El período por todos conocidos como Revolución en el Poder cumple ya 60 años, casi la misma cantidad de tiempo transcurrido desde la intervención norteamericana de 1898 hasta el triunfo revolucionario de 1959. En algunos lugares el acontecimiento es celebrado a contrapelo; pero la mayoría de los cubanos lo reciben con escepticismo político y confusión. Y es que el mundo de la política se le presenta al cubano común como un laberinto, donde todos los caminos llevan a una trampa sin fondo. Por eso, este prefiere perderse en su destino personal, que tampoco lo lleva a ningún lado, pero que al menos es suyo.
El laberinto de la política cubana -sobre el que, a fin de cuentas, alguien debe intentar arrojar luz- parece arrojar solo dos opciones, que como unas Escila y Caribdis postmodernas lanzan sus dentelladas hacia nosotros: la continuidad o la ruptura. Se trata de una de esas encrucijadas ante las que la mayoría de la gente prefiere dar media vuelta y regresar a casa. Muchos nos preguntamos: ¿Por qué tenemos que elegir entre una continuidad y una ruptura cada cual más catastrófica que la otra? ¿Es que no existe el camino de la sensatez?
La mera continuidad del orden vigente, que se hace llamar a sí mismo Revolución, es una opción muy cómoda para muchos, pero suicida a largo plazo para los impulsos emancipatorios de nuestra historia. Por muchas razones, que también tienen que ver con el bloqueo y las agresiones del imperio norteño, en Cuba se instauró un socialismo organizado burocráticamente, un socialismo real en toda regla. Algunos creen que esa es la única forma de socialismo que realistamente puede intentarse en las condiciones de excepción en que vive Cuba. Sin embargo, se daría así la extraña paradoja de que para salvar el socialismo sacrificamos todo, incluyendo el socialismo mismo.
La simple continuidad es el fin de la Revolución Cubana, su sustitución por una ideología del pasado, de los mártires y de las efemérides. Hoy por hoy, el vibrante ideario de la revolución es achatado en la práctica hasta verse en el límite de convertirse en una ideología de clase dominante. No están muy lejos nuestros dirigentes de convertirse en una de esas clases dominantes que, muchas veces a lo largo de la historia, han vivido imbuidas en su propia ideología rosadamente clásica, engañándose a sí mismas sobre su verdadero papel explotador. Para llegar a ese escenario, solo falta que se corten algunas amarras.
Pero la ruptura tampoco nos trae otra cosa que espinas. A ella la presentan de muchas maneras distintas, por la derecha, por el centro socialdemócrata y por la ultra-izquierda, sin que nadie sea capaz de explicar cómo va a hacer esa Cuba rupturista para evitar caer en las garras de los grandes poderes transnacionales y de sus sátrapas miamenses. La historia ha demostrado que la gran burguesía norteamericana sigue siendo imperialista, y que solo renuncia a imponerse allí donde encuentra una resistencia tenaz. Cuba y su revolución han sido para ellos una piedra en el zapato, y no van a perder la oportunidad si un día ven abierto el camino para la venganza. Creer otra cosa es ser un iluso.
Además, ponerse radicalmente del lado de la ruptura implica casi siempre, para el que elige ese camino, perder el contacto con esencias fundamentales de la nacionalidad cubana. Algunos desde el comienzo, al prestarse para ser parte de un cambio de régimen orquestado desde Washington, toman el camino de los que traicionan a su patria. Pero incluso los que beben de las ideas de izquierda, y solo le encuentran defectos al proceso y a la ideología de la Revolución, olvidan que fue en ese crisol en el que se fundió el auténtico nacionalismo revolucionario cubano con las ideas de justicia social que aportó el socialismo. El ideario de la Revolución Cubana es un tesoro de símbolos irrenunciables, que junta en sí las luces de Martí y de Marx, y que se templó en la sangre de los valientes. No se le puede rechazar de un tirón.
Para salir de este laberinto solo parece haber una opción muy difícil: encontrar un equilibrio entre continuidad y ruptura. Los alemanes tienen una palabra, aufheben, que puede servir para explicar lo que habría que hacer. Hegel y Marx la usaron para expresar el proceso dialéctico, y significa algo así como levantar, en el sentido de conservar y superar al mismo tiempo. Aufheben es lo que debemos hacer: superar el orden y los dogmas que se reclaman hijos de la Revolución, conservando al mismo tiempo los horizontes e impulsos emancipatorios de esa Revolución.
La dirigencia cubana hace un tiempo pareció estar consciente de todo esto, y mostró algo de audacia al llevar a cabo un grupo de reformas muy necesarias. En la medida en que todavía pueda ser audaz para “cambiar todo lo que deba ser cambiado”, se puede decir que todavía existe la Revolución que ellos lideran. El problema está en la paranoia que se apodera de algunos sectores, que sienten que la ruptura es demasiada, y entonces la dirección vuelve a poner el acento sobre la continuidad.
Tal vez ha llegado la hora de darnos cuenta del daño que nos ha hecho el paternalismo, y de que una Revolución en la que la vanguardia siempre tiene la última palabra es solo media Revolución. Muchos cubanos tienen la percepción de que este socialismo que se intenta construir es un socialismo que le pertenece a la burocracia, que es de ellos, no de nosotros. Lo que se necesita es algo tal vez demasiado difícil: que por primera vez en mucho tiempo los cubanos decidan apropiarse de su Revolución y su Socialismo, para hacer de ellos propiedad efectiva del pueblo.
En la medida que la Revolución Cubana pueda dejar de ser lo que ha devenido, siendo a su vez ella misma, podrá seguir rompiendo su victoriosa proa contra las olas de la historia. ¡FELIZ ANIVERSARIO!
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