Siempre que pienso en mi niñez me sobrecoge una dualidad emocional: las remembranzas por un pasado feliz y el convencimiento de que muchos de los errores actuales tienen su raíz en aquel tiempo. Porque mi infancia —con uso de razón y memoria afectiva—, es de los setenta, una década que, lo sabría después, se caracterizó por la asunción de un modelo de socialismo brurocratizante, que estableció condicionamientos ideológicos y atropelló todo lo que no comulgara con sus normas: desde una ley económica hasta un pensamiento crítico.
Entre los recuerdos gratos están las actividades de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Los críticos acérrimos le negarán cualquier valor a esa organización y exagerarán su componente coercitivo de vigilancia. Los más jóvenes hoy, por lo general, solo escuchan de ella una vez al año, cuando se pide la cotización o en el caso de que necesiten un aval, o comprobaciones, para optar por ciertos empleos. Porque los CDR, como otras organizaciones, ha sufrido el mismo desgaste que el proceso revolucionario.
Fueron, sin embargo, mucho más que vigilar y cotizar. Los CDR implicaban a las personas con sincero entusiasmo en actividades que tenían que ver con el ornato y la higiene de los barrios, con campañas ciudadanas de bien público, como la recogida de materias primas y las donaciones de sangre, el apoyo a vecinos necesitados y festividades llenas de alegría.
Mi padre era cederista de corazón, y en mi cuadra de Jovellanos se tomaba muy en serio todo lo que proviniera de la organización. Y no era porque alguien viniera a arengar, o a exigir; el entusiasmo no se impone por decreto, a pesar de lo que puedan creer nuestros dirigentes.
Escucho la canción dedicada al aniversario sesenta de los CDR. Como ocurre en los últimos años es de Arnaldo y su Talismán, parece ser continuidad también. Su ritmo es muy parecido a las anteriores —¿continuidad ídem?— y su letra incita a «sembrar un pedacito de fe». La escucho y recuerdo la época en que los revolucionarios tenían confianza y entusiasmo, la palabra fe se relacionaba más con las creencias religiosas, que no eran populares por entonces.
Aun cuando a los CDR se entraba al cumplir los catorce años, los niños del barrio lo considerábamos cosa nuestra. No olvido los banquitos y las sillas que los vecinos llevaban para sentarse, porque la reunión mensual era muy nutrida. Ahí se chequeaba la guardia, cumplida con regularidad. Pocos ladrones se arriesgaban, sabían que se las verían con un dúo de vecinos que cuidaban cada cuadra.
Era un período en que los emergentes Órganos del Poder Popular (PP) —nacidos en 1974 como experimento en la provincia de Matanzas— se imbricaron con fuerza con la institución barrial, que era más antigua. Los delegados del PP recibían solicitudes de los CDR, acuerdos colectivos de los vecinos, para realizar obras de mejoramiento en las vecindades. Eso garantizaba materiales de construcción, mientras la mano de obra la ponían los cederistas con su trabajo voluntario.
De este modo vi fabricar las aceras y cementar una gran explanada polvorienta, bajo una gigantesca mata de mameyes, que sirvió de área de juegos infantiles y de zona de fiestas, sobre todo de la esperada en la noche del 27 de septiembre, vísperas del 28, día de fundación de la organización en 1960.
Los que no vivieron aquel momento, que incluye la década del ochenta, pensarán en la caldosa cederista como plato típico del 28 de septiembre. Una olla colectiva que surgió treinta años atrás y a la que los vecinos aportan cada vez menos ingredientes en la medida que la crisis del período especial se tornó endémica y más aguda por las erróneas estrategias de dirección del país.
Antes no era así. Antes, cada CDR de esta Isla disponía de una cantidad de cajas de cerveza y refrescos, un enorme cake y los ingredientes para que toda persona del barrio comiera una cajita con el típico congrí, yuca y carne de puerco asada. Ello se pagaba con el fondo reunido en la cotización. Incluso así, los vecinos tributaban especies y otros condimentos.
Desde el día anterior se nos surtía de periódicos y papel de colores, tijeras y goma de pegar. Y así, entre risas y anécdotas, y bajo el control de los adultos, los niños y jóvenes paríamos metros y metros de cadenetas, abanicos de papel y otros adornos. Junto con las banderitas, se llenaban los portales y las aceras y la cuadra amanecía engalanada. Era una competencia con otros barrios que todos deseábamos ganar.
Asar la carne al ritmo de la música, entregar las distinciones —mi padre siempre era vanguardia como donador de sangre—, organizar competencias infantiles para entretener a la enorme cantidad de niños del barrio (recordemos el boom de natalidad que tuvo lugar en los sesenta, que no permitía pensar en la posibilidad de extinción actual)… todas son imágenes que conservo.
En una vecindad donde coexistían casas de buena apariencia, otras más humildes e incluso una enorme ciudadela, que todavía existe; y en la que hubo, como es normal, desavenencias entre vecinos, tales costumbres se mantuvieron incluso durante 1980, cuando se utilizaron los CDR para realizar actos de repudio a las personas que salían por el puerto del Mariel. En mi cuadra nunca tuvimos que pasar por ello.
Quizás por eso las memorias que atesoro son positivas, e igualmente por eso la organización queda tan malparada cuando la comparo con su situación actual. Los CDR son, desde hace tiempo, una estructura formal, de las muchas que aún existen, muy lejos de la confianza y el optimismo que reinaba en aquella época. No creo que sea su culpa, es parte del deterioro de un modelo de socialismo en el cual el poder dejó de ser popular —si es que realmente lo fue alguna vez—, para tornarse abiertamente burocrático.
Se pasó de la confianza a la fe.
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