Cuando hace varias semanas terminó la novela El rostro de los días, en mi familia, como seguramente sucedió en muchas otras, hubo opiniones encontradas. No a todos nos gustó el tratamiento de algunos temas, la manera en que se desarrollaron ciertas escenas o el desenlace de esta o aquella historia. Reunidas las tres generaciones que convivimos en casa, ofrecimos nuestros diferentes puntos de vista sobre aquel particular. Expusimos, debatimos y nada más. No hubo ofensas, exaltaciones o dueños de la verdad, solo una animada conversación en cuyas múltiples aristas diferíamos.
“La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia”, sentencia el sabio francés Jean Jacques Rousseau en su Contrato Social. Es por ello que quise empezar con el ejemplo personal esta breve reflexión sobre fenómenos privados que deberían darse en nuestra esfera pública.
Además de la sangre, el más fuerte de todos los lazos, las familias están unidas por el amor que se profesan. Las sociedades y sus miembros, por otra parte, lo hacen por circunstancias, historias, tradiciones, instituciones, leyes comunes, etc., además de por el sentimiento de arraigo hacia una misma nación. Entonces, añadido al amor familiar, entre los miembros de una sociedad debe cultivarse una virtud que es intrínseca a la condición de ciudadanos: la civilidad, como capacidad para convivir de manera respetuosa y considerada.
En las calles es frecuente escuchar que los cubanos no sabemos discutir, que perdemos con facilidad los estribos, como buenos productos de este verano perpetuo. Carecemos de cultura del diálogo, es la frase más comúnmente empleada. El pesimismo de tales sentencias es notable y parece querer remitir a una condición histórica de los nacidos en esta ínsula. Nada más lejos de la verdad histórica.
Basta darle una ojeada, por ejemplo, a los fructíferos años sesenta del pasado siglo, sin ir más lejos, para percatarse de ello. La nueva sociedad en construcción permanente producto de la Revolución del 59 fue rica en debates y polémicas –herencia tomada de la vieja República-, como toda obra que hace camino al andar, parafraseando a Machado. Las personas y las fuerzas –con las ideas tras ambas- que se unían a veces y pugnaban otras en torno a casi cada arista del edificio del nuevo poder, dejaron excelentes ejemplos del ejercicio del criterio.
Quizás la más connotada de todas, por su impacto en la economía nacional, fue la que se desarrolló entre el Che Guevara y Carlos Rafael Rodríguez, el primero en calidad de encargado de la industria nacional –al frente del Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA) y después como Ministro de Industria-, y el segundo como Presidente del INRA, enorme organismo con sede en el actual edifico del MINFAR donde se concentraron durante algunos años muchas de las funciones del Estado.
El debate entre las posturas de ambos, que también tuvo su manifestación en la prensa de la época, se materializó en la aplicación de dos sistemas de gestión económica que diferían en muchos aspectos, pero coincidían en el objetivo de buscar una gestión eficiente de la economía. Sus artífices y aquellos que se adscribían a una idea u otra línea, según cuentan algunos que aún están entre nosotros, se profesaban un profundo respeto y reconocían en el otro la valía.
También conocida y más mediática que la anterior es la polémica acontecida a finales de 1963 entre Alfredo Guevara, entonces director del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), y una serie de artículos publicados en la sección Aclaraciones, del periódico Hoy, dirigido por Blas Roca y que era el órgano oficial del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC), sustituto del antiguo Partido Socialista Popular (PSP).
Su eje giró en torno a la pregunta que daba título al trabajo que la desató: “¿Qué películas debe ver el pueblo?”. Como resultado de aquel debate, que se saldó -¡a Dios gracias!- de manera favorable para Guevara, quedaron textos y entrevistas posteriores muy interesantes no solo para conocer la configuración del poder y la convivencia de fuerzas distintas dentro de la Revolución, sino también todo lo que se refiere a consumo cultural y función social del cine.
De la década igualmente puede mencionarse la interesante polémica de mediados de 1966 en torno al pensamiento del teólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, entre el padre Carlos Manuel de Céspedes, desde la columna Mundo Católico, del periódico El Mundo; y el sociólogo Aurelio Alonso, desde El Caimán Barbudo y Juventud Rebelde.
También en fecha similar tuvo lugar en las revistas Teoría y Práctica, órgano de las Escuelas de Instrucción Revolucionaria, y Pensamiento Crítico, del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, un cruce de artículos sobre la enseñanza del marxismo y la utilidad o no de los manuales para ello. En ambas, el tono filosófico fue elevado y se esgrimieron argumentos sólidos para sustentar las ideas.
Sin necesidad de avanzar más se desmorona la idea pesimista sobre la incapacidad de los cubanos para dialogar con criterios diferentes. Dicho esto, hay también que reconocer que en tiempos recientes el ejercicio de la sana discusión y de la crítica como expresión del criterio han caído –dirán algunos que a causa del recrudecimiento del bloqueo, de la COVID-19 o del cambio climático- en el abismo de las descalificaciones y la poca ética. En espacios hasta entonces muy serios se ha hecho gala, como si de la cola de un pavorreal se tratara, de lo más grotesco del lenguaje de confrontación, que pretende separar constantemente a los cubanos en bandos antagónicos.
“Las causas no necesitan solamente razón: necesitan razón y cortesía, derecho y mesura”, dijo Martí con esa sapiencia espiritual tan suya. Quien defiende una causa es porque la considera noble y si la defiende a sabiendas de que no lo es, entonces su cinismo hace que no merezca más respuesta que el rechazo. Pero también merece repudio y demerito aquel que recurre a artilugios ruines, el que ataca al hombre y no a la idea tras él, quien miente, manipula y descontextualiza en nombre de una verdad que no lo es o que pierde sentido ante tal corrupción.
Como miembros de una misma familia, la de Cuba, todo compatriota debe tener no solo el derecho a manifestar lo que opina, sino también el deber de hacerlo si eso redunda en beneficio del resto. Una nación construida a partir de aquello que nos une con la pluralidad de voces nobles que hablan desde el disenso, debe ser la meta de nuestra República; tolerar lo diferente, una virtud de nuestros ciudadanos; y debatir con respeto y verdad, un premisa de quienes tienen en sus manos el arma del discurso público. Hoy no es halagüeño el escenario del debate, pero todo como el diamante, antes que luz fue carbón.
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