No me voy a referir esencialmente —aunque también—, al programa Cuadrando la Caja, transmitido en dos partes por la televisión cubana hace tres meses, al parecer sin penas ni gloria, pero que ha levantado un nuevo avispero a partir de que el pasado 29 de diciembre publicara, en su sitio de Facebook, una parte de la intervención del notable científico cubano Agustín Lage en aquellos programas, en que cambia su indudable experticia en el campo de la inmunología molecular por opiniones económicas de dudosa base científica.
Colegas como Julio Carranza y Oscar Fernández respondieron con excelentes textos en sus perfiles respectivos de Facebook y motivaron muchísimos comentarios de diverso signo, incluyendo uno mío. Luego, el texto de Carranza fue reproducido en el blog Segunda Cita, del cantautor Silvio Rodríguez donde suscitó opiniones de destacados economistas y cientistas sociales como Humberto Pérez, Joaquín Benavides y Carlos Alzugaray.
Este texto, sin embargo, no es mi respuesta al doctor Agustín Lage, ni siquiera a la calidad o pertinencia de las intervenciones hechas en el referido programa, sino tiene por objeto analizar lo inconveniente de continuar con estériles debates ideológicos que en realidad no resuelven los problemas principales que afectan al país desde hace varias décadas, y que alcanzan en la actualidad una gravedad extrema.
No obstante, considero importante desmitificar algunos conceptos que a menudo son utilizados por dirigentes del Partido y el gobierno cubanos en sus intervenciones públicas, y luego también por algunos analistas en medios oficiales. Tales conceptos, en el fondo, carecen de contenido real o son tergiversados debido al lamentable desconocimiento tanto de las categorías de la economía política marxista, como de la economía moderna.
El ataque que en la actualidad se dirige contra la actividad económica privada en Cuba, y la defensa dogmática del Estado como empresario, no es algo nuevo. Estamos acostumbrados a la funesta táctica de la dirigencia, apoyada en su control sobre los medios de difusión, de abrir espacios al sector no estatal y al mercado cuando el agua da al cuello y cerrarlos cuando baja a la cintura. El guion no ha cambiado.
La crítica no suele ser lanzada primero desde los más altos niveles de decisión, sino desde niveles intermedios y, a partir de un estado de opinión que nunca se demuestra con la publicación de datos, se cierran los escasos espacios de actividad económica con ciertos grados de libertad. La diferencia con el momento actual es que el agua sigue al cuello, y esto hace aún más absurdo apelar a una serie de dogmas cuya inutilidad está demostrada por la experiencia histórica.
Es usual que se culpe de los altos precios de bienes y servicios a los empresarios privados, y antes a los trabajadores por cuenta propia, desconociendo la responsabilidad que han tenido en ello la desastrosa política monetaria del llamado «Ordenamiento»; el excesivo déficit fiscal que se ha monetizado; la existencia de tiendas en las que se requieren depósitos en divisas extranjeras para adquirir bienes que resultan elementales en la mayor parte de los hogares del mundo; el impacto de la devaluación del peso en la necesidad de importar insumos debido a que nuestra industria lleva décadas postrada; y la escasez de producción agropecuaria y bienes de consumo en general, que en cualquier economía normal se traduce en aumento de precios.
No obstante, abogar por la existencia de empresas privadas y cooperativas en la economía cubana no significa que se proponga privatizar la propiedad pública. Hasta el momento, la mayor parte de los economistas que apoyamos el desarrollo de actividades económicas privadas y cooperativas no hemos propuesto privatizar, sino que, junto a la presencia de empresas estatales, existan empresas privadas y cooperativas, y si deben competir, que compitan.
Lo que no tiene sentido alguno es que para asegurar el control sobre la sociedad se establezcan monopolios estatales, que compensen su ineficiencia con altos precios por los bienes y servicios que ofrecen, usualmente con cuestionable calidad, lo que se traduce en el empeoramiento del nivel de vida de las personas.
A quienes atizan el fuego contra el naciente y bastante vapuleado sector privado en la economía cubana por temores de una restauración capitalista, les sugiero revisar todo lo que han avanzado muchísimas empresas privadas, incluso en países subdesarrollados y especialmente latinoamericanos, en temas de responsabilidad social. Les invito asimismo a considerar las posibilidades reales de restauración capitalista que se crean a partir de la existencia de empresas constituidas con recursos públicos y que aparecen «legalmente» como sociedades comerciales privadas.
Desde las torres de marfil del dogmatismo característico del marxismo vulgar, se pretende que aceptemos que socialismo es, exclusivamente, el modelo heredado del estalinismo, y que podría resumirse, desde el punto de vista económico, en el carácter centralizado y estatizado de la economía y la verticalidad de las principales decisiones relativas a producción, distribución y consumo.
Por su parte, desde el punto de vista institucional y político, en ese tipo de socialismo el «modelo» ha estipulado el dominio de un partido único —minoritario, por cierto—, sobre el resto de la sociedad, privada por ende de la soberanía para ejercer con mecanismos reales y legalmente asegurados su condición de propietaria de los medios de producción fundamentales.
Del estalinismo también se heredó —aunque ello comenzara bajo el liderazgo de Lenin— la práctica de asegurar la supuesta unidad no mediante el consenso, sino a partir de la represión del pensamiento diferente, y de estigmatizar la crítica con los calificativos de anti-socialista, anti-obrera, anti-soviética y, en nuestro caso, anti-cubana y, de paso, mercenaria.
Ese tipo de socialismo, fracasado históricamente, es el que se pretende «irrevocable» en Cuba para asegurar su «continuidad», en absurdo desprecio por la dialéctica, la concepción materialista de la historia y la realidad misma.
Para los fundadores del pensamiento socialista en su vertiente marxista —que vale aclarar no ha sido la única—, el socialismo sería resultado de la solución de la contradicción entre el carácter cada vez más social del proceso de producción y el carácter cada vez más privado de la apropiación de los resultados de la producción. Ese alto nivel de socialización de la producción no existía en la Rusia bolchevique al inicio de las transformaciones socialistas, y fue violentado. Lo mismo ocurrió en los países de Europa Oriental y en China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba y demás naciones en que se adoptó este modelo.
Es decir, ninguno de estos países estaba en condiciones de construir el socialismo, si es que en algún momento ello fuera posible, porque la realidad es que el proceso seguido por las sociedades capitalistas más desarrolladas —que según Marx serían las primeras en lograr dichas transformaciones sociales y económicas—, están bastante lejos de conseguirlo, y mucho menos conjuntamente, aunque siguen presentes las contradicciones del capitalismo advertidas por Marx, solo que con las lógicas modificaciones del paso de más de un siglo.
Por eso, cuando diversos dirigentes o funcionarios hablan del «socialismo cubano», valdría preguntarnos si lo que existe en Cuba es socialismo, y mi respuesta es negativa. No es socialista un país en el que la propiedad social no se realiza como tal porque la sociedad carece de mecanismos para ejercer su condición de propietaria colectiva de los medios de producción que están en manos del Estado, y tampoco puede controlar la gestión de la misma.
Que una empresa sea estatal no quiere decir que sea socialista. En el orden práctico esto es bastante difícil de lograr. Sin embargo, la única posibilidad real de hacer efectivo un sistema que lo permita, requeriría de una democracia efectiva y de un sistema institucional desarrollado a partir del funcionamiento de un marco legal transparente. Nada de eso existe en Cuba.
Quienes insisten en petrificar el socialismo desde posiciones de poder, y lo convierten en camisa de fuerza que frena el desarrollo de las fuerzas productivas e impide adoptar medidas imprescindibles para sacar al país de la profunda y gravísima crisis en que está; en lo que sí parecen tener éxito es en que cada vez menos personas crean en las posibilidades de un sistema socialista —que tendría que ser radicalmente diferente al que se pretende aquí— como forma avanzada o incluso deseable de organización social.
Esta cuestión, en apariencia teórica, contiene sin embargo un carácter en esencia práctico; porque si asumimos que el sistema que nos presentan como socialista no lo es, entonces resulta perfectamente posible y necesario —incluso dentro del ideal socialista— eliminar todas las características que hacen que dicho sistema sea aquí improductivo y empobrecedor en lo económico y retrógrado en lo político. Por tanto, es imprescindible abandonar las camisas de fuerza que hoy sujetan a Cuba en la más grave crisis de las últimas tres décadas y crear condiciones para que resurja como una sociedad democrática y libre.
Es importante comprender que las penalidades que sufre la sociedad cubana en su vida cotidiana, marcada —entre otras cosas— por la insatisfacción de sus necesidades básicas, el deterioro de su poder adquisitivo, la emigración creciente de jóvenes, profesionales y técnicos; la gravísima situación de la población adulta mayor, son manifestaciones de una crisis económica estructural, pero su solución es de naturaleza eminentemente política.
Desde hace varios años, diversos economistas hemos hecho propuestas de política económica, algunas sistémicas, otras puntuales; algunas con determinado enfoque teórico, otras con otro; sin embargo, casi todos hemos coincidido en que las medidas adoptadas han sido incorrectas, mal diseñadas, mal implementadas y con efectos contrarios al deseable impulso de la recuperación económica del país. A pesar de ello, la dirección del Partido y el gobierno rehúsa considerar las críticas, adopta posiciones justificativas y se abroquela detrás de las sanciones estadounidenses como causa de todos los males. Esto nos sitúa frente a la realidad de que la solución a la crisis económica y al empobrecimiento acelerado que nos afecta, es de naturaleza política y requiere de soluciones políticas.
La dirigencia cubana no solo ha actuado con torpeza en su política económica, también lo ha hecho así en el manejo de los conflictos sociales y políticos resultantes de la agudización de la crisis misma, y de los reclamos de una parte creciente de la sociedad respecto al ejercicio de las libertades consagradas en la constitución y de otras que son parte del acervo político de la «civilización occidental» a la cual pertenecemos. Esto ha contribuido a profundizar la fractura de la sociedad y de la confianza de muchos en que un futuro mejor es posible en Cuba.
En tales condiciones la caja no puede cuadrar. Para ello resultaría imprescindible un nuevo consenso social incluyente, que parta del reconocimiento de opciones y alternativas políticas diversas, y en el que la unidad se alcance desde la diversidad y no a costa de ella. Este debe ser un ejercicio profundamente democrático, del que emerja un sistema institucional y político que asegure las libertades sociales e individuales consagradas en la actual constitución, y otras que deberían ser consecuencia de un futuro proceso constituyente verdaderamente democrático y que, por cierto, es parte del ideario que inspiró en su momento la Revolución Cubana.
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