La Joven Cuba
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Yassel Padrón Kunakbaeva

Yassel Padrón Kunakbaeva

Científico. Filósofo marxista. Activista revolucionario

Una bandera entre los muros

por Yassel Padrón Kunakbaeva 10 mayo 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

Por estos días se remueve una vez más el terreno de la blogosfera cubana. Al parecer, está de moda que respetables intelectuales hagan gala de providencial miopía y se dediquen a pedir que caiga maná de los cielos. Es hora de hacerlos salir de su burbuja: no, señores intelectuales, este año tampoco hará su aparición el elefante rosa.

Los años ciertamente van pasando, y ya parecen acumularse bastantes desde que La Joven Cuba (LJC) hizo su aparición en el terreno público. En aquel momento, el blog le dio voz a una clase específica de personas: aquellos revolucionarios cubanos de izquierda que se sentían inconformes con algunas de las situaciones que enfrentaba el país, y que querían escuchar algo más que la monolítica letanía de las consignas. Pero por sobre todo, sentó el precedente de que ser revolucionario y defensor de la revolución cubana no está reñido con alzar una voz propia. Desde mi punto de vista, ese es el mayor mérito de La Joven Cuba.

Me parece que con lo que voy a decir a continuación estoy repitiendo algo obvio, pero lo voy a hacer de todas formas. Cuba es un país en permanente estado de excepción, un país en conflicto controlado con la mayor potencia que conoce la historia. Algunos podrán creer que el gobierno cubano es tan malo que se merece el conflicto -lógica mezquina, ya que el pueblo es quien pone las víctimas-, pero lo que nadie podrá borrar es que el conflicto surgió porque el establishment norteamericano nunca aceptó el supremo acto de libertad que fue la revolución de hace sesenta años.

¿Acaso alguien cree que el pueblo cubano iba a poder ser libre sin eliminar la dependencia económica que tenía con Estados Unidos? Esta es la verdad, y existe una gigantesca contradicción en que justamente quienes negaron nuestra libertad quieran proponerse hoy como sus defensores.

Muchos excelsos intelectuales hoy nos invitan a pensar a Cuba sin meter a Estados Unidos en el asunto. Pero la verdad es que ese país se mete materialmente en la vida de nuestro país, y que dejarlo fuera con un simple proceso del pensamiento sería la mayor falacia en la que se pudiera caer. Existe una cosa que se llama razón de Estado. Para Cuba, aceptar el modelo liberal de sociedad implicaría reconocer que no tiene libertad para elegir su modelo de sociedad. Sería bajar la cabeza.

Por todas esas razones, ejercer la crítica y el activismo dentro de Cuba precisa de una inmensa responsabilidad. Es muy difícil no dejarse arrastrar por los esquemas de “todo es blanco” o “todo es negro”. Para las nuevas generaciones, y para todos aquellos que se sienten jóvenes de espíritu, el reto es no renunciar al sueño de una continua renovación de la esperanza. Los inquietos jóvenes revolucionarios cubanos, indignados por lo mal hecho a su alrededor, deben alzar su propia bandera, si es que pretenden algún día ser dignos por sus propios méritos. Pero deben hacerlo sin perder la cabeza, sin olvidar que vivimos entre muros. Como es bien sabido, la vida dentro de una ciudad bajo asedio se torna difícil, y cualquiera puede caer víctima de las sospechas.

Uno puede tener sus opiniones personales sobre la calidad de los textos de La Joven Cuba, o sobre Harold Cárdenas, uno de sus editores. A todos nos han hecho ver ciertas fotos, noticias de una beca, etc. Pero La Joven Cuba, por vocación propia, representa algo más que la persona de sus editores. Me atrevería a decir que le pertenece ya también a todos aquellos que se sintieron inspirados por ella en algún momento. LJC fue el proyecto pionero en el surgimiento de una nueva ola de movimientos renovadores en la izquierda cubana. Es por ello que quien escribe estas líneas se siente orgulloso de ser un autor más de los que han pasado por ese blog.

Si de algo pudiera servir esta nueva escaramuza, es para llamarnos la atención de la necesidad, también en Cuba, de una contraofensiva de la izquierda. Los dorados días en los que íbamos de cambio en cambio, con la esperanza de sacar el país adelante, parecen haber quedado atrás. Ahora, se construyen con fuerza nuevos sentidos comunes tanto en el lado de los extremistas que pululan por las instituciones como del lado de la vieja derecha. Es por eso que hace falta reunir a las fuerzas, librarnos de todo lo que sea lastre y atacar.

A nuestros queridos intelectuales, autores de un dossier sobre LJC en Cuba Posible, no queda más remedio que decirles: no, señores, todavía no se van a unir el Mar del Sur y el Mar del Norte, ni va a nacer una serpiente del huevo de un águila.

10 mayo 2018 73 comentarios 327 vistas
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Cuba y el socialismo del siglo XXI

por Yassel Padrón Kunakbaeva 16 abril 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

Cuando comenzaba el tercer milenio, Cuba ya se había acostumbrado a ser un faro solitario en medio de una noche neoliberal. Fue entonces que entró en escena Hugo Chávez con su socialismo del siglo XXI, demostrando que las masas latinoamericanas eran todavía capaces de encontrar el camino de la revolución. Los cubanos siguieron los acontecimientos con atención, sorprendidos por un reverdecimiento de la izquierda que llegaba una década después de la caída del Muro de Berlín. Poco a poco, la imagen de Chávez sonriente, victorioso, rodeado de su pueblo venezolano, caló en el alma de los isleños. Solamente el sueño hecho realidad de una América Latina que se estremecía ante el grito de Bolívar pudo sacar de su adormecimiento a la Revolución Cubana.

En aquellos años, que también fueron los de la Batalla de Ideas, pareció por un instante que el socialismo cubano iba a reencontrarse consigo mismo, que iba a curarse de las heridas que le había provocado el contacto con el campo socialista, gracias a la alianza con el nuevo movimiento latinoamericano. Se hizo tanto hincapié en la solidaridad de la Revolución Cubana con América Latina, fue tan grande la promesa que se hizo con el ALBA, que pudo pensarse que el socialismo cubano había regresado a sus primeros pasos latinoamericanistas y guevarianos, allá por la década de los sesenta. En fin, pareció que se había reparado una desviación histórica y que cada cosa había vuelto a su lugar.

El latinoamericanismo que nació con el ALBA no estuvo, sin embargo, vinculado a una reflexión sobre los caminos del latinoamericanismo de décadas pasadas. No se habló sobre la relativa desconexión con Latinoamérica que significó la adopción del modelo soviético. Y cuando se pretende olvidar el pasado histórico, lo más posible es que vuelvan a repetirse los errores.

América Latina es una región cuya historia puede resumirse a solo dos caras: por un lado, la colonización, la opresión, la explotación, etc., y  por el otro la resistencia apasionada de los pueblos frente a esa colonización, esa opresión y esa explotación. Se trata de una historia que se ha construido a base de gritos de batalla, gritos de rebeldía, manos humildes alzadas con indignación. Un subcontinente entero, en el que cada trozo de libertad ha tenido que ser arrancado a costa de muchas vidas. América Latina no es nada sin sus tradiciones de lucha, sin esa magia que sale de sus selvas y montañas, canto de aborigen, gaucho y llanero mezclado con el susurro del viento en la mañana de la rebelión.

El nuevo socialismo del siglo XXI que trajo Chávez movilizó todo ese potencial de rebeldía que existía en la cultura de los pueblos latinoamericanos, aunque canalizándolo a través de métodos pacíficos. Ese movimiento fue muy exitoso, principalmente en dos aspectos: el geopolítico y el práctico-revolucionario. Por un lado, el subcontinente se llenó de gobiernos de izquierda; por el otro, surgió una nueva variante de socialismo desconectada de los dogmas soviéticos, que se alimentaba de las costumbres y tradiciones populares, incluso de las religiosas. Este socialismo del siglo XXI prometía una construcción desde abajo, no burocrática sino popular.

La emergencia de una multitud de gobiernos de izquierda en toda la región fue una de las cosas que más impactó a los cubanos. Chávez en Venezuela, Evo en Bolivia, Ortega y los sandinistas en Nicaragua, Correa en Ecuador, Lula y luego Dilma en Brasil, Pepe Mujica en Uruguay, Cristina en Argentina, entre otros, significaron el levantamiento de una nueva América Latina. Cuba pudo por primera vez sentirse a gusto en una reunión con todo el subcontinente. Más tarde, se celebraría incluso una reunión de la CELAC en La Habana, donde toda la derecha tendría que escuchar a Raúl Castro declarar a Latinoamérica como Zona de Paz. Los cubanos pudieron creer en la posibilidad de un nuevo mundo multipolar, en el que seguir siendo socialista tenía un sentido.

Por otra parte, la nueva praxis del socialismo del siglo XXI puso sobre la mesa las discusiones sobre el futuro del socialismo cubano. ¿Iba Cuba también a pasar al socialismo del siglo XXI? La situación de Cuba era diferente a la del resto de los países de la región, porque su punto de partida no era el capitalismo periférico, sino un modelo socialista del siglo XX. Hubo un serio debate, aunque desgraciadamente se quedó en los encuentros académicos y en las mesas de dominó: nunca las autoridades del partido se pronunciaron al respecto.

Hubo muchos intelectuales que pudieron ver las potencialidades que ese socialismo del siglo XXI tenía para ser una fuerza subversiva que revitalizara el socialismo cubano. Eran intelectuales como, por ejemplo, Fernando Martínez Heredia, que llevaban tiempo vinculándose a las maneras de hacer de los movimientos sociales latinoamericanos, y que al mismo tiempo conocían las debilidades del socialismo burocrático cubano. De parte de ellos vinieron las propuestas de construir también en Cuba el socialismo del siglo XXI.

Pero lo más importante es que el pueblo cubano fue receptivo al mensaje de ese socialismo latinoamericano, cuyo rostro principal era Chávez. Cada vez que ese hijo de Venezuela venía a Cuba, el pueblo lo recibía con algarabía, agradecido por los millones de barriles de petróleo, pero también por haberle devuelto algo de esperanza. Para muchos jóvenes, nacidos con el período especial, ese latinoamericanismo fue la vía para su primer acercamiento a la izquierda. Los cubanos revolucionarios se sintieron, a su manera, parte del movimiento continental.

Del ALBA vino, durante aquellos años, una de las principales fuentes de esperanza para los cubanos. Fue una esperanza que, por supuesto, no todos compartieron, y que pronto tuvo que competir con otra. Cuando comenzaron los Lineamientos, a partir del Sexto Congreso del Partido, se hizo evidente que el futuro previsto para Cuba tenía nombres chinos y vietnamitas. Se generaron expectativas de una apertura económica, que pronto se haría realidad. Sin embargo, en aquel momento confuso los abanderados del socialismo del siglo XXI no vieron en ese proceso necesariamente algo contradictorio con el movimiento continental. Los Lineamientos, según algunos, eran nuestro camino hacia la unión latinoamericana.

Entonces, un día, vimos partir al Comandante Chávez de este mundo. Los cubanos siguieron a través de las pantallas todo el transcurso de la enfermedad. Se especuló, en cada esquina de barrio, sobre las nuevas y sofisticadas armas creadas por la CIA para inocular el cáncer a los enemigos de Estados Unidos. Por último, la noticia de su fallecimiento fue motivo de respetuoso silencio para todos, incluso para quienes estaban por esos días en un campo de recogida de papas en Río Seco, Güines. Un gigantesco trozo de esperanza partió con él.

Vale la pena recordar todo esto hoy, cuando la política latinoamericana se ha convertido es un grotesco espectáculo. Tanto los errores e inconsecuencias de la izquierda como los desmanes de la derecha han contribuido a que hoy casi no quede nada de aquel hermoso sentimiento que vivimos en la década pasada. El naufragio de la izquierda, la desmoralización de los revolucionarios en general, es una consecuencia de la falta de una guía concreta, de un programa y una visión factibles. Al parecer, hoy es la izquierda latinoamericana la que necesita de Cuba. Pero para poder ayudarlos, los cubanos debemos primero ponernos en condición de poder ayudar a alguien.

16 abril 2018 16 comentarios 1k vistas
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La mala vida

por Yassel Padrón Kunakbaeva 10 abril 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

No hace mucho tiempo, tuve la oportunidad de disfrutar de la película “El joven Marx” en el cine de 23 y 12. Fueron muchos los aspectos sobre los que me hizo reflexionar, pero hoy quiero detenerme en uno en particular. Una de las cosas que me llamó la atención fue ver la frecuencia con la que aparecía un tabaco o una botella con alguna bebida alcohólica. El mismo Marx andaba echando humo como una locomotora. Eso me hizo sonreír, y pensar en cuan a menudo la vida de los revolucionarios ha estado rodeada del coqueteo con los vicios y la mala vida.

Un hombre revolucionario no es un santo, aunque tenga un ideal ético que guíe su vida. No se trata de reivindicar los vicios: el alcohol y la nicotina siguen siendo sustancias dañinas a la salud. Sin embargo, algunas veces el hombre de espíritu rebelde se lanza a la aventura de la embriaguez en busca de un contacto más fuerte con la libertad, del mismo modo en que los viejos chamanes usaban sus brebajes para contactar con oscuras y caprichosas entidades. Una de las cosas que más daño ha hecho a la imagen del hombre y la mujer revolucionarios es ese endiosamiento, que los hace parecer sacerdotes y monjas, cuando la realidad es bastante distinta. Muchas veces se han dirimido importantes asuntos de la lucha social en un antro cualquiera, entre mujeres de dudosa reputación y jarras de cerveza.

Una de mis experiencias más reveladoras sobre la naturaleza del mundo actual me fue dada durante una noche de juerga. Estaba yo en el “Ojo del Ciclón”, ese hermoso lugar de La Habana Vieja ambientado con obras de arte, y el paso de las horas me había llevado hasta un apartado rincón de la segunda planta. La música se escuchaba de lejos, apagada. Sentada en el suelo frente a mí, cigarrillo en mano, había una muchacha rubia, evidentemente extranjera. Me dijeron que era alemana, y yo, utilizando todo mi repertorio de alemán, le saqué algo de conversación.

Se llamaba Astrid y estudiaba algo en el ISA. Pronto pasamos al español, pues ella lo hablaba perfectamente, a diferencia de yo el alemán. Cuando me dijo que era de Leipzig, le comenté que era la primera alemana del Este que conocía. Cuál no fue mi sorpresa al ella decirme que, además de haber nacido en la RDA un año antes del derrumbe del muro, se consideraba comunista.

-En nuestra casa en Leipzig, mi familia y yo tenemos en el portal una bandera de la DDR- me dijo.

Sorprendido, pues siempre he sabido que en el siglo XXI hay más neocomunistas alemanes en el lado occidental que en el oriental, le di mi opinión al respecto.

-Hubo muchas cosas mal en la RDA. No creo que sea un ejemplo de socialismo.

-Por supuesto que no. Por culpa de los malos cuadros, como Angela Merkel. ¿No sabes que Merkel fue secretaria de agitación y propaganda de la juventud comunista alemana?

Rodeados de amigos, Astrid y yo pasamos el resto de la noche riéndonos a carcajadas y bebiendo vodka.

Un mundo como este, donde los líderes del mundo libre fueron cuadros de la juventud comunista, donde los cuadros del partido tienen hijos que cursan becas en Europa, donde los pobres votan por la extrema derecha y los partidos socialistas defienden el libre mercado, es un mundo al que uno no se puede enfrentar completamente sobrio.

No quiero hacer un llamamiento al consumo de alcohol o de cualquier otra droga. Solo quiero recordar que el revolucionario no tiene que ser un asceta, aunque pueda serlo, que no tiene por qué cumplir con todas las virtudes del universo todo el tiempo. Recordar, también, que la verdad no se encuentra solo en los lugares limpios y pulidos, sino que puede encontrarse en lugares sombríos y fríos, en callejuelas polvorientas y en bares de mala muerte. Después de todo, el pueblo llano vive también en esos sitios, ¿y no es por el pueblo que se hace la revolución?

10 abril 2018 13 comentarios 389 vistas
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westworld

Westworld: el lado oscuro del turismo

por Yassel Padrón Kunakbaeva 6 abril 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

La serie de televisión Westworld, ofrecida por la cadena HBO, y aparecida en las pantallas cubanas con el título de Almas de Metal, ha sido sin duda una de las mejores producciones de ciencia ficción de los últimos tiempos. No solo tiene una buena trama, sino que penetra en puntos bastante polémicos acerca del futuro de la tecnología y el destino de la naturaleza humana. Los autores de la serie se dieron incluso el lujo de introducir toda una reflexión sobre la conciencia, su naturaleza intrínseca y las posibilidades de que sea replicada en un recipiente no humano. Se trata, con Westworld, de un producto “filosófico”: todo lo filosófico que puede ser un producto de la actual cultura de masas.

Muchas cosas podrían decirse sobre el mundo que nos ofrece la serie, ese bucólico paisaje del lejano oeste poblado de máquinas. Podría hacerse hincapié en el evidente carácter nietzscheano de la búsqueda de William, que como una poderosa bestia hace su voluntad sobre ese mundo, solo para repetir una y otra vez su sombrío destino. O podría arrojarse luz sobre la presencia de Hegel y de su impronta en la manera en que conformaron la trama de Dolores.

La protagonista se lanza a un viaje a través del Laberinto, un viaje hacia la conciencia a través del sufrimiento, semejante únicamente a aquel que Hegel expuso en la Fenomenología del Espíritu. Incluso, podría hablarse del contenido marxista implícito en toda la historia. Sin embargo, la lectura que proponemos aquí es un poco más terrenal, y tiene que ver con el turismo.

El mundo de Westworld es un mundo con las reglas claras. Por un lado, están los insaciables usuarios, los huéspedes que vienen a usar el parque para satisfacer sus deseos más oscuros. Por el otro, están los anfitriones, un pueblo de autómatas con la única función de satisfacer a los huéspedes, aunque ello signifique enfrentarse a la violencia y el dolor todos los días.

Puede parecer una situación límite, insoportable; sin embargo, Westworld no se diferencia mucho de cualquier destino turístico. Existe un grupo de condiciones que debe cumplir todo paraíso turístico y que en dicho parque se cumplen a la perfección.

Estas son: 1) El amplio gasto de recursos naturales. Un sitio dedicado al turismo consume una gran cantidad de recursos naturales. 2) Una población completamente al servicio de los turistas, completamente objetualizada, tanto en su producción cultural como en el manejo de sus cuerpos. 3) Un tipo de individuo que se adapte a ser un mero recurso. No puede tener una gran memoria: lo ideal es que cada día se olvide de su pasado. 4) Un grupo de tecnócratas que administren el lugar, que decidan la vida y el destino de los anfitriones desde sus oscuras oficinas.

Hoy en día, estamos acostumbrados a que nos ofrezcan una imagen muy idílica del turismo. Y puede ser que algunos modos del turismo, como el de naturaleza, sean más inocuos que otros. Sin embargo, pocas veces nos hablan del lado oscuro, de los efectos que tiene esa actividad sobre la población nativa. El turismo se construye, desde su concepto, sobre la idea del consumo: un consumo asociado únicamente a la satisfacción de la apetencia.

Ser un objeto de consumo es una forma de objetualización más fuerte que aquella que sufre el trabajador enajenado de los medios de producción, ya que de ti no se espera que vendas solo tu fuerza de trabajo, sino también tus palabras, costumbres, rituales e incluso tu cuerpo. En los países turísticos tiende a surgir una capa de población dedicada únicamente a actuar como el turista espera que ella actúe. Esto, en el parque de Westworld, se garantizaba de antemano: los anfitriones eran androides programados para servir.

En los últimos años, en Cuba ha crecido la idea de que el futuro económico del país está en convertir la isla en un parque temático del socialismo, con palmeras y mulatas incluidas. Apostar de ese modo por el turismo, como única opción económica, puede resultar suicida para la sociedad cubana.

Avanzar por ese camino podría significar el arraigamiento de tendencias negativas. Podríamos terminar intentando emular con el Gran Maestro de Westworld, queriendo mover con un chasquido de dedos gigantescas cantidades de recursos que otros necesitan; dejando, por ejemplo, a la población de La Habana Vieja sin agua. Podríamos terminar creando una vida cultural falsa, folklórica, parecida a la que tenían los androides de la serie, hecha solo para consumo de los huéspedes.

También podríamos terminar favoreciendo la reproducción de un tipo de ser humano enajenado, tercermundista, sin capacidad para sostener una misma idea por mucho tiempo. Y lo peor, podría crearse una casta de ingenieros de almas, oculta tras el cristal oscuro de los automóviles. La raza de los administradores del parque.

(Puede encontrar más textos del autor: Yassel Padrón Kunakbaeva)

6 abril 2018 32 comentarios 484 vistas
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El narcisismo americano

por Yassel Padrón Kunakbaeva 30 marzo 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

Cuenta la leyenda que el joven Narciso pasaba todo el día frente al río, admirando su propio reflejo en la superficie del agua. Un buen día, intentando alcanzar el objeto amado, cayó al agua y se ahogó, creciendo posteriormente una flor en el lugar del accidente. A veces, los pueblos y colectividades humanas cometen también el error de complacerse demasiado en sus propias virtudes y pierden peligrosamente el contacto con la realidad.

Los Estados Unidos son una gran nación. Es un cliché, pero es cierto. Levantado por inmigrantes de todas partes del mundo, conquistada su tierra en virtud de toda clase de esfuerzos y violencias, no por gusto es hoy Estados Unidos el país más desarrollado del mundo. Si hay algo cierto bajo este sol, es que, en la nación americana, como a ellos les gusta decir, se ha trabajado mucho. Las manos de millones de trabajadores han construido rascacielos, líneas ferroviarias, avenidas, fábricas, presas, etc. El pueblo norteamericano es trabajador. Y de la burguesía estadounidense se puede decir cualquier cosa, menos que no sea emprendedora: han colado sus capitales hasta lo más profundo del desierto del Sahara y de la selva amazónica.

Los Estados Unidos, tierra de los pequeñoburgueses escapados de Europa, sitio libre de los restos de la civilización feudal, pudo crecer como el mayor experimento mundial de capitalismo desencadenado. Los padres fundadores tuvieron, además, la audacia de darle a la nación una constitución política muy avanzada para su época. Fueron la primera nación moderna nacida de una Revolución y una guerra de liberación nacional. Con la buena conciencia que les dio ese mito de origen, pudieron implementar una democracia liberal que se adaptaba perfectamente a sus necesidades de sociedad mercantil. Luego, todo fue cuestión del tiempo. Hoy por hoy, las empresas han crecido hasta convertirse en colosos transnacionales. Sin embargo, la constitución sigue en pie. Todavía los Estados Unidos son un país en el que un juez federal cualquiera puede detener la aplicación de un decreto presidencial.

Todo esto es cierto y admirable. Pero no quita para nada el hecho de que los Estados Unidos se han comportado hacia el resto del mundo como un imperio. Sus políticos se desgarran las vestiduras al hablar de la democracia y los derechos humanos, pero por detrás de la fachada autorizan golpes de estado e intervenciones militares. Sin embargo, esta doble moral no se basa únicamente en la hipocresía. La principal razón por la que la política norteamericana mantiene una línea coherente de atropellamiento hacia el resto del mundo, es porque los norteamericanos, tanto la élite como el pueblo llano, se dejan arrastrar por un marcado narcisismo cultural. Es normal que un norteamericano común no sepa casi nada del mundo exterior a Estados Unidos. Para él, no hay gran diferencia entre un latinoamericano, un español o un turco: todos son emigrantes.

Los norteamericanos son víctimas de su propio éxito. La conciencia de su libertad- una libertad que no sale de los marcos del paradigma burgués, pero que está bien defendida por las instituciones-, la conciencia de sus éxitos materiales, les provoca la ilusión de que son el único pueblo con subjetividad en la historia. Dios bendiga a América. El pueblo elegido de Dios. El destino manifiesto. La Doctrina Monroe. Caen en la misma trampa en que han caído todos los pueblos que a lo largo de la historia han tomado el camino de ser imperio. En vano se autodenominan el imperio de la libertad. Será una libertad solo de ellos, y que los demás pueblos recibirán como una pesada carga.

Fue sobre la base de ese narcisismo cultural que las élites norteamericanas lograron el apoyo de la opinión pública para la aventura de intervención en la guerra de liberación cubana, en 1898. Vinieron como libertadores, pero una vez aquí no reconocieron a los cubanos como a sus iguales. Todo el mundo en Estados Unidos vio bien que ese poderoso país determinara los destinos de Cuba, convirtiéndola en un protectorado. Nadie se dio cuenta de que esa bandera de las barras y las estrellas ondeando en el Morro habanero era una ofensa al dignidad de la joven nación, y que eso podría tener consecuencias.

Hoy por hoy, el mundo contempla atónito la actuación de un presidente mamarracho como Donald Trump, que desde la Casa Blanca lleva la política norteamericana a extremos de ridiculez nunca antes vistos. Arrojar papel sanitario a los puertorriqueños o mandar a armar a los profesores en las escuelas, son solo algunas de sus más conocidas salidas. De lo que se trata es de una muestra más de narcisismo desencadenado. Trump solo tiene oídos para sí mismo. No le importa toda la evidencia del mundo: él no cree en la existencia del cambio climático y fin de la historia. America first!

Es triste ese lado de la historia norteamericana, y es más triste para nosotros los del Sur, que somos los que primero lo sufrimos. Pero si siguen por ese camino, si el pueblo norteamericano no detiene la salvaje fiesta de sus élites descontroladas, si no se dan cuenta de que en este mundo hay cinco continentes llenos de naciones soberanas, las consecuencias de sus actos van a terminar alcanzándolos a ellos mismos. Ya el Imperio está en decadencia. Los del Sur debemos seguir resistiendo, pero no estaría mal que un día los norteamericanos salieran a luchar, como una vez partieron a acabar con la esclavitud, y construyeran por fin ese otro gran país que hizo decir a Martin Luther King la más hermosa frase de la política americana: I have a dream!

30 marzo 2018 60 comentarios 590 vistas
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Cuba podría ser la Vietnam del Caribe

por Yassel Padrón Kunakbaeva 23 marzo 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

Durante mucho tiempo los cubanos hemos escuchado hablar acerca de nuestro subdesarrollo. Académicos de toda clase polemizan acerca de las causas que puede tener: que si tiene que ver con el modelo de colonización española, que si se debe al monocultivo y a la monoproducción, etc. No faltan incluso las explicaciones racistas que apuntan a la presencia de negros traídos de África. Pero de lo que casi nadie habla es de las posibilidades de desarrollo que puede tener Cuba. Nadie nos ha explicado cómo puede Cuba llegar a ser un país desarrollado.

Cuando se mira un mapa económico del mundo salta a la vista que existe un reducido club de países que van en primera clase: son aquellos que se subieron al carro del capitalismo imperialista a finales del siglo XIX y principios del XX, Norteamérica, Europa, Japón y Australia. Esos no cuentan para nuestro análisis, ya que es imposible que ningún país pueda subir por la escalera que ellos subieron. Si se quiere encontrar modelos de desarrollo que puedan servir para Cuba, estos tienen que ser buscados en el Tercer Mundo, en países que lograron vencer el subdesarrollo. No se trata, por supuesto, de ir en busca de una receta para aplicarla al pie de la letra. Se trata de aprender de la experiencia acumulada en otras partes del mundo para construir con calidad nuestro propio modelo.

Los ejemplos más fehacientes de victoria sobre el subdesarrollo se encuentran en el Lejano Oriente, en el grupo de países conocidos como los tigres asiáticos. Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Vietnam, Hong Kong; y por supuesto, no se puede olvidar al gran dragón, China. Pero el caso de China no nos sirve: se trata de un país demasiado grande, imposible de comparar con el nuestro. El caso más útil de todos es el de Vietnam, un país socialista como Cuba, que además tiene un clima tropical y un territorio largo y estrecho. Vietnam libró una de las guerras más heroicas de la historia, quedó devastado, y hoy por hoy compite en las listas de desarrollo económico. Se trata de un caso digno de estudio.

Por supuesto, cualquiera puede cuestionar la posibilidad de aplicar los métodos de las economías asiáticas aquí en Latinoamérica. Después de todo, la región tiene dos siglos de trayectoria capitalista y no ha dado un solo caso de país altamente desarrollado. Los que más se acercan son Uruguay y Costa Rica, que son excepciones a la regla. Los augures del fatalismo geográfico aseguran que Cuba está condenada al subdesarrollo. Además, afirman que, si la isla alguna vez tuvo un chance de progresar, ella misma se encargó de echarlo por tierra al abrazar la causa del comunismo. Perdidos estaríamos, si le hiciéramos caso a estos augures.

Pero analicemos cual es la causa fundamental del fracaso del capitalismo latinoamericano y que también da la clave para entender el éxito de los tigres. En América Latina solo se han construido economías de factoría enfocadas hacia el mercado internacional, no ha habido la voluntad de construir sistemas económicos que tengan su centro en sí mismos. La clase política de los países latinoamericanos, así como su oligarquía, han estado vendidos al capital extranjero y nunca han gobernado para sus respectivos países. Por el contrario, en los tigres asiáticos el estado ha mantenido una política independiente de intervención sobre la economía, en función de los intereses nacionales. Ese ha sido el denominador común, el estado fuerte, a pesar de las diferencias entre un sistema socialista de partido único (Vietnam), una democracia parlamentaria en estado de alerta permanente (Corea del Sur) y una dictadura militar (Singapur).

Pues resulta que Cuba tiene, por su particular historia, mejores condiciones que ningún otro país latinoamericano para seguir el camino de los tigres asiáticos. Es cierto que, desde cualquier indicador económico que se mire, Cuba es uno de los países más atrasados de la región. Es cierto que nuestros volúmenes de producción y exportación son mínimos, y que parece que estamos por detrás de la mayoría de los países latinoamericanos. Pero tenemos algo que ellos no tienen, independencia, y un estado fuerte al que nadie le puede impedir intervenir en la economía. La independencia, prácticamente el mayor legado que nos dejara Fidel Castro, podría convertirse en un recurso invaluable si lo supiéramos utilizar.

Por supuesto, antes de pensar en cualquier desarrollo sería necesario el final del bloqueo. Cuba necesita resistir hasta que los norteamericanos se den por vencidos en su afán de destruir la revolución y se decidan a negociar con una Cuba socialista. Es decir, hasta que se resignen a tener en el patio a una Vietnam caribeña. Ya no falta mucho para eso.

En un contexto de no bloqueo, Cuba podría utilizar el bajo precio de su mano de obra y su cercanía a los Estados Unidos para llevar a cabo un despegue económico. Las manufacturas que hoy se instalan en China, podrían instalarse en el Mariel, en Santa Cruz del Norte, en Nuevitas. Pero, además, Cuba podría aprovechar el potencial creado por la revolución para convertirse en una potencia en el área de las altas tecnologías: biotecnología, electrónica, robótica y telecomunicaciones. El atraso en cuanto a infraestructura tecnológica podría usarse positivamente, instalando aquí directamente lo más avanzado y experimental que hay en el mundo, a gran escala.

Nada sería fácil, ni color de rosa; un contexto de crecimiento económico acelerado e intercambio comercial con Estados Unidos provocaría grandes presiones sociales, culturales y económicas. Con más razón Cuba debería seguir siendo socialista, comprometida con los valores nacionales y con la ayuda a los más débiles. También debería evitarse retornar a la dependencia con Estados Unidos, para lo cual puede servir una mayor diversidad de las fuentes de inversión. Además, está el problema demográfico, el envejecimiento poblacional. Sería muy deseable que, en ese contexto, los cubanos en el exterior comenzaran a retornar y trajeran consigo su dinero para invertirlo aquí.

Por supuesto, Cuba no dejaría de ser un país turístico, pero al menos dejaría de ser un país solo turístico, con todos los males que eso trae. Lo que sí se debería es extremar, en ese escenario, las medidas de protección del medio ambiente, que se encontraría en serio peligro.

Estas son solo algunas ideas, quizás demasiado optimistas, sobre cómo podría ser el futuro de Cuba. Me parece que se mueven por completo dentro del espíritu de los lineamientos del Partido. El tiempo dirá si nuestra nación está destinada a vencer, económicamente hablando, o no. Necesitamos esa victoria, por nuestros hijos y nuestros nietos.

Tomado de: La Luz Nocturna

23 marzo 2018 193 comentarios 525 vistas
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¿Qué hacer con los ismos?

por Yassel Padrón Kunakbaeva 16 marzo 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

A lo largo de mi vida me he encontrado con personas que aseguran no creer en ningún “ismo”, sea socialismo, comunismo, capitalismo o fascismo. Son personas plenamente integradas a la postmodernidad. El discurso de estos plenamente integrados individuos es tan autorreferencial, que normalmente no vale la pena discutir con ellos. Sin embargo, puede resultar útil analizar la parte de razón que llevan. ¿Tiene alguna vigencia el lenguaje de los ismos en el siglo XXI? ¿No estarán los movimientos sociales progresistas enganchados a la bola de hierro de una lengua muerta?

Siempre me ha llamado la atención que los políticos capitalistas no han adoptado nunca de buen grado las denominaciones que implican un “ismo”, como capitalismo o neoliberalismo. Ellos prefieren usar palabras más viejas, pero que conservan mucho más brillo, como democracia, derechos o libertad. Resulta interesante observar cómo los socialistas han sido incapaces de hacer lo mismo, cuando podrían recurrir a expresiones como la de justicia social, o disputar el sentido de la palabra libertad. Por el contrario, estos siguen comprometidos con un discurso que los hace entender el mundo como una arena en la que distintos “ismos” se enfrentan a muerte. Se da la paradoja de que los progresistas parecen ser quienes están atados al gris pasado de la guerra fría.

Para entender de dónde vienen los “ismos” se hace necesario descender hasta las raíces mismas de la modernidad. En la Europa de comienzos del segundo milenio se dieron las condiciones para que un grupo humano- la burguesía- aprendiese a vivir de un modo nuevo. Al surgir el capital como relación social, surgió la posibilidad de que el individuo entendiese el mundo como un espacio de realización suyo y potencialmente infinito. Se dieron las condiciones para que aquellas dimensiones conceptuales y valorativas que habían sido puestas en la figura de la divinidad pudiesen ser pensadas como parte del mundo terrenal.

Sin embargo, la estructura ideológica de la modernidad capitalista siempre ha tenido un defecto. La base de su fortaleza constituye también su debilidad. Como proyecto metafísico, la modernidad nació vinculada a la noción de un individuo autónomo que se encuentra esencialmente en oposición al resto de la especie. Esto era especialmente funcional a una sociedad necesitada de la existencia de individuos que pudiesen vender libremente su fuerza de trabajo.  Sin embargo, el auge de esta noción contribuyó a potenciar aquello que Hegel llamó la escisión: una sociedad dónde los hombres han perdido la idea de “comunidad” y se enfrentan en una guerra de todos contra todos.

La modernidad nació así con una paradoja implícita. El mismo principio de la libertad, que permitía los más grandes avances en la ciencia, el descubrimiento geográfico o el crecimiento económico, resultaba torpe a la hora de ofrecer una idea de comunidad que pudiese sustituir a la vieja comunidad premoderna. En ayuda de los hombres modernos, por supuesto, vinieron los conceptos de la antigüedad clásica, sobre todo el de república. Pero la tarea de generar un proyecto de comunidad moderna fue de los grandes pensadores racionalistas, que se dedicaron a idear un mundo en el que la libertad no fuese ya algo solo individual, sino también general.

Es necesario entender que, a pesar del auge del individuo moderno autónomo, las sociedades capitalistas siguen necesitando de la idea de comunidad. Incluso, como sociedades que poseen normalmente un alto grado de antagonismo social, las naciones capitalistas están más necesitadas que muchas otras de una idea “identitaria” de comunidad que contrarreste y les quite fuerza a los conflictos. De manera habitual, este papel lo juegan los nacionalismos- y aquí vamos vislumbrando cual es el papel de los “ismos”-, lo cual se ve en el ejemplo del Reino Unido, que todavía hoy es un reino con leyes semifeudales. El amor a la Corona ha sido imprescindible en ese país para mantener la paz social. Pero también puede ser que la idea de comunidad humana sea restablecida a través de un proyecto utópico de sociedad racional de hombres libres, con el lema de: ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!

Así vemos como la propia modernidad, más allá de su nacimiento originario en las manufacturas de los burgueses europeos, generó una serie de proyectos de comunidad dotados de una fuerza tremenda. Estos proyectos son los “ismos” que conocemos: nacionalismo, liberalismo, socialismo, comunismo, feminismo, anarquismo, etc. Tienen que ser fuertes, porque surgen con el fin de contrarrestar la tendencia inmanente a la disolución individualista. No actúan solo a nivel nacional, sino que pueden elevarse al plano internacional (internacionalismo), así como pueden servir de bandera para cualquier minoría (feminismo, indigenismo), e incluso pueden tener metas totalmente opuestas entre sí. Lo común a todos ellos es que generan una militancia, llevan a quienes los asumen a unirse a causas colectivas.

El surgimiento de “ismos” fue tan natural a la modernidad como el auge del individuo autónomo, aunque parezcan dos procesos opuestos. A esto no escapa ni siquiera el comunismo marxista mismo, a pesar de sus pretensiones de superación total del capitalismo. El socialismo también es un hijo de la modernidad capitalista. E incluso se puede decir lo mismo para el actual posmodernismo, la utopía de un mundo sin utopías ni causas colectivas.

No obstante, el tiempo ha pasado, y la humanidad ya pasó por el siglo XX, un siglo marcado por una lucha entre “ismos” de proporciones descomunales. Surgió incluso un “ismo” anti-moderno y anti-racionalista: el fascismo, que en su variante nazi pretendía durar mil años. La gente, cuando oye hablar hoy de comunismo o socialismo, normalmente piensa en primer plano en el Muro de Berlín, en torres de vigilancia, ladrillos al descubierto y alarmas antiaéreas. Eso cuando no piensa en campos de concentración. La propaganda del capitalismo tardío también se ha encargado de afianzar esa percepción. Continuar hablando en el lenguaje de los “ismos” es arriesgarse a una malinterpretación radical.

Actualmente se hace más necesario que nunca quitar por un momento los ojos de la bandera propia y recordar por qué se lucha. El socialismo parte de una crítica al mundo de la modernidad capitalista, que promete la libertad y solo ofrece un mundo de antagonismo y acumulación. El socialismo es la inconformidad con que el infinito entre a la realidad solo como cuenta bancaria, es la pretensión de que el “infinito amor” de la divinidad premoderna penetre verdaderamente a la realidad como “infinita justicia”. Por eso no se le puede desechar: la idea del Bien Supremo no puede ser abandonada por la política, que se encuentra bajo el asecho del conformismo, el verdadero Mal Supremo de nuestra época.

No se puede desechar del todo el lenguaje de los “ismos”, ya que son muchas las personas que solo pueden reconocer una bandera cuando viene diseñada de esa forma. Pero es necesario poner el acento sobre qué es lo que queremos y nos proponemos. Los socialistas somos aquellos que tomamos partido por el maximalismo de la justicia, ya que creemos que es un valor absoluto que no puede ser desechado y que debe entrar de lleno a la realidad. Que alrededor de ese programa hemos construido una bandera y un oasis en medio del océano individualista, como han hecho todos los creadores de “ismos”, es cierto. Pero no por eso debemos olvidar que luchamos por un día en el que no hagan falta “ismos”, porque el sol brillará generoso por igual para todos.

16 marzo 2018 43 comentarios 813 vistas
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ruinas

Crecer entre las ruinas

por Yassel Padrón Kunakbaeva 16 febrero 2018
escrito por Yassel Padrón Kunakbaeva

Un día estaba yo sentado en la concurrida parada de 23 y 12 en compañía de mi buen amigo Alejandro Mustelier, cuando este compartió conmigo una profunda reflexión. Según Alejandro, el ambiente hostil en el que los cubanos nos veíamos forzados a vivir nos había convertido a algunos en verdaderos escorpiones del desierto de tres colas. Es decir, nos había transformado en criaturas extremadamente resistentes, capaces de sobrevivir en las más áridas circunstancias. La ocurrencia puede parecer graciosa, pero merece una reflexión más demorada.

La inmensa mayoría de los cubanos convivimos día a día con una realidad verdaderamente dura. Las grietas, manchas, derrumbes, etc. han pasado a ser parte de nuestra vida cotidiana; la basura misma, los escombros, el agua desbordada, son una parte necesaria del paisaje. Tanto es así, que ese mundo de las películas, en el que todo está estilizado y limpio, nos parece hasta cierto punto irreal. Más de un adolescente cubano se ha preguntado si el mundo exterior a Cuba realmente existe, y si no viviremos todos en un reality show.

Cuba se siente como un lugar que está al borde de un colapso civilizatorio. Y no se trata solo de la imagen. Vivir en Cuba implica una permanente lucha por acceder a los bienes más elementales, participar de una economía subterránea de barracudas y tiburones.

El transporte urbano de La Habana es un verdadero suplicio que muchos sufren a diario; los pasajeros viajan como un ejército de zombis condenados, muertos en vida. Incluso las celebraciones en Cuba tienen algo de demoníaco: se celebra entre las ruinas de una vieja civilización.

La reacción más común entre la gente es la de tratar de esconder la cabeza, encerrarse en una burbuja, llegar a casa, bañarse, y sentarse a ver la novela. La realidad, no obstante, toca fuerte a la puerta. Son muchos los que se sienten derrotados, los que han aceptado la miseria y la angustia como la marca de sus vidas fracasadas. Entre estas personas, lo más común es el deseo de condenar en bloque al sistema político, de echarle las culpas al “gran padre” de todos sus problemas.

¿Pero qué pasa si un cubano, con deseos de llegar hasta la causa última del mal, se dedica leer a Marx, y descubre sorprendido que el filósofo le da la razón desde la lejana fecha de 1844, en la crítica del comunismo vulgar? Leer a Marx desde la Cuba del siglo XXI puede ser una experiencia interesante, sobre todo cuando se lee al mismo tiempo a Nietzsche.

Uno comienza a leer a Marx con los ojos de Nietzsche y a Nietzsche con los ojos de Marx. La vida revolucionaria puede ser entendida entonces como una manifestación de la voluntad de poder; la lucha contra el capitalismo, como la determinación de construir un poderoso lazo de solidaridad entre hombres y mujeres libres.

Nuestro destino nacional, trago amargo, puede dejar de parecer algo especialmente terrible cuando se comprende que el mundo es un lugar terrible. No somos más que las víctimas de una tragedia histórica, en la que no se va a ganar mucho con sacar la cuenta de los culpables o los inocentes. Todos hemos sido cómplices de esta Revolución maldita. Nuestros padres, y un poco también nosotros, hemos bebido del dulce vino de sentirnos dignos, soberanos, la capital del antimperialismo mundial. Ahora nos toca seguir el camino al abismo.

La mejor opción que nos queda, existencialmente, es asumir la fuerza que nos da ser seres que hemos crecido entre las ruinas. Mirar de frente a la oscuridad del destino, con la sonrisa de Zaratustra a flor de piel, y atrevernos a ser libres. Rompiendo con el pasado, sintiéndonos libres de deudas y de resentimientos, es la forma en que, paradójicamente, más cerca vamos a estar de seguir en lo mejor de nuestra tradición revolucionaria. Los hijos del nuevo día son los que construirán el futuro.

16 febrero 2018 92 comentarios 563 vistas
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