéramos que «es un género que le gusta a los jóvenes y no se puede privar al oyente de golpe y porrazo de lo que prefiere». «¿Dónde está el rap en nuestras emisoras? Nosotros lo que tenemos es una agencia de rap, no una agencia de reggaetón» -dijo otro. «Otra vez hubo bateo con la policía en el “Patio de María”. Hay agencia de rap, pero no de rock, que nuestro movimiento es mucho más antiguo» -comentó otro más.
Cuando regresábamos de cada uno de esos encuentros, nuestros compañeros, que nos esperaban en la Casa del Joven Creador de Bayamo –Manzanillo aún no tenía-, usaban una invariable broma: «Bienvenidos al mundo real».
Al mundo donde, con todo y la vocación dialogante del MINCULT, se formaba un alboroto incluso a nivel de secretario del PCC porque a un artista naif se le ocurrió relacionar al fongo –una variante del plátano vianda-, con José Martí, partiendo de la tesis de que si el ideario del Apóstol nos había salvado espiritualmente durante el llamado Período Especial, el fongo lo había hecho como alimento. ¡Y parecía que iba a tumbar la Revolución por haber pintado y expuesto tamaña conclusión!
Al mundo donde, a pesar de las presurosas anotaciones del presidente del ICRT, a la realizadora Georgina Mendoza, de Radio Granma, con 40 años en los medios, incluso como jefa de programación y directora y un currículo de ensueño, la forzaron a jubilarse en plenitud de facultades y le quitaron el proyecto artístico de su vida, únicamente por haberse enamorado e iniciado una relación con un cubano residente en Chicago, ex chofer de ambulancias que jamás hablaba de política.
Por eso digo que estuve ahí, en la reunión del 5 de diciembre en la sala «Abelardo Estorino» del Ministerio de Cultura. Lo vi y lo escuché todo aun desde mi improvisado estudio en Manzanillo. Y entiendo que el diálogo, sí, es necesario, porque la expresión es consustancial a la naturaleza humana y al ser social, y es el primer paso para la participación y la conciliación.
Pero es sólo eso: un primer paso que va durando muchas décadas, desde Palabras a los Intelectuales, sin que el sistema institucional acabe de dar el segundo paso luego de que Armando Hart impulsara su creación y sin la concreción resultante de cambios profundos, más allá de eventuales ornamentos.
Aún resuenan los aplausos y los vítores de los delegados en la última reunión, el reciente congreso de la UNEAC ante el discurso del Presidente de la República.
¿Cuánto ha cambiado el sistema de instituciones culturales y el ICRT desde entonces? ¿Cuánto han cambiado las empresas comercializadoras parásitas del talento artístico, por ejemplo? ¿Cuánto han cambiado las estructuras censoras en el ICRT y el MINCULT, dirigidos por el Departamento Ideológico del PCC desde que no podíamos poner a Pedro Luis Ferrer en la radio? ¿Han cambiado como resultado del diálogo o sencillamente han mutado hacia modos más sutiles de dar las mismas vueltas sobre el mismo tiovivo?
Yo estaba en Manzanillo el 5 de diciembre. Estaba en Manzanillo el 27 de noviembre y, de contra, con una crisis de artritis. Pero sé -¡si lo sabré!- que más allá de presuntos o reales vende-patrias, más allá de eventuales cínicos o confundidos, en la determinante mayoría de los participantes en el diálogo o la protesta, gravitaban esas preguntas sin respuestas concretas. Hasta ahora. Responder esas preguntas con hechos, con instrumentación, ejecución y participación consensuada, precisamente, es lo único que puede evitar que en el futuro.
(Más textos de Giordan Milanés)
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