No por previsibles, menos descorazonadoras fueron las declaraciones de tirios y troyanos al concluir el proceso que llevó a la aprobación del código familiar sometido a referendo.
Por una parte, el acostumbrado discurso triunfalista oficial proclamó el resultado como muestra de apoyo popular a la gestión gubernamental. Se vislumbraba un aluvión de mensajes llamados a convencernos de ello, pero el ciclón Ian, con sus destrozos y las imprescindibles tareas de recuperación, impidió que esas aguas nos inundaran.
Por su parte, los más acérrimos opositores públicos al código (ciertos grupos religiosos ultrarradicales) publicaron un comunicado donde se proclamaron victoriosos contra el código; para demostrarlo establecieron una relación de igualdad entre abstenerse, votar en blanco o anular la boleta y oponerse al código. Así, lo que en otros países se considera formas de castigo a la gestión gubernamental dejó de serlo para convertirse en rechazo al código. Con tal de atribuirse un triunfo, se erigieron (¿consciente o inconscientemente?) en defensores de un gobierno que supuestamente impugnan.
Y a quienes estuvimos por la aprobación del código, sin importar signo ideológico, los ultrarradicales nos advirtieron en un comunicado que «lo mejor está por llegar». Por si no entendimos el mensaje, nos recuerdan: «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo! Hebreos 10:31».
El juego del gana-pierde
Unos y otros saben que la aprobación del código no significó, ni de lejos, apoyo a la gestión gubernamental. De hecho, muchos opositores se decantaron a favor de él. Denunciaron el proceso como un intento de presentarlo a la opinión extranjera como ejemplo de vocación democrática, pero entendieron que la derrota del código afectaría los derechos de muchos ciudadanos. Pusieron a un lado las discrepancias políticas y se alinearon en favor de los discriminados. Actuaron como ciudadanos.
(También es un hecho que, entre quienes apoyan al gobierno, por convicción o conveniencia, algunos estaban en contra del código, aunque callaran en público para no aparecer como opositores).
El código, a fin de cuentas, es un acto de justicia hacia ciertos grupos de la sociedad, y ni siquiera se debió llevar a votación popular, como muchos afirmamos públicamente.
El proceso de discusión popular (pasemos por alto el derroche de recursos financieros y logísticos que significó, en el peor momento posible para la economía) era una buena oportunidad de mostrar al país como avanzado en materia legal y democrática ante el resto de las naciones, y se aprovechó. En los discursos ante organismos internacionales, y en la propaganda nacional, los funcionarios gubernamentales se encargaron de reafirmarlo, no descubro nada al mencionarlo.
Como he comentado antes, la aprobación del código era un tanto a favor de quien lo promovió. Si se rechazaba, la oposición se mostraba como antidemocrática, y el pueblo como no preparado para la democracia. El triunfo quedaba asegurado.
Los más furibundos opositores al gobierno, los que se niegan incluso a reconocerlo como interlocutor en cualquier opción de democratización futura, se lanzaron, sin embargo, a un juego cuyo resultado, cualquiera que fuera, se revertiría en un triunfo para ese mismo gobierno que rechazan.
¿Tenían opción? Siempre la hay. Opositores más inteligentes la encontraron: Oponerse al gobierno, no a más derechos para más personas. Mostrar apoyo crítico al código. Aprovechar el espacio democrático, por estrecho que fuera, como palestra desde donde reclamar otros derechos o criticar determinadas realidades. Esto es: Actuar como ciudadanos.
Ciertamente, no todos entraron de forma irreflexiva al juego; algunos vieron en él la oportunidad de consolidarse como fuerza política influyente en el país: Son los enemigos no solo del matrimonio igualitario, sino también de la educación sexual, del aborto, del divorcio, del empoderamiento femenino, de las disidencias sexuales: los defensores a ultranza del patriarcado.
Con el proceso de discusión de la Constitución, los grupos religiosos opuestos de manera más radical al artículo 68 jugaron su propio juego, vencieron, y se alistaron para empeños mayores. Finalizado ese proceso, eliminado el artículo de la Constitución, crearon su propia estructura, anunciaron que seguirían su propio camino, y reclamaron el reconocimiento de las autoridades, aduciendo que la institución ecuménica reconocida por el Estado como interlocutora no los representaba.
La discusión del código familiar les facilitó la coyuntura esperada. Aprovechando la oportunidad proporcionada por el intento de desviar la atención de modo que el penal pasara inadvertido, se sumaron a ello y mostraron estar listos para empeños mayores. No pasará mucho tiempo antes de que comencemos a ver las campañas contra la educación sexual y el aborto…, y las que seguirán.
Quienes se sirvieron de esos grupos no deberían ignorarlo: El paso final es la disputa del poder. Ya se lo han arrebatado a los sectores religiosos más consecuentes con la verdadera doctrina, la del amor a los semejantes, y no se detendrán. En varios países lo han logrado; el nuestro puede ser uno de los siguientes.
La nación cubana, cristiana en su formación, pero nacida laica como república, puede llegar a convertirse en una teocracia, abierta o solapada, si esos grupos continúan fortaleciéndose. Las condiciones de miseria material en que vive una parte importante de la población es el mejor caldo de cultivo para ello.
Quien piense que esto es exageración, pregúntese cuándo se vio en nuestro país cultos religiosos con guardias de seguridad. Al menos un video en redes sociales los mostró en pleno funcionamiento, con vestuario identificativo incluido.
Ciudadanía en Cuba: ¿un camino vedado?
Los cubanos no tenemos idea del verdadero concepto de ciudadanía; al menos, no lo conocemos en la práctica. Es algo que se aprende haciendo, y nosotros nunca llegamos a aprenderlo del todo. Un golpe militar nos arrebató la posibilidad hace unos setenta años, cuando estaba en proceso de formación, y nunca retomamos esa vía. La sustituimos por ideologías de diferentes signos, y por ellas nos guiamos hasta hoy.
En 2004 tuve el honor de traducir el premio Casa de ese año, Ciudadanía en Brasil. El largo camino, de José Murilo de Carvalho. Confieso que me asusté al leer la introducción: ¡Aquel historiador estaba hablándome de Cuba! Casi nada de lo que para él era ciudadanía lo veía yo en mi país. «¿Qué somos?», me preguntaba mientras leía.
Desde entonces, no ha habido momento en que no me haga la pregunta. Pero ninguna de las respuestas posibles es tranquilizante.
La discusión del proyecto de Constitución primero, y del código familiar después, son la más reciente afirmación de que los estamos lejos de ser ciudadanos.
En estos momentos lo somos menos que nunca.
Las extraordinarias carencias de lo más elemental para la mayoría de la población, que obligan a millones de personas a invertir sus escasas fuerzas y gran parte de su tiempo en la lucha por la supervivencia, han llevado a que el motor que mueve a muchos en su cotidianeidad no sean ideas abstractas como «democracia», «elecciones libres», «representación ciudadana», ni siquiera «derechos» o «libertad de prensa y expresión», sino las muy concretas de cómo hacer para que los niños lleven merienda a la escuela, o cómo garantizar hoy el plato de comida a la familia.
Nuestra «ciudadanía» actual, alguna vez en construcción, se ha transformado en una ciudadanía del consumo. Quiero vivir, quiero comer, quiero vestirme. Quiero consumir alguna vez lo que otros consumen todos los días en razón del parentesco o la posición, en un país de pregonada igualdad.
(Foto: elTOQUE)
En tales circunstancias, había poco espacio para discernir qué objetivos se perseguían cuando se nos presentaba, con abundante visibilidad y despliegue propagandístico, un código tan moderno que parece hecho para un país nórdico, y a la par se deslizaban otros, entre ellos uno que insiste en mantener al país entre los más atrasados en derecho penal.
Cuando lo importarte es saber si levantándose uno de madrugada puede adquirir un poco de comida para alimentar a los hijos, no interesa cuál es el camino hacia la ciudadanía: Interesa la cola del pollo.
El antecedente constitucional
Con el proceso de discusión del código familiar se asistió a un extraño connubio entre los sectores más recalcitrantes de los dos polos principales de la confrontación política nacional. Uno pretendía hacer una demostración de fuerza; el otro, pasar por debajo del tapete un código que acaso podría llamarse «de la muerte» (como par del otro, llamado «del amor» por sus promotores).
Algunos lo afirmamos desde el principio: El contenido del código familiar nunca fue el principal objetivo de las campañas. Discursos, propaganda, discusiones o movilizaciones a favor o en contra, sumados a las carencias y miserias presentes en la cotidianidad del cubano, sirvieron para ocultar los verdaderos objetivos de unos y otros. Se repitió el experimento social realizado durante el proceso de discusión de la Constitución.
Si el artículo 68 no hubiera aparecido en el proyecto constitucional no hubiera ocurrido nada. Si solo hubiera declarado: «El Estado reconoce y protege a las familias, cualquiera que sea su forma de organización», como expresa la versión final, no hubieran existido las interminables discusiones que la redacción original provocó.
Pero entonces no se hubiera convertido en el gran distractor que fue.
Los grupos homofóbicos, dentro y fuera de las denominaciones religiosas, se lanzaron de inmediato contra el artículo. La atención se concentró en él. Elementos fundamentales para el ejercicio de la ciudadanía (reformas a la Constitución, libertad de prensa, de expresión, de manifestación pacífica, la concepción misma del Estado…) apenas fueron analizados. En las reuniones barriales casi no quedó espacio para algo que no fuera exponer criterios a favor o en contra del artículo 68, convertido en la estrella del momento.
(Cabría preguntarse a quién se le ocurre pensar que en una reunión barrial puede discutirse, con la seriedad y el detenimiento que el tema exige, un anteproyecto de Constitución con más de doscientos artículos, más incisos, y disposiciones especiales, transitorias y finales. La respuesta es obvia: Se le ocurrió a alguien no interesado en esa seriedad y ese detenimiento).
En mi criterio, la «derrota» del artículo 68 estaba pensada desde siempre. De otro modo no tiene explicación que, en un país donde tanto gobierno como opositores consideran hecho extraordinario la aparición de un cartel «disidente» en algún muro, donde la propaganda opositora es tenida como delito, y cualquier movilización contra una medida gubernamental es parada en seco de inmediato, las calles se vieran recorridas por grupos de opositores al artículo 68, en los centros religiosos se pronunciaran discursos en su contra audibles a cuadras de distancia, y en lugares públicos apareciera la consigna «Estoy por el diseño original», con el dibujo correspondiente.
Nadie fue molestado por los agentes del orden mientras realizaba tales labores de proselitismo contra el artículo 68. Si eso no se llama connivencia, no imagino qué otro nombre tendrá.
El artículo 68 no fue un «error táctico», como alguna vez oí afirmar. Cuanto sucedió alrededor de él era esperado. De otro modo no se explica por qué no se permitió la discusión del anteproyecto en espacios más apropiados que una calle, y en horarios que no compitieran con la telenovela de turno o la preparación de los hijos para dormir.
O por qué se impidió que los intelectuales expusieran sus puntos de vista en el seno de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y se acusara de elitistas a quienes insistieron en ello.
No, eso no fue error táctico: Fue una estrategia diseñada para obtener un objetivo preciso, para desviar la atención del contenido principal.
Quienes no estaban interesados en una discusión profunda obtuvieron el resultado esperado: Si bien la Constitución de 2019 es preferible a la de 1976, deja mucho que desear, y contiene elementos contrarios al concepto de Estado de derecho que proclama. En ese resultado fue fundamental el apoyo de los sectores ultraconservadores dentro de las denominaciones religiosas: Un verdadero matrimonio de conveniencia.
Algo similar al proceso constitucional, aunque no exactamente igual, lo vimos después, con la discusión del código familiar.
El sigiloso andar de un código
En un artículo anterior, afirmaba: «…admitamos en teoría que democracia verdadera es la aplicada con el proyecto de Código de las Familias. Entonces, ¿por qué no vale para el Código Penal?».
Se afirma que los hechos son testarudos. Y los hechos son estos: Mientras la atención de la población andaba distraída en la asfixiante avalancha de propaganda acerca de las bondades del código familiar (la parte de la atención que le dejaba libre la lucha por buscar cómo sustentarse, desde luego), se le daba forma definitiva al proyecto de código penal que aprobaría, en la misma sesión, la Asamblea Nacional.
Según la propaganda oficial, el código penal fue sometido al análisis de jueces y abogados de toda la nación, fue científicamente concebido, y coloca al país en la avanzada jurídica mundial. Pero en ningún momento, ni por asomo, su texto fue hecho circular de mano en mano, ni se promocionó su discusión según el método «más democrático del mundo» aplicado con el código familiar. Mucho menos se llevó a referendo.
La propagada aseguraba que la discusión popular del código familiar contribuía a la educación jurídica de la población. Si eso era así con el «código del amor», ¿por qué no suponer que la discusión del código penal era un modo de educar a la población sobre lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer desde el punto de vista penal? Quién sabe cuántos delitos se podrían evitar con esa educación.
Pero lo que valía para un código no valía para el otro. En una de las contadísimas referencias a él en la televisión, en los últimos segundos de una transmisión dedicada al familiar, el presentador preguntó, bajando la voz, si no era contradictorio que un código se sometiera a consulta popular y el otro no. No había contradicción, fue la respuesta inmediata, pues un código es del amor, y el otro es el que lo respalda. La sonrisa satisfecha del presentador puso fin al programa. Todo estaba ensayado.
El código familiar es mediático, porque contribuye a que la gente conozca sus derechos; el penal no, porque es su respaldo. Usted, que no conoce el contenido, debe imaginar que es tan propio de países avanzados, tipo nórdico, como el familiar.
Pero no es real la supuesta modernidad. Cierto, se ha adecuado en parte a lo que es común en el mundo civilizado, y deja sin efecto elementos como la figura delictiva de «peligrosidad», propiciadora de abusos e injusticias. Pero no va mucho más allá; al contrario, endurece algunas penas y, como muchos hemos señalado, aumenta el número de delitos condenados a pena de muerte, la mayoría de ellos relacionados con la seguridad del Estado.
Unos pocos ejemplos:
Condenar a penas entre seis meses y un año de prisión por promover el abstencionismo, en un país donde no es obligatorio votar, además de absurdo, no tiene nada de moderno, y sí de preocupante, sobre todo porque por «promover» se puede entender cualquier cosa.
Eximir de responsabilidad penal a «quien comete el hecho delictivo al obrar en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de su derecho, profesión, cargo u oficio» (artículo 27.1) no beneficia en nada a la posible víctima, por ejemplo, del disparo de un policía.
Y difícilmente se pueda considerar moderno un texto que alude al «deliberado uso abusivo de los derechos constitucionalmente reconocidos, con fines de subvertir el orden político, económico y social de la nación», otro absurdo que deja a los juzgadores un dilatado margen para la libre interpretación.
La pena de muerte es anticuada, retrógrada, y contraria a los derechos humanos y a los más elevados valores del humanismo. Para el cristianismo, es una violación de los mandamientos de su religión. El papa Francisco se ha pronunciado en ese sentido no hace mucho.
Pero nuestros diputados cristianos la aprobaron, al igual que los ateos.
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