A inicios de la República se popularizó una expresión surgida de la vieja aristocracia criolla: «Sin azúcar no hay país». Efectivamente, desde fines del siglo XVIII hasta los del XX, no solo las grandes fortunas sino toda la vida cubana (demográfica, económica, social, política, cultural, científica) giró en torno a la producción de la rica gramínea, y la propia identidad nacional se forjó a sus expensas.
La existencia de una rama económica tan poderosa en una isla pequeña, larga y estrecha, llena de planicies para cultivarla y bahías para exportarla, nos convertía por excelencia en la Isla del Azúcar. En 1958 este rubro representaba el 71% de las exportaciones cubanas y EE.UU. continuaba siendo el principal comprador.
Ni siquiera la ola transformadora de la Revolución triunfante y el afán secular de diversificar la economía y terminar con la mono-producción/exportación, lograron barrer tal herencia. Por el contrario, Cuba devino azucarera del campo socialista y alcanzó niveles de producción y dependencia externa mayores que antes. En 1975 su exportación representaba el 90% del total de exportaciones. Una década más tarde ascendía aún al 82%.
Con añoranza recordamos el ondulante mar verde que se extendía alrededor de las carreteras, la movilización del país en los tensos períodos de siembra y cosecha, y cómo los diferentes sectores contribuían, a su manera, al éxito de la zafra. Después conocimos con sorpresa que la gallina de los huevos de oro de la que todos vivíamos era una rama «irrentable e incosteable», y que el país tenía que subsidiarla para que siguiera funcionando.
Con el Período Especial, su rol se redujo paulatina pero significativamente. En 1995 ya había caído al 23% de las exportaciones y siguió disminuyendo hasta el nivel actual, inferior al de la etapa colonial e incapaz de garantizar el consumo nacional.
¿Cómo fue posible el retruécano económico que terminó en la decisión política de desmantelar la agroindustria azucarera, entregar sus tierras a la producción de alimentos —léase, al fomento del marabú— y cerrar y conservar los centrales para tiempos mejores —léase, vender sus hierros viejos como chatarra a comerciantes extranjeros? ¿Tendrá algún sentido económico tratar de revivir hoy, veinte años después, los restos de lo que un día fue el alma de la nación?
Recolección de caña de azúcar en Cuba. (Ilustración: Artehistoria)
-I-
Como todas las materias primas que aportan valor al proceso global de producción capitalista, la obtención de grandes volúmenes de azúcar crudo (prieta) dependió siempre de dos factores ineludibles: los vaivenes del mercado mundial y la disponibilidad de grandes financiamientos para sostener el proceso de reproducción de la gigantesca maquinaria técnico-económica que es el complejo agroindustrial del azúcar. Demostrado está en El Ingenio, de Manuel Moreno Fraginals, al que el Che denominara: «El Capital de los cubanos».
Aunque existía un sólido engranaje entre los productores del crudo insular y los refinadores de la costa este de EE.UU., la cuestión del acceso al mercado azucarero fue siempre un asunto complicado y especulativo. Pero una verdad saltaba a la vista: las guerras/posguerras europeas fueron el gran momento del azúcar cubano. Como sus competidores principales eran los remolacheros europeos y los cañeros asiáticos; los conflictos en estas regiones elevaban los precios del dulce que, por el contrario, solían bajar en tiempos de paz.
Muestra de ello fueron los períodos alcistas de la Primera Guerra Mundial y las Vacas Gordas (1919-1920), y la consiguiente depresión con las Vacas Flacas (1920-1921) y la crisis mundial de 1929-1933. Sin embargo, en ningún momento de superproducción y rebaja de precios se pensó en renunciar a la agroindustria, de modo que, el lugar destacado de Cuba en el mercado mundial azucarero, fue conseguido y mantenido en medio de feroz competencia.
Por su parte, el financiamiento de los productores en la época colonial y republicana se garantizaba con los llamados préstamos de refacción —así denominados porque costeaban los insumos de la zafra— suministrados por grandes bancos, generalmente españoles (Colonia) o estadounidenses (República). Vendida la producción, los altos ingresos del dulce bastaban para compensar todos los gastos y repartir amplios dividendos entre productores, comerciantes, banqueros y el Estado.
No obstante, al triunfo de la Revolución tal sistema de financiamiento agrícola fue abandonado. En lugar de sustituirlo por créditos similares de la banca socialista, fue aplicado un sistema de financiamiento en que los fondos de amortización se centralizaron y dejaron de ser gestionados por las empresas. Al unísono, cualquier inversión para la compra e instalación de nuevos elementos de capital debía ser solicitada y autorizada por el nivel central.
A la larga, esto no podía funcionar bien, salvo en un mercado cautivo y subsidiado con precios preferenciales, mayores que los del mercado mundial. Además, el problema quedaba encubierto pues el ingreso por el intercambio azucarero se expresaba en pesos/rublos, pero se recibía en bienes (combustibles, maquinarias, materias primas), no en dinero. De esta forma, una parte de los costos de la refacción azucarera debía ser asumida por el Estado con asignaciones de divisas para la compra de insumos en el mercado capitalista.
Carentes de autogestión financiera y posibilidades de negociar prestamos internacionales, los centrales y complejos agroindustriuales (CAI) no podían hacer frente a sus gastos a partir de ingresos propios, para reponer sus edificios, plantaciones, maquinas y piezas. Parecía como si el Estado bienhechor estuviera sosteniendo con su esfuerzo a una costosa e irrentable agroindustria, ficción contable y financiera que fomentaba el mito de la incosteabilidad azucarera.
Cuando desapareció aquel mercado socialista y fue preciso entrar en la competencia con los demás productores para acceder a los mercados, los altos costos, obsolescencia tecnológica y bajos rendimientos asolaban a la industria nacional. Entre 1995 y 1999, los costos de producción cubanos rebasaban los 10 centavos por libra —$224 la tonelada métrica ™—, mientras los precios del mercado mundial oscilaban entre 6,6 y 12,25 centavos por libra —$148-274 la tm. A su vez, el gasto de diesel en una zafra era insostenible: más de 450 000 tm.
En lugar de modernizarla con la reposición del capital fijo mediante asociaciones con capital extranjero, la agroindustria nacional fue abandonada a su suerte. Desde 1996 comenzaron a paralizarse centrales y, en el año 2000, algo más de cincuenta de ellos no trabajaban por falta de caña. El Gobierno decidió concentrar su limitado fondo de inversión en otras áreas que parecían más prometedoras: turismo, biofarmacéuticas, petroquímica. Se cerraba el ciclo azucarero y se abría otro basado en la quimera de la integración bolivariana y la economía de servicios.
Cortadores de caña de azúcar. (Foto: Muy Old Cuba – Facebook)
-II-
En este contexto de caída de la producción azucarera a unos tres millones de tm —la tercera parte de su capacidad y la mitad de lo producido en los ochenta—, y baja de los precios a 6 centavos por libra ($132 la tm) el Gobierno/Partido/Estado inició, en abril de 2002, el llamado Redimensionamiento de la actividad. Esto incluía reducir a la mitad la empleomanía del sector y reorganizar su sistema empresarial y los institutos de investigación y capacitación.
La reestructuración de la industria se haría en dos etapas, hasta diciembre de 2007. Del fondo de 2 100 000 ha de tierra dedicadas a caña, quedarían 760 000 ha, mientras 1 340 000 ha se transferirían a labores agropecuarias. A su vez, serían eliminados noventa y cuatro centrales en los cuales laboraban 109 000 personas.
A fin de encubrir el despido de casi medio millón de trabajadores agrícolas e industriales, y la ruina de los bateyes —comunidades que alojaban a la décima parte de la población cubana—, se les mantuvieron los salarios y, junto a sus familiares, fueron incorporados a la Tarea Álvaro Reinoso con el fin de prepararlos en otros oficios ajenos al mundo azucarero.
Pocos años después, al finalizar la década, los precios se reanimaron y alcanzaron entre 14 y 30 centavos por libra ($308 la tm); pero ya Cuba no pudo aprovechar tan promisoria coyuntura porque había dejado de ser un importante productor azucarero.
La «reestructuración» anunciada no fue tal, sino una imparable destrucción. Lo han demostrado las declinantes zafras posteriores y la situación actual del sector, cada vez menos productivo e ineficiente. Pero: ¿existían alternativas al desmantelamiento de la agroindustria de la caña? Por supuesto que sí. Las bases para ello existían.
Aunque el azúcar crudo era el principal producto de la caña, también había una producción consolidada de otros derivados con una capacidad industrial instalada en funciones. Entre otros, provenían de las mieles —rones, alimento animal (torula) y medicina (sorbitol)— y del bagazo —madera artificial, muebles, papel y energía eléctrica.
Saltaba a la vista que al menos dos de ellos podrían fomentarse en lugar del azúcar crudo: la producción de combustible y alimentos. Pero la ideología y la política al uso les cerraron los caminos. El uso de variedades de la llamada caña energética para la producción de combustible (etanol) y energía eléctrica, fue prohibido a partir del criterio de algunos especialistas —compartido y postulado por Fidel— de que esto redundaría en la escasez y el encarecimiento de los alimentos.
La práctica internacional, sin embargo, ha demostrado otra cosa. Brasil emplea desde hace décadas parte de su abundante caña en la fabricación de etanol, con lo que mueve gran parte de su parque automotor. Un estado cañero de EE.UU. como Luisiana, dedicó sus centrales durante los años de rebajas de precios a la producción de mieles para el ganado. Hawái genera tanta electricidad con sus cañas que, si pudiera, podría exportarla al continente.
Para Cuba es hora de retornar a la caña. De azúcar y de muchos derivados más. Si los tuviéramos, estaríamos disfrutando de la actual subida de precios por el conflicto en Ucrania y los tambores de la guerra a nivel mundial.
Para Cuba es hora de retornar a la caña. (Foto: Prensa Latina)
Ante la quiebra del proyecto de una economía de servicios a partir de contratos gubernamentales en manos del Gobierno/Partido/Estado, y la imposición de un modo de producción remesista/importador que está desangrando al pueblo cubano dentro y fuera de la Isla, no cabe otro camino que desarrollar nuevamente el agro y sus industrias derivadas.
Un cultivo tan rico como la caña, capaz de arrastrar al crecimiento a toda la economía, no puede quedar olvidado en un momento tan peligroso a nivel global. En primer lugar, porque puede garantizar dos pilares básicos de la independencia: las soberanías alimentaria y energética.
En este sentido hay poco que inventar, basta volver a lo que hicimos bien durante siglos y superar erróneas y dogmáticas políticas económicas que precipitaron en la inopia a la agroindustria azucarera. Hoy, las economías cañeras suelen ser altamente eficientes y prometedoras. Es preciso asociárseles y aprovechar sus capitales, experiencias, tecnologías y nuevos modos de hacer.
Así hicieron ellos con nuestras experiencias y la obra del sabio Álvaro Reinoso, tan reconocido y aplicado en otros lares como olvidado en Cuba. Baste recordar que uno de sus asertos más aplicados: «El azúcar se produce en el campo, no en el ingenio», ha sido casi olvidado por acá, donde el indicador del nivel de sacarosa en caña es poco reconocido, mientras se insiste en el de la cantidad de caña por ha.
Si en la actualidad el azúcar constituye solo un derivado más de la caña, entonces valdría la pena acotar parcialmente el viejo aserto de los productores azucareros y afirmar que: «Sin caña, no hay país».
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