Ahora que cada vez somos más los cubanos que caminamos mirando hacia abajo, como pensativos, como avergonzados, como cansados ya de tanto esperar y esperar y sin obtener casi nada, deberíamos aprender a observarnos más en esos espejos casi naturales que son los charcos.
Según lo imagino, después que Colón terminó de decir: «Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto», dio un paso para adentrarse en ella… y metió la pata en un charco, así que de nada vale culpar al sistema, al gobierno, a los funcionarios, a la pésima planificación urbanística, a la insuficiencia de sistemas de alcantarillado, a la falta de mantenimiento de las conductoras de agua potable, al terrible estado de las calles, los baches, los huecos, la desidia, la escasez de recursos, el exceso de lluvia en algunas temporadas, al bloqueo o al maldito clima, de la actual proliferación de charcos por todas partes; porque, en Cuba, el charco siempre estuvo ahí. Nunca se ha secado.
Para mí, y díganme romántico o atontado, los charcos son una fuente inagotable de belleza y aprendizaje.
Los gusarapitos, por ejemplo. Y las larvas de mosquitos. Y los huevos de rana en las orillas, entre el limo y las hojas descompuestas. Y los mosquitos crecidos, y las ranas comiendo y croando de noche, y los gatos hambrientos que a su vez se las comen… Todo eso he visto y, a veces, frente a ese flaco espejo de agua, me da por recordar que nosotros los cubanos, en los ochenta comimos ancas de rana, y en los noventa gatos (y hasta ratas, sin saberlo) y los mosquitos continúan comiéndonos a nosotros, por lo que es evidente que formamos parte de esos ecosistemas cerrados que son los charcos.
Ecosistemas, por cierto, bastante autosustentables. Y ahí, todavía agachado, me pregunto cómo es posible que en este país jamás se haya logrado la tan cacareada sustentabilidad alimentaria, y si me levanto de un salto y sigo mi camino un tanto asustado es porque me acuerdo que alguna vez los charcos fueron conquistados por las horrorosas clarias, con las que hacían picadillo y hamburguesas; aunque ya ni eso.
Cuando estoy cerca de un charco y veo que un niño lo atraviesa corriendo, o lanza un palo como jabalina, o lo utiliza para batear las aguas, pienso en la tranquilidad que en ese momento viven los padres porque sus hijos están creando anticuerpos, porque sus hijos están socializando con otros amiguitos, porque sus hijos no están perdiendo la vista y el tiempo y la salud frente a un Tablet o a una laptop mientras juegan a matar zombies inexistentes, a manejar carros fantásticos que en la realidad nunca tendrán.
Y cuando la madre pregunte: «¿Dónde andará el niño?, ya está oscureciendo…», pienso en la tranquilidad con que el padre le responda: «Dónde va a estar, mujer… ¿en el parque?, ¿en el área deportiva? Tú sabes que aquí en el barrio no hay nada de eso. El niño está bien, ahí, jugando en el charco de la esquina…». Lo que no sabe ninguno de esos padres es que en ese mismo charco sus hijos, quizás, estén aprendiendo a caminar sin hundirse, o a controlar a voluntad las aguas, a no temerles al menos, por si algún día deciden cruzar un río bravo o un charco realmente grande.
Son como espejos los charcos, pero más baratos, y nunca se rompen, no te traen siete años de mala suerte aunque continuamente le metas la pata. Y ya que los charcos van a estar en esta tierra, al parecer eternamente, deberíamos dedicar todo el tiempo que sea necesario a mirar en ellos nuestros rostros diversos, nuestros pensamientos diversos, hasta aceptarnos; y luego levantar la cabeza y continuar el camino así, como orgullosos, como valientes y decididos, de frente a la realidad durísima, sabiendo cada cual qué cosa hará para alcanzar sus sueños.
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