Siempre me ha admirado una frase de Fidel: “Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”. Ciertamente, a partir de 1959 surgió no solo un nuevo estado sino todo un bloque histórico, el cual resiste a pesar de las dificultades de todo tipo. La Revolución sigue siendo el eje del día a día nacional, a pesar de que ya no estamos en una época de grandes transformaciones. Ella es la magia espiritual, el fundamento, que hace que muchos soportemos las inclemencias de una cotidianidad hostil.
Resulta cómico ver como se estrellan contra sus rocas los intentos de subvertir el orden político cubano desde una perspectiva pro-capitalista. La más reciente de estas ridiculeces es la operación de los “Clandestinos”, que será recordada por su absurda acción de arrojar sangre de cerdo sobre los bustos de Martí. Todos hemos visto, en cadena nacional, el desmontaje de esta operación fabricada desde Miami. Se trata de algo vergonzoso, incluso visto desde el punto de su eficacia como un acto de desobediencia civil. Sin embargo, los “Clandestinos” son el ejemplar perfecto para un análisis semiótico-político, que nos lleve a las razones de la supervivencia de la Revolución.
Aún no he cumplido los treinta años. Cuando tuve uso de razón, ya la Revolución era una viejita, casi aplastada por el Estado que sobre ella se había construido. No tuve tiempo de conocer a la joven por la que los hombres y las mujeres daban su vida. Sin embargo, he podido ver como la oposición más importante y poderosa que se le hace a ese Estado se le ha hecho desde la reivindicación de un capitalismo tal y como se entiende este en nuestro contexto geográfico: patriarcal, oligárquico, neocolonial, consumista y bananero. Solo en el proyecto revolucionario he visto siempre una comprensión clara de nuestras posibilidades de avance hacia una sociedad de plenos derechos.
La Revolución viene a ser, entonces, no solo un nombre para nuestro orden actual, sino sobre todo un acumulado cultural. Tiene un importante componente de memoria histórica, de saber de dónde venimos, quiénes somos, etc. Además de ser un proyecto. Gracias a ella sabemos que el capitalismo no nos sirve, que no llegaremos al bienestar dejándonos arrastrar por ese río.
Es muy ilustrativo ver, a la luz del acumulado cultural revolucionario, qué tienen para proponer los “Clandestinos” desde el punto de vista simbólico. Evidentemente, desde el principio todo en ellos es enajenación: mucho anticastrismo abstracto, ignorancia pura, junto con un intento de darle una imagen postmoderna a toda la operación. Tal vez por esto último es que utilizan la imagen de un enmascarado sacada de la serie española Casa de Papel. Los “Clandestinos” quieren equipararse con otros rebeldes del mundo, como Anonymous, o los jóvenes que protestan en Chile o Hong-Kong.
Pero justamente allí se empieza a caer en pedazos su andamiaje. Es que la serie Casa de Papel, por una carambola, ha puesto de moda el Bella Ciao, una vieja canción de comunistas italianos. Resulta paradójico y grotesco ver a Ana Olema postear un texto con el hashtag #CastroCiao. La miseria espiritual de esta oposición pro-capitalista se pone de manifiesto en su ignorancia total de la historia de las luchas por una humanidad mejor. A la hora de la rebelión, no tienen canciones propias, tienen que recurrir a las de los guerrilleros revolucionarios.
A continuación, estos nuevos freedom fighters utilizan las imágenes con los rostros de Luis Alberto García e Isabel Santos, actores protagónicos de la película Clandestinos. De nuevo, ante la falta de símbolos heroicos que padecen, no les queda más remedio que recurrir a la imagen más cercana de verdadero heroísmo que tiene la gente común en Cuba: la lucha guerrillera y clandestina que llevó al triunfo de 1959. Lo cual los hace ponerse en ridículo, porque, ni se parece en nada el clima de este tiempo al clima de terror que se representa en la película Clandestinos, ni están ellos a la altura de las acciones y sacrificios que hizo aquella generación.
Por último, está el contenido de la acción en sí mismo: manchar un busto de Martí con sangre de cerdo. Esto debería estudiarse en las academias de inteligencia como un ejemplo de operación semióticamente fallida. En un país en el que existe consenso alrededor de la figura de Martí, por encima de las diferencias políticas, este ataque estaba condenado al fracaso. Tal vez eligieron los bustos de Martí porque eran más accesibles o porque crearía más espectáculo, pero lo cierto es que solo lograron provocar el rechazo generalizado.
Dicho rechazo tiene una raíz muy profunda. Los anticomunistas, por lo visto, pueden ser tan estúpidos como para atacar a Martí, que no era comunista. Al hacerlo, se desnudan. Lo suyo es la revancha, el odio, el golpe fascista, no la democracia. Por su ofuscación, se ponen en las antípodas del pensador puro, el hombre que prefirió la estrella por sobre el yugo.
Ahora bien, la acción deja una enseñanza. Estas personas viven dentro de una burbuja narcisista y postmoderna, una iconoclasia que llega hasta la estupidez, por eso se preguntan: ¿Por qué no se le puede echar un poco de sangre a José Martí? En la hueca desmemoria e insensibilidad de la acción, puede leerse una prefiguración de cómo sería la Cuba en la que ellos se sentirían felices: un país entregado a las lentejuelas de la enajenación postmoderna, felizmente capitalista y cómodo para cierta élite culturalmente colonizada.
Por eso es que la Revolución sobrevive. Cuando se está del lado del cinismo, de la enajenación, de la burbuja postmoderna, no se puede reunir el valor para una acción heroica. No se puede tener canciones propias. No se puede atacar el Moncada. No se puede vivir en la clandestinidad. Los pocos seguidores que consigas tendrás que pagarlos al contado y en dólares.
Existen muchas razones en la Cuba de hoy para indignarse, para clamar contra la injusticia, para sentir ansias de rebeldía. La apuesta que hacen muchos de los que hoy organizan acciones contra el Estado cubano es la de manipular esas legítimas ansias de rebeldía en función de su agenda y sus intereses, que se pueden resumir de un modo muy simple: traer el capitalismo a Cuba. Esa pretensión, de más está decir, merece nuestro mayor rechazo.
Sinceramente, no sé cómo será el futuro de nuestro país. No sé cómo se comportarán y presentarán las contradicciones. Tampoco sé cuál será el papel que jugará mi generación en la lucha secular por un mayor empoderamiento popular. Lo único que tengo claro es que las mejores banderas para cualquier lucha serán, en nuestro contexto, banderas revolucionarias, anticapitalistas y antimperialistas. El carácter dañino e infértil de la oposición pro-capitalista ha quedado de manifiesto. Salta a la vista.
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