En 1999 salí de Cuba por primera vez y estuve casi dos meses trabajando en la Universidad Federal de Pernambuco (UFPE), en Recife, Brasil, donde fundé la Cátedra José Martí (CJM) e impartí docencia. Después estuve una semana en Sao Paulo, en la casa de una pareja cubana. Fue tan grata e impactante la experiencia que al regresar me dije: “Si tuviera que escoger solo un país extranjero para visitar volvería siempre a este”. Hoy, cuando conozco otros cuatro países latinoamericanos sigo pensando igual, pero prefiero el Brasil al que retorné en 2008, el de Lula presidente, lleno de esperanzas y realizaciones.
En la primera visita mis amigos del sindicato de educadores de Recife me hablaron mucho de Lula, y al visitar el sertão, la gran planicie semiárida del interior, conocí el entorno en el que creció el pequeño Luis, pues llegué a estar cerca de su casa natal, en Caetés. Aquella tierra de gente recia y hospitalaria, con una historia de sempiterna violencia, ha convertido en leyenda a la figura del más famoso jefe de los bandidos cangaceiros, Lampião –siempre acompañado de su mujer María Bonita−, lo cual no dejaba de parecerme un ajiaco entre Macondo, Robin Hood y Bonny and Clyde.
Desde que llegué a Recife disfruté de la hospitalidad y el afecto de las autoridades del Centro de Educación, de su rector, el inolvidable Joao Francisco de Souza, y conocí a un grupo de profesores, estudiantes, intelectuales y grupos de izquierda que hablaban de Cuba con respeto y cariño. En esas conversaciones siempre aparecía Lula, de un modo u otro, asociado a la expectativa de triunfo de un proyecto de Brasil libre de la tiranía neoliberal y capaz de satisfacer las necesidades básicas de millones de excluidos −hambre, desempleo, drogas, violencia urbana y rural− que convertían aquella tierra hermosa en un infierno para los pobres.
Tanto en Recife como en Sao Paulo, la belleza de la ciudad no podía ocultar la proliferación de caras famélicas, el temor a los asaltos, secuestros y el triste espectáculo de las familias de mendigos que vivían debajo de las vidrieras y a la entrada de lojas y restaurantes. En el campus del Centro de Educación pernoctaban miles de campesinos del Movimiento Sin Tierra apoyados por las autoridades universitarias y la mayoría de la población. En los noticieros de la mañana aparecían casi a diario decenas de jóvenes y adolescentes fusilados sin juicio por la Policía Militar en los barrios pobres, aunque no existía la pena de muerte.
Me llamó mucho la atención que no hubiera discusión respecto a quién sería el candidato presidencial de la izquierda, aunque tres veces se había presentado Lula y había perdido con los aspirantes de la derecha. Primero, en 1989, con el playboy Fernando Collor de Mello, ídolo de la oligarquía y los poderosos medios masivos y luego, en 1994 y 1998, con el entonces presidente, Fernando Henrique Cardoso, quien a pesar de su historial de revolucionario juvenil, enemigo de la dictadura y hombre de centro, aplicaba una severa política de ajuste neoliberal. A pesar de esas amargas derrotas, el pueblo seguía soñando con el triunfo de Lula y ya se preparaban para las elecciones de 2002, que lo convirtieron − ¡al fin!− en el primer presidente obrero de la historia brasileña. Como él mismo dijera en su toma de posesión, por primera vez obtenía un título, el de presidente de su país.
Luego supe de los cambios positivos que ocurrían en Brasil y vi a Lula, junto a Fidel, Chávez, Kirchner, Correa y Evo, encararse al imperialismo global y conformar un frente de gobiernos progresistas que darían otra faz a Nuestra América, más martiana y bolivariana. Pero no es lo mismo leer y escuchar que ver y constatar, cosa que pude hacer en el 2008, cuando regresé a Recife, invitado a los festejos por el décimo aniversario de la CJM y el VI Encuentro Internacional de Cátedras Martianas.
Estar allí y compartir con el incansable Rodriggo y su colectivo de entusiastas de la CJM me permitieron confirmar cuánto había cambiado el país. La cantidad de jóvenes y adultos que estudiaban en la universidad se había multiplicado, en las calles casi no se encontraban mendigos, y los niveles superiores de empleo y salud se apreciaban en los rostros de alegría de la mayoría de los ciudadanos. La política del PT y sus aliados de virarse hacia adentro: incrementar la producción industrial, los salarios y los créditos de consumo, habían disparado el mercado interno y atraído al capital extranjero como nunca antes, al tiempo que se pagaba la deuda con el BM-FMI.
Pero sus éxitos mayores estaban en la política social. El plan Hambre Cero liquidó la desnutrición, y la Bolsa Familia ayudó a sacar de la pobreza a más de 30 millones de habitantes. Este es el hombre que hoy pretenden condenar, encarcelar y borrar de la política para que el nuevo frente oligárquico continental se consolide aún más. Ojalá, cuando regrese a Brasil, sea al de Lula, no al de la burguesía trasnacional y el FMI.
69 comentarios
Los comentarios están cerrados.
Agregar comentario