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Rafael Rojas

Rafael Rojas

Profesor de El Colegio de México. Director de la revista Historia Mexicana.

Guiteras (1)

Guiteras y los socialismos vernáculos*

por Rafael Rojas 24 noviembre 2021
escrito por Rafael Rojas

En los mismos años en que se extendía la ola revolucionaria en Centroamérica y el Caribe hispano, en Cuba se producía un amplio y heterogéneo movimiento social y político contra la dictadura de Gerardo Machado. Este general de la Guerra de Independencia de 1895, que había sido alcalde de Santa Clara durante la primera ocupación norteamericana de la Isla, entre 1898 y 1902, y que durante las primeras décadas republicanas había militado en el Partido Liberal, llegó a la presidencia en 1925.

Como José Miguel Gómez y Alfredo Zayas, otros dos líderes liberales, Machado había participado en un levantamiento armado contra el conservador Mario García Menocal en 1917, y su campaña presidencial, bajo la consigna de «agua, caminos y escuelas», logró el apoyo de los elementos más renovadores del liberalismo cubano. Sin embargo, en 1927, con apenas dos años de gobierno, Machado propuso reformar la Constitución de 1901 para asegurar una prórroga de poderes por dos más, con el fin de ganar tiempo y preparar su reelección.

Aprovechó la reforma para reforzar su poder por medio de la extensión del período presidencial a seis años, la eliminación del cargo de vicepresidente, el aumento de las iniciativas de ley por parte del ejecutivo y la creación de un Consejo de Estado. El proyecto de reforma constitucional, que sería aprobado por un congreso constituyente, se vio ligado desde un inicio a las relaciones bilaterales con Estados Unidos, toda vez que Machado lo incorporó a la agenda de un viaje a Washington, en abril de 1927, donde lo expuso al presidente Calvin Coolidge. En esa visita, Machado habría planteado al gobierno de Estados Unidos la idea de derogar la Enmienda Platt.

Las primeras reacciones contra el reeleccionismo de Machado provinieron del propio Partido Liberal que lo llevó al poder. Carlos Mendieta Montefur, coronel de la última guerra de independencia, envió una carta abierta al presidente en la que le pedía no violar «las prácticas de la democracia ni las más rudimentarias de la equidad y la justicia». Y advertía: «acuérdate que no has escalado el poder para conculcar las libertades sino para mantenerlas con todo vigor patriótico. Vuelve los ojos hacia el pasado reciente de nuestra República y hojea el libro de la experiencia, cuyas páginas se han escrito con sangre de hermanos».

Machado respondió con una frase que denotaba la subestimación de la nueva generación por la vieja: «nada es más perjudicial a la salud de la República que lanzar a la juventud universitaria, inexperta, cándida y tan llena de ideales hermosos…, a campañas políticas interesadas y fogosas».

Uno de los primeros posicionamientos contra la reforma constitucional provino, precisamente, de los jóvenes del Directorio Estudiantil Universitario, organización a la que entonces pertenecía el líder estudiantil Antonio Guiteras Holmes. En un manifiesto a la opinión pública, en abril de 1927, los miembros del Directorio afirmaban que la prórroga de poderes era un «atentado a las libertades y a la soberanía del pueblo cubano» y que la promesa de una derogación de la Enmienda Platt no debía aceptarse a cambio de la instauración de una dictadura. En 1927 Guiteras no creía necesaria una reforma constitucional en Cuba, sobre todo si la misma servía para perpetuar a Machado.

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El presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge, a la izquierda, junto a Elvira Machado, esposa de Gerardo Machado, y este, a la derecha, junto a la esposa de Coolidge, Grace, en La Habana en 1928. (Foto: Associated Press)

Al final, la reforma constitucional se aprobó en 1928, pero sin la prórroga inmediata de poderes, por lo que el presidente se presentó a la reelección aquel año. Sin embargo, la idea de un sexenio machadista, que se extendería de 1929 a 1935, molestaba profundamente a varios sectores de la población y provocó la radicalización de la juventud opositora. La gran movilización juvenil, que arrancaría en 1930 y sacudió a los sectores tradicionales de la primera República cubana, fue el punto de partida de una transformación profunda de la sociedad y el Estado sin la que es imposible comprender el proceso revolucionario posterior.

Unos años después del manifiesto de 1927, siendo miembro de Unión Revolucionaria, Guiteras cambia de posición y piensa que Machado debe ser reemplazado por un «gobierno provisional», llamado a crear «un régimen en concordancia con las nuevas orientaciones político-sociales que han aparecido en el mundo desde que fue redactada la Constitución de 1901, que asegura para Cuba vida libre de opresiones nacionales y de injerencias extrañas».

Su valoración de la Constitución de 1901 continuaba siendo positiva, no obstante, ahora contemplaba la necesidad de una reforma profunda desde el gobierno, que colocara a Cuba en el panorama de las izquierdas revolucionarias y populistas de la región.

El gobierno provisional, a su juicio, debía durar solo dos años, luego de los cuales se organizaría un plebiscito y se haría un censo para convocar elecciones a un nuevo congreso constituyente. Aquel primer programa guiterista proponía, entre otras medidas de beneficio social, la nacionalización de los servicios públicos (ferrocarriles, ómnibus rurales y urbanos, compañías de expreso, cables, telegrafía sin hilos, teléfono, alumbrado eléctrico, gas y agua).

Además de esos pasos en la dirección de un reforzamiento del papel económico del Estado, en sintonía con las tesis keynesianas y de la London School of Economics, Guiteras suscribía elementos del reformismo agrario mexicano y centroamericano, mediante leyes contra el latifundio, la extensión del sufragio universal, directo y secreto, para hombres y mujeres mayores de veintiún años, la autonomía del poder judicial y de la educación universitaria.

Con esa claridad programática a sus veintitantos años, no es raro que el joven graduado de Farmacia en la Universidad de La Habana se convirtiera en una de las figuras centrales del nuevo gobierno revolucionario. La Revolución cubana del 33 fue muy heterogénea, pero tuvo tal vez en Guiteras el punto de intersección de todas sus corrientes políticas: los comunistas partidarios de la línea soviética, los socialistas antiestalinistas de tendencia anarquista o trotskista, los nacionalistas revolucionarios de izquierda, los nacionalistas revolucionarios de centro o de derecha, los populistas cercanos a las posiciones del APRA y los viejos liberales y conservadores de las primeras décadas republicanas.

La Revolución contra Machado hizo emerger un espectro de asociaciones y partidos que, creados antes o durante la dictadura, transformaron el sistema político insular: Partido Comunista de Cuba (PCC), Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC), Directorio Estudiantil Universitario (DEU), Ala Izquierda Estudiantil, Unión Revolucionaria, Partido Bolchevique Leninista, Unión Nacionalista, Partido Liberal, ABC….

Entre sus líderes se encontraban miembros de los viejos partidos Conservador y Liberal, como Mario García Menocal, Miguel Mariano Gómez, Carlos Mendieta Montefur y Roberto Méndez Peñate, que se levantaron en armas en 1931 contra Machado; militantes comunistas como Rubén Martínez Villena, que organizó las principales huelgas del movimiento obrero; líderes universitarios como Ramón Grau San Martín, Carlos Prío Socarrás o Eduardo Chibás; periodistas como Sergio Carbó, o intelectuales como Joaquín Martínez Sáenz, Jorge Mañach, Francisco Ichaso y Juan Andrés Lliteras, fundadores del ABC, un partido catalogado erróneamente como «fascista» por buena parte de la historiografía oficial cubana.

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Sergió Carbó (2-izq.), de blanco, en una foto junto a Ramón Grau San Martín (izq.), Fulgencio Batista (cent.) y otros políticos y militares cubanos en 1933. (Foto: latinamericanstudies.org)

La conspiración del partido Unión Nacionalista había arrancado desde fines de los años veinte, y prueba de su heterogeneidad fue la aproximación a la misma de Julio Antonio Mella y otros jóvenes de izquierda. Los conspiradores, viejos revolucionarios del XIX, buscaron apoyo en Washington y Nueva York y organizaron una expedición del Havana Yacht Club a Río Verde, Pinar del Río, en el verano de 1931.

Otro grupo, que también logró soporte en Estados Unidos —encabezado por los tenientes Emilio Laurent y Feliciano Maderne, y apoyado por jóvenes políticos como el ya citado Sergio Carbó, Lucilo de la Peña y Carlos Hevia—, desembarcó en Gibara, provincia de Oriente. Ambas sublevaciones fueron rápidamente neutralizadas por el ejército de Machado y sus principales líderes, encarcelados, aunque pocos meses después los amnistiaron.

El ABC surge justo en el verano de 1931, a partir de una lectura crítica del fracaso de aquellas revueltas armadas. Sus líderes eran Martínez Sáenz, Mañach, Ichaso y Lliteras; respaldados por intelectuales y políticos de la misma generación como Emeterio Santovenia, Carlos Saladrigas, Ramón Hermida, Gustavo Botet, Orestes Figueredo, Juan Pedro Bombino… Algunos, como Bombino y Figueredo, provenían del Directorio Estudiantil; otros, como Mañach, derivaban del Grupo Minorista desde la década anterior.

La identidad juvenil del movimiento se tradujo en una valoración sumamente crítica del rol de la generación anterior, que, a su entender, había logrado la independencia pero era incapaz de encabezar la construcción de una república moderna en el siglo XX, abierta al nuevo repertorio de derechos sociales de la ciudadanía.

La perspectiva generacional y el concepto político de la «juventud», en el espacio latinoamericano, habían marcado todo el itinerario de la izquierda no comunista: el movimiento estudiantil de Córdoba, la lucha por la autonomía universitaria, la Revolución Mexicana, José Vasconcelos, Víctor Raúl Haya de la Torre, el APRA… Varias corrientes de la Revolución del 33, en Cuba, como el DEU, el Ala Izquierda, ABC y La Joven Cuba, comparten ese proceso de invención conceptual de la juventud como sujeto político.

El «Manifiesto-programa» del ABC, que comenzó a circular en 1932, planteó el asunto de una manera precisa. Luego de señalar que la aspiración de la nueva «organización» —también llamada «movimiento», raras veces «partido»— era la «renovación integral de la vida pública cubana», es decir, no solo «acabar con el régimen tiránico» de Machado sino «también remover las causas que lo han determinado, y mantener efectivamente organizada a la opinión sana del país en una fuerza permanente para la realización y defensa de los intereses nacionales», Mañach, Martínez Sáenz, Ichaso y Lliteras explicaban:

El ABC es característicamente un movimiento de juventudes, porque la evolución nacional en los últimos treinta años ha demostrado que una gran parte de los males de Cuba se derivan de que la generación del 95 ha secuestrado para sí la dirección de los asuntos públicos, excluyendo sistemáticamente a los cubanos que alcanzaron la plenitud civil bajo la República. Después de cumplir, gloriosamente, su misión histórica, la conquista de la independencia, esa generación tuvo que servir de puente entre la Colonia y la República. Pero desde sus primeros pasos en su gestión republicana, puso de manifiesto su falta de aptitud para la labor civil de organizar y defender el nuevo Estado. Impedida, por el mismo empeño libertador, de adquirir la preparación doctrinal y técnica necesaria; fatigada de la tensión política; minada por las rivalidades y el espíritu de caudillismo que toda guerra de emancipación naturalmente engendra, esa generación no ha sabido, ni en el Poder ni en la Oposición, organizar las defensas de la nacionalidad. Dominó, sin embargo, de tal modo el sistema político nacional, que los jóvenes admitidos en el mismo, han sido únicamente los que se mostraron dispuestos a aceptar sus condiciones y contagiarse de sus vicios, estableciéndose así una selección a la inversa: la selección de los peores.

Estos jóvenes revolucionarios reiteraban que aquella generación estaba «políticamente liquidada» y que era preciso «sustituirla» porque podía «imputársele el fracaso de la primera etapa republicana» de Cuba. Tal visión se hallaba sumamente extendida entre los diversos grupos y asociaciones antimachadistas, incluso entre los comunistas, aunque la ortodoxia doctrinal del marxismo-leninismo los llevara a negar o subestimar el conflicto generacional, frente al conflicto de clases, al que consideraban determinante en una sociedad moderna.

En diversos escritos de Mella, Martínez Villena o Marinello, es detectable la idea de que la generación del 95 había traicionado los ideales de soberanía y justicia. Sin embargo, algunos como Martínez Villena o el intelectual de izquierda Raúl Roa, que no militaba en el Partido Comunista, juzgaron severamente el manifiesto del ABC. Su principal crítica era al método de lucha violenta de la organización, que definían como «terrorista», pero también cuestionaban la importancia que el programa daba a la «pequeña propiedad» dentro de la reforma agraria.

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Julio Antonio Mella

Hay algunas continuidades entre el ABC, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) y el guiterismo —corriente socialista no comunista impulsada por Antonio Guiteras Holmes, dentro de la propia Revolución de 1933— ignoradas por la historiografía marxista-leninista, debido al cúmulo de dogmas y prejuicios frente a la izquierda nacionalista revolucionaria.

Desde que Guiteras rompe con los sectores que hegemonizaron la Revolución del 33, evidenció una visión crítica de las generaciones mambisas y un celo conceptual en torno a la idea de Revolución, que rápidamente lo distinguió de otros líderes de aquel proceso. En su conocido artículo «Septembrismo», publicado en abril de 1934 en Bohemia, reconocía la importancia del cuartelazo del 4 de septiembre por poner fin al gobierno «débil e impopular» —«por la mediocridad que caracteriza a todo gobierno de concentración»— y «mediatizado» de Céspedes.

También se oponía a quienes rechazaron sus decretos —«martillazos que rompían lentamente la máquina gigantesca que ahogaba al pueblo de Cuba»—, ya que «nuestro programa no podía detenerse simple y llanamente en el principio de la no intervención». Se refería, desde luego, a Batista, y también a líderes civiles como Sergio Carbó, que mencionaba por su nombre —y a Guillermo Portela y Porfirio Franca, que no mencionaba— como reacios al cambio. Pero no a José Miguel Irisarri o Ángel Alberto Giraudy, miembros del gabinete progresista de fines de 1933, que se incorporarían en 1934 a La Joven Cuba.

Aunque no cuestionaba públicamente a Grau San Martín, su compañero en el Gobierno de los Cien Días, y hasta reconocía que su actitud no había sido «estéril», Guiteras partía de una distinción entre verdaderos y falsos revolucionarios, que suponía una mirada crítica hacia las derivas políticas de la última generación mambisa en la política republicana. El «fracaso» de su breve gobierno progresista era la prueba de que «una revolución sólo puede llevarse adelante cuando está mantenida por un núcleo de hombres identificados ideológicamente, poderoso por su unión inquebrantable».

Había, sin embargo, semejanzas evidentes entre este concepto de Revolución, en el que se combinaban cohesión política y flexibilidad ideológica, y el de Batista, quien monopolizaría el uso oficial del término en Cuba hasta los años cincuenta.

En septiembre de 1934, a un año de la revolución del 4 de septiembre, decía Batista, en tono filosófico:

Cuando al hombre se sustrae de la rutina, de la costumbre de seguir lo trillado, le sucede como al niño al comenzar su colegio: todo al principio le azora y le sobrecoge; pero pronto atempera su espíritu al ambiente y se adapta a las nuevas formas de vida. Las revoluciones provocan siempre, al estallar, inquietudes y dudas; porque abren amplios paréntesis de incógnitas en la vida de los hombres. No hay que confundir a los movimientos revolucionarios reformadores con las simples revueltas. Estas son pasajeras; los efectos de aquéllos son permanentes o evolucionan. Cuando la marcha de los pueblos se estanca, los cambios se imponen.

Batista reiteraba una serie de núcleos discursivos de toda la tradición nacionalista revolucionaria: la distinción entre revolución y revuelta; la idea de la revolución permanente y la tesis de que, al menos en la historia de Cuba, cada revolución se originaba en el desencanto con una promesa previa de cambio revolucionario. Lo reiteraba más adelante, en el mismo texto, cuando aseguraba que en la primera República cubana, de 1902 a 1933, se habían anquilosado «castas y divisiones que dieron al traste con los ideales de nuestros mambises».

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Fulgencio Batista saluda a Sumner Welles, durante una visita a Washington en 1938. (Foto: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos)

También compartía el meollo del nacionalismo revolucionario al identificar aquel estancamiento republicano con la «supeditación» de «nuestra república a los grandes intereses de factura extranjera, así como de los de raras influencias nacionales subordinadas a los anteriores».

Para Guiteras y sus seguidores era preciso entonces contraponer, al campo semántico de ese concepto oficial, otra manera de asumir y socializar el término Revolución. El Programa de La Joven Cuba es un documento donde no solo se lee esa resemantización, sino los contactos discursivos que establece dicho programa con otros movimientos de la izquierda nacionalista latinoamericana de los años treinta.

El Programa de La Joven Cuba

Para empezar, Guiteras iba más a fondo que Batista y, otra vez en sintonía con los programas del ABC y el PRC(A), cuestionaba la condición nacional de Cuba en 1934. No es que fuera una neocolonia, es que no era una nación, «a pesar de reunir todos los elementos indispensables para integrar una nación».

El Programa de La Joven Cuba, publicado como panfleto en octubre de 1934, en la imprenta del periódico habanero Ahora, es uno de los documentos más profundos de la literatura revolucionaria en América Latina. Los historiadores coinciden en que en la redacción del documento, firmado por el «Comité Central» de la organización, no solo intervino Guiteras, sino abogados vinculados al gobierno de Grau, como Irisarri y Giraudy, y el escritor y periodista Antonio María Penichet, incorporados luego a la corriente septembrista y a la breve experiencia de la asociación secreta TNT.

La profundidad ideológica del texto está directamente relacionada con la propuesta de agregar a las «unidades física, demótica, policial e histórica» de la nación cubana —ya existentes—, una «unidad funcional» —inexistente— que sería necesaria para «rebasar el estado colonial». Ese proceso, según La Joven Cuba, únicamente podría lograrse por medio del «Socialismo»: «para que la ordenación orgánica de Cuba en nación alcance estabilidad, precisa que el Estado cubano se estructure conforme a los postulados del Socialismo».

Frente al nacionalismo revolucionario hegemónico u oficial que trataba de impulsar Batista, el guiterismo proponía una visión radicalizada del cambio, introduciendo el concepto de «Socialismo», con mayúscula. No obstante, esa radicalización mantenía claras distancias con el socialismo de tipo comunista y, a la vez, no renunciaba a procedimientos propiamente reformistas, toda vez que se asumía como continuidad del programa de gobierno emprendido entre el 4 de septiembre de 1933 y el 15 de enero de 1934.

El «Estado socialista», decían los guiteristas, no era «construcción caprichosamente imaginada» o «mera utopía individual o hipnosis colectiva», sino una «deducción racional basada en las leyes de la dinámica social». Los términos son muy parecidos a los del lenguaje de los partidos comunistas latinoamericanos, pero el programa mostraba claras diferencias.

En ningún momento La Joven Cuba suscribía la doctrina del «marxismo-leninismo» ni elogiaba al proyecto soviético. Tampoco proponía la creación de un partido único o la estatalización de la economía. El programa defendía la «nacionalización o municipalización» de servicios públicos y, a la vez, el «fomento de la pequeña industria» privada.

Muy en la línea de la Revolución Mexicana, especialmente en su versión cardenista, los guiteristas proponían una reforma agraria que concediera tierras al campesinado pobre, nacionalizara los litorales y el subsuelo y creara granjas agrícolas cooperativas y estatales; pero sin desmantelar la red empresarial que operaba la industria, el comercio, la agricultura y la banca.

Las reformas previstas por La Joven Cuba incluían una amplia extensión de derechos sociales básicos a la población, pero también un reordenamiento del aparato de justicia y un combate permanente a la corrupción y la malversación de fondos públicos. En términos políticos se contemplaba una reforma electoral que hiciera efectivo el voto de cada persona mayor de 18 años y concediera el derecho al sufragio de las mujeres.

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Antonio Guiteras

En política exterior, suscribían las premisas del antimperialismo, rechazaban todos los tratados y convenios internacionales que perjudicasen a la nación, desconocían la deuda externa y llamaban a la convocatoria inmediata de un «Parlamento de América», integrado por «representantes de las asociaciones de productores, sindicatos de empleados y trabajadores y colegios de profesionales de todos los países de América».

¿A qué sonaba este reformismo radical, que mezclaba antimperialismo y panamericanismo y que apostaba a una diplomacia desde la sociedad civil, antes que desde el Estado? Definitivamente no al comunismo de los partidos aliados a Moscú, sino al aprismo peruano y chileno, al cardenismo mexicano y, en menor medida, a los nacientes populismos varguista y peronista en Brasil y Argentina.

Los referentes doctrinales de Guiteras y La Joven Cuba se movían entre Ariel y Motivos de Proteo, de José Enrique Rodó; La verdadera revolución social, del anarquista francés Sebastian Faure; los estudios críticos sobre la Revolución rusa de Volin y Archinov y lecturas frecuentes de la izquierda vasconcelista y aprista como Tolstoi, Tagore y Barbusse.

En una conocida entrevista con el aprista Enrique de la Osa para la revista Futuro, Guiteras expresaba: «es preciso reconocer que mucho han contribuido a crear ese espíritu antimperialista las organizaciones que como el APRA mantienen el propósito fundamental» del antimperialismo.

Entre 1934 y 1935, las diferencias entre el nacionalismo revolucionario de izquierda y el comunismo cubano se profundizaron. En la documentación del Segundo Congreso del Partido Comunista, celebrado en Santa Clara el 21 de abril de 1934, el guiterismo aparece catalogado como una corriente «izquierdista de la burguesía terrateniente», aliada de Grau San Martín y el PRC, Sergio Carbó y el Nacionalista Revolucionario; a pesar de las conocidas críticas de La Joven Cuba a estos líderes y partidos.

Desde marzo del 34, en unas «Directivas» del PCC a los obreros se había llamado a «desenmascarar» al guiterismo. Ahora se reiteraba la exhortación, ya que, a juicio de los comunistas, la estrategia huelguista e insurreccional de La Joven Cuba podía atraer a su «campaña demagógica» a sectores del movimiento obrero y campesino.

En un momento en que el comunismo latinoamericano transitaba hacia las tesis del «frente amplio» antifascista, impulsadas desde el Comintern por Jorge Dimitrov, en Cuba el frentismo comunista se presentaba reacio a la alianza con guiteristas, trotskistas, anarquistas y apristas.

No se mencionaba al APRA, por cierto, en aquellos documentos, pero en Cuba existía una organización ligada al movimiento de Haya de la Torre, que colaboró con Guiteras y los auténticos en la huelga de marzo de 1935 y otras acciones revolucionarias.

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Víctor Raúl Haya de la Torre

En una carta de Guiteras a sus colaboradores exiliados en Estados Unidos, el líder hablaba del proyecto de crear un frente común entre auténticos, apristas y guiteristas en marzo de 1935, para respaldar la huelga general contra el gobierno de Carlos Mendieta Montefur, convocada por el movimiento estudiantil. El propósito de aquella alianza era conectar la huelga con una insurrección armada, un curso de acción que desaconsejaban el Partido Comunista y la Confederación Nacional Obrera.

Guiteras murió en choque armado con un contingente del ejército de Batista en el fuerte El Morrillo, al norte de Matanzas, cuando se disponía a salir de Cuba rumbo a México, con el propósito de organizar una expedición revolucionaria. En México, un grupo de exiliados guiteristas bien relacionados con las redes internacionales de la izquierda aprista, buscaba apoyo de Francisco J. Múgica y del propio presidente Lázaro Cárdenas. Las fricciones entre aquellos revolucionarios cubanos y la izquierda comunista prosoviética fueron muy parecidas a las que experimentaron los partidarios de Haya de la Torre en Perú, los cardenistas en México y los peronistas en Argentina.

La Joven Cuba fue vista como amenaza por la derecha batistiana y por la izquierda comunista. La cúpula de la dirigencia prosoviética cubana acusaba a los guiteristas de sostener, como los trotskistas, que la Revolución en Cuba sería imposible mientras no se produjera antes una Revolución en Estados Unidos.

En la práctica, las cosas fueron al revés: los guiteristas organizaron una insurrección, mientras los comunistas asumieron la opción más ortodoxa del frente amplio y pactaron con Batista desde fines de los años treinta. El partido comunista, entonces llamado Unión Revolucionaria Comunista, se alió con Batista en la elección de la Asamblea Constituyente de 1939 y formó parte de su gobierno entre 1940 y 1944.

Durante el giro reformista de los comunistas latinoamericanos, que se oficializó con la estrategia de los frentes amplios establecida en el VII Congreso del Comintern en el verano de 1935, aquellos socialismos vernáculos latinoamericanos y caribeños, conectados a diversas corrientes de la izquierda populista y nacionalista, adquirieron un importante protagonismo. La iniciativa de la Revolución, dentro de la izquierda regional, se desplazó entonces a movimientos y organizaciones que se distanciaban de las premisas gradualistas del comunismo ortodoxo.

***

*Fragmento del capítulo «Variantes del nacionalismo revolucionario», del libro El árbol de las revoluciones. Ideas y poder en América Latina (Madrid, Turner, 2021).

24 noviembre 2021 20 comentarios 7,3K vistas
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La democracia social y la Constitución del 40

por Rafael Rojas 21 junio 2021
escrito por Rafael Rojas

La Constitución cubana de 1940 forma parte de un momento de la historia constitucional latinoamericana caracterizado por una visión de la democracia diferente a la que se volvería predominante a fines del siglo XX. En ese momento constitucional —que coincide con la llamada «segunda ola de democratización» a nivel global—, pueden incluirse otras cartas magnas, como la mexicana de 1917, reformada durante el cardenismo; la peronista de 1946, la varguista de 1949 y la de Costa Rica en este mismo año.[1]

Todas ellas fueron promulgadas en contextos de consolidación de proyectos populistas y nacionalistas revolucionarios en varios países latinoamericanos y caribeños, tras el colapso de las repúblicas oligárquicas de las primeras décadas del siglo XX. En Brasil, Argentina y México fueron emblemáticos aquellos procesos. En Cuba, la Revolución de 1933 fue un fenómeno con elementos similares al peronismo, el varguismo y el cardenismo, aunque sin una corporativización ni un liderazgo personal equivalentes, fuera de los intentos de Fulgencio Batista de hegemonizar la vida pública.

La ausencia de un bloque hegemónico nuevo en Cuba, condicionó que tanto la Constitución de 1940 como los gobiernos que le siguieron, estuvieran ligados a la dinámica de la alternancia en el poder. El propio sistema de partidos, como ha observado Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta, tuvo una evolución cambiante, pues se movió de la alianza entre Batista y los comunistas, a los dos gobiernos del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), desde 1944 a 1952 y, finalmente, a la emergencia del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) a fines de los cuarenta.[2]

Democracia social (3)

Aquella alternancia del régimen cubano durante los cuarenta, determinó que la tensión entre democracia social y democracia liberal se resolviera por medio de la coexistencia y no de la ruptura, como sucedió en Brasil, Argentina y, en menor medida, en México. Una coexistencia doctrinal que en el texto de la Constitución refleja, sin embargo, el predominio de los derechos sociales sobre los derechos individuales.

La idea de democracia social en América Latina avanzó en las primeras décadas del siglo XX de la mano de pensadores positivistas, liberales y socialistas. Como ha estudiado Clara Bressano, los argentinos José Ingenieros y Saúl Taborda cuestionaron el paradigma de la democracia liberal, basada en los derechos individuales, y propusieron un tipo de representación política «funcional» u «orgánica», que privilegiara los derechos sociales.[3] En Brasil, los teóricos de la revista Cultura Política, encabezada por Almir de Andrade, en los años treinta y cuarenta, defendieron algo parecido.

En México, publicaciones como El Trimestre Económico, fundada por Daniel Cosío Villegas, y Cuadernos Americanos, dirigida por Jesús Silva Herzog, armaron una plataforma doctrinal que en un estudio reciente hemos llamado «cardenismo fabiano».[4] A partir de las ideas de Harold Laski y otros filósofos y economistas de la London School of Economics en Gran Bretaña, pero también de pensadores como John Dewey en Estados Unidos, esas revistas y la editorial Fondo de Cultura Económica apostaron claramente por una democracia que privilegiara los derechos sociales en México y América Latina.

Hay evidentes coincidencias entre la democracia social latinoamericana y la socialdemocracia europea. Pero hay también diferencias que no siempre se destacan, especialmente en el campo referencial de una y otra. Mientras la socialdemocracia provenía originalmente del marxismo, la democracia social cobró impulso, sobre todo, con el keynesianismo. A partir de los años treinta, el giro keynesiano del liberalismo y la línea frentista de los partidos comunistas favorecieron el entendimiento entre diversas izquierdas.

John Alba Silot ha mostrado que el campo intelectual republicano produjo una convergencia en torno a la centralidad de justicia social desde diversas corrientes, como el liberalismo de Fernando Ortiz y Jorge Mañach, el catolicismo de Ignacio Biaín Moyúa y Andrés Valdespino o el marxismo de Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez.[5] Esas corrientes intelectuales estuvieron representadas por partidos políticos concretos en la Asamblea Constituyente de 1939.

La Asamblea estuvo integrada por setenta y seis delegados. Dieciocho pertenecían al Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) que encabezaba Ramón Grau San Martín, uno de los principales líderes de la Revolución del 33; dieciséis al Partido Liberal, liderado por el abogado y diplomático José Manuel Cortina; y quince al Partido Demócrata-Republicano, que dirigía el ex presidente Mario García Menocal. La minoría restante se hallaba distribuida, con menos de diez representantes por partido, entre la Unión Nacionalista de Fulgencio Batista, la Unión Revolucionaria Comunista y el ABC.

Democracia Social (2)

Si bien los liberales y los menocalistas abarcaban unos treinta escaños en la Asamblea, una mayoría resultante de alianzas eventuales entre nacionalistas revolucionarios y comunistas inclinó la balanza a favor del constitucionalismo social. De modo tal, los líderes y partidos proclives a preservar la estructura liberal de la Constitución de 1901 fueron desplazados por una nueva generación, más identificada con las demandas de la Revolución del 33, que decidió la notable ampliación de derechos sociales que se verificó en la Carta Magna.

Un contraste que salta a la vista al comparar la Constitución de 1901 con la de 1940, es que la primera consagraba unos treinta y dos derechos individuales, civiles y políticos, y no incluía derechos sociales; mientras, la segunda compactaba los derechos individuales en unas dieciocho garantías y dedicaba cerca de cincuenta artículos a los derechos sociales. A partir del artículo 43, del título V, sobre Familia y Cultura, hasta los dedicados a la propiedad, del 87 al 96, la Constitución giró en torno a derechos sociales.[6]

El evidente predominio jurídico de la perspectiva social, parte de una determinada concepción de la propiedad. Generalmente se destacan, en esos artículos constitucionales, la proscripción del latifundio y la potestad del Estado para expropiar bienes por causa de utilidad pública. Pero toda la sección sobre la propiedad en la Constitución de 1940, está regida por la idea de la «función social» de las posesiones privadas o públicas, establecida en el artículo 87.[7]

Dicha premisa se plasma en la pertenencia atribuida al Estado sobre el subsuelo y las tierras, bosques y aguas comunes, «que habrán de ser explotados de manera que propendan al bienestar social»; en la protección de las marcas mercantiles nacionales, en la exención de gravámenes para los censos económicos, en la obligación del Estado a actualizar sus estadísticas o en el carácter imprescriptible de los bienes de las instituciones de beneficencia.[8]

En las secciones dedicadas a la familia y la cultura, habría que destacar que la Constitución de 1940 introdujo un sistema equitativo para la disolución del matrimonio, para determinar pensiones de maternidad, seguros domésticos y asistencia social; así como de afirmación de la cultura y la educación como «intereses primordiales del Estado».[9] Las enseñanzas prescolar, primaria, elemental y superior fueron declaradas gratuitas y bajo ejecución del Estado y los municipios.

El texto constitucional ofreció una avanzada legislación laboral. El trabajo fue definido como un «derecho inalienable del individuo» y se estableció el salario mínimo y los contratos colectivos de trabajo. Se generó un sistema de «seguro social» que ofreció cobertura a los trabajadores, la jornada máxima de ocho horas, el descanso retribuido y la maternidad obrera. La Constitución de 1940 reconoció la libertad de sindicación, el mutualismo y propuso un programa de viviendas populares para obreros del sector privado y público.

La centralidad de los derechos sociales en aquella legislación tuvo efectos en la distribución de derechos civiles y en el diseño del régimen político. Algunos elementos republicanos del sistema, como la prohibición de formar «agrupaciones políticas de raza, sexo o clase», respondieron al arraigo del concepto de pueblo en la Constitución. Otras características del régimen político, como el referéndum o mecanismos de democracia directa, como la iniciativa de ley por parte de 10 000 electores, también reforzaron la dimensión plebiscitaria del nuevo sistema político.

Los historiadores Julio César Guanche y Caridad Massón Sena han destacado la importancia de la labor legislativa de los líderes y partidos nacionalistas revolucionarios y comunistas para el constitucionalismo social cubano de los años cuarenta y cincuenta.[10] Pero tan importante como eso fue la preservación de una clara estructura democrática, con elementos semiparlamentarios, y un sistema de partidos que se expandía hacia el flanco izquierdo sin caer en una deriva de fragmentación.

Democracia social (4)

«La fractura del funcionamiento orgánico de la Constitución del 40, tras el golpe de Estado de 1952, decidió la interrupción del constitucionalismo social republicano en Cuba».

El abandono de aquella plataforma fue un daño colateral del golpe de Estado de marzo de 1952 y de la dictadura militar de Fulgencio Batista. Al quebrarse los mecanismos semiparlamentarios del régimen, y algunos partidos protagónicos —como el Auténtico, el Ortodoxo y el Socialista Popular—, enfrentar el dilema de optar por la abstención o la resistencia, por la oposición pacífica o la violenta, se interrumpieron los resortes políticos que aseguraban la centralidad de la democracia social bajo el orden constituido.

Una conclusión posible de este recorrido sería que la fractura del funcionamiento orgánico de la Constitución del 40, tras el golpe de Estado de 1952, decidió la interrupción del constitucionalismo social republicano en Cuba. Aquella normatividad volcada a favor de los derechos sociales sería retomada después de la Revolución de 1959, pero sobre las bases doctrinales de un socialismo de Estado, que descontinuaba la efímera tradición democrática de la isla.

***

Notas

[1] Samuel P. Huntington: La tercera ola. La democratización a finales del siglo XX, Barcelona, Paidós, 1994, pp. 10-17.

[2] Carlos Manuel Rodríguez Arechavaleta: La democracia republicana en Cuba, 1940-1952. Actores, reglas y estrategias electorales, Ciudad de México, FCE, 2017, pp. 152-190.

[3] Clrara Bressano: “Los ideales democráticos de José Ingenieros y Saúl Taborda”, Cuadernos de Historia, no. 12, Córdoba, 2011, pp. 71-93.

[4] Rafael Rojas: La epopeya del sentido. El concepto de Revolución en México (1910-1940), Ciudad de México, El Colegio de México, 2021, pp. 260-269.

[5] John Alba Silot, «Iglesia y Revolución: la deconstrucción de un mito. Una relectura historiográfica de la relación política social entre Catolicismo y Estado en Cuba, de 1959 a 1969». Tesis de Maestría. Universidad Nacional de Quilmes, Argentina, 2013, pp. 25-28.

[6] Leonel-Antonio de la Cuesta: Constituciones cubanas. Desde 1812 hasta nuestros días, New York, Ediciones Exilio, 1974, pp. 246-250 y 258-260.

[7] Ibid, p. 260.

[8] Ibid, pp. 260-261.

[9] Ibid, p. 252.

[10] Julio César Guanche: «La Constitución de 1940: una reinterpretación», Cuban Studies, no. 45, 2017, University of Pittsburgh, pp. 66-88; Caridad Massón Sena: «Los comunistas y la Constituyente de 1940», Calibán, octubre-diciembre, 2009, La Habana, pp. 1-9.

21 junio 2021 23 comentarios 3,4K vistas
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conservadurismo

Rutas del nuevo conservadurismo

por Rafael Rojas 1 febrero 2021
escrito por Rafael Rojas

Con el conservadurismo latinoamericano, lo mismo que con el liberalismo, sucede desde fines del siglo XX un disenso semántico cuyos orígenes se remontan al tramo final de la Guerra Fría. No pocos socialistas, al identificar el liberalismo con el capitalismo, establecen una sinonimia entre lo liberal y lo conservador que actúa en detrimento de ambos términos, pero sobre todo del segundo, que queda virtualmente vaciado de contenido. Si el anti-progresismo o la contrarrevolución son liberales o, incluso, neoliberales, poco sentido tiene llamarlos también conservadores.

En otras latitudes como Estados Unidos y Europa, el conservadurismo ha preservado su propio campo semántico, aunque redirigido a fenómenos concretos como el papel de la moral y la religión en la limitación de derechos civiles promovidos por el nuevo constitucionalismo. En Estados Unidos durante el gobierno de Ronald Reagan y en Gran Bretaña durante el de Margaret Thatcher, se hablaba con precisión de neoliberalismo para referir la gran estrategia de privatización, desregulación, monetarismo y achicamiento del sector público de la economía; y de neoconservadurismo para revertir el avance de la agenda liberal radical de los años sesenta y setenta —liberación sexual, feminismo, pacifismo, antirracismo, hippismo, neomarxismo…— en las instituciones culturales y educativas. Neoliberales eran Milton Friedman y Arnold Harberger; neoconservadores eran Irving Kristol y Nathan Glazer.

En América Latina se produjo, especialmente en círculos de la izquierda más retórica, una automática y equívoca asociación entre neoliberalismo y neoconservadurismo que todavía escamotea tensiones. En buena parte de la región, empezando en el Chile de Augusto Pinochet y terminando en el Brasil de Fernando Collor de Mello y la Argentina de Carlos Saúl Menem, la Iglesia católica hizo reparos a la opción neoliberal. En el último tramo del pontificado de Juan Pablo II, la reformulación de la doctrina social católica —que algunos llamaron «Teología de la Cultura» para contraponerla a la Teología de la Liberación de los sesenta y setenta—, convocó a no conceder al mercado la iniciativa de la política económica porque se pondría en riesgo la justicia social.

Ninguno de los grandes proyectos neoliberales latinoamericanos de fines del siglo XX contó con pleno apoyo de la Iglesia católica. En Perú, la corriente fujimorista que encabezaba el arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani, se vio siempre refutada por buena parte de la Conferencia Episcopal, dentro de la que destacó la voz crítica del jesuita Luis Bambarén. En México, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, la administración más comprometida con la tesis neoliberal, se restablecieron las relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero todo el discurso de la curia mexicana, reforzado en las cinco visitas de Wojtyla, fue contrario al «capitalismo salvaje». En los noventa, la Iglesia católica latinoamericana fue más neoconservadora que neoliberal.

En vísperas del nuevo siglo, había dos rutas paralelas hacia el conservadurismo en América Latina que aportaban sus propios énfasis. De un lado el neoliberalismo, defendido por la clase gerencial y política, que se oponía al avance de la igualdad y al combate eficaz a la pobreza. Del otro el catolicismo post-conciliar, sostenido por la jerarquía eclesiástica —aunque cuestionado en amplios sectores de las bases sacerdotales y laicas—, con sus grandes acentos morales: homofobia, machismo, penalización del aborto, familia tradicional, «rescate de valores».

Durante las dos últimas décadas esas rutas han seguido abiertas, pero han surgido nuevas. La primera, o más perceptible, es la que introduce el ascenso de un nuevo evangelismo en toda la región, especialmente en Brasil, México, Centroamérica y el Caribe. Como señalan Julio Córdoba Villazón y Alejandro Frigerio, en Nueva Sociedad, esos nuevos cultos han desplegado una intensa persuasión neoconservadora que se propone cortar el paso a las comunidades LGTBIQ, los colectivos feministas, las asociaciones ambientalistas y todas las organizaciones civiles que cuestionan las premisas pro-vida, en defensa de la familia tradicional y de la estructura patriarcal de la sociedad.

Ese flanco conservador en América Latina ha logrado alcanzar altos niveles de interlocución con algunos gobiernos, como el brasileño de Jair Bolsonaro, el boliviano de Jeanine Áñez, el salvadoreño de Nayib Bukele, el guatemalteco de Alejandro Giammattei, el nicaragüense de Daniel Ortega y Rosario Murillo y el mexicano de Andrés Manuel López Obrador. Como puede verse, el nuevo conservadurismo no requiere necesariamente de regímenes neoliberales o de derecha para reproducirse, ya que ha logrado importantes proyecciones políticas en gobiernos de la izquierda regional. Daniel Ortega invitó a Ralph Drolinguer, pastor protestante trumpista, a las manifestaciones sandinistas en Managua. Andrés Manuel López Obrador es aliado del Partido Encuentro Social, una formación evangélica que rechaza el matrimonio igualitario y la lucha feminista.

No se trata de coincidencias eventuales o azarosas. Hay un sector de la izquierda latinoamericana que ejerce una resistencia innegable a las causas del multiculturalismo y los derechos de tercera y cuarta generación, como las familias homoparentales, los colectivos feministas, la protección al medio ambiente, la regularización de las drogas, la sociabilidad juvenil, la propiedad comunal de los pueblos originarios y la autonomía de la sociedad civil. Esa es también una ruta hacia el nuevo conservadurismo latinoamericano: la que avanza a través del machismo y la homofobia, el desarrollismo y la estadolatría de algunos gobiernos de izquierda. Esos y otros lastres del socialismo real de la Guerra Fría, son arrastrados sin que exista siquiera un debate abierto sobre sus desventajas.

Por último, hay un punto de intersección entre el neoliberalismo, la vieja izquierda y el nuevo conservadurismo, que vale la pena comentar. Esas tres corrientes comparten un desprecio similar por el campo intelectual, específicamente por las humanidades académicas y las ciencias sociales. Desde sus orígenes en la contra-ilustración del siglo XVIII, como ha recordado recientemente Corey Robin en La mente reaccionaria (2019), el conservadurismo rechazó las ideologías en nombre del pragmatismo del hombre común. La bandera del anti-intelectualismo ha sido retomada por las izquierdas autoritarias y las derechas conservadoras en los últimos años, con saldos desastrosos para el presupuesto de gasto público de algunos países de la región.

Este breve recorrido por el ascenso del nuevo conservadurismo en América Latina y el Caribe persuade, una vez más, sobre la equivocada partición del continente en una izquierda socialista y una derecha neoliberal. Hay, en los gobiernos y las oposiciones latinoamericanas, derechas menos neoliberales que neoconservadoras e izquierdas más neoliberales que socialistas. Es importante reintroducir el tema del conservadurismo, relegado del debate latinoamericano por la pugna, a veces real y a veces ficticia, entre socialismo y neoliberalismo, con el fin de visualizar con mayor precisión las tendencias del cambio social y las fuerzas que lo obstruyen.

1 febrero 2021 5 comentarios 3,9K vistas
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Chesterton

Chesterton y la decadencia americana

por Rafael Rojas 24 enero 2021
escrito por Rafael Rojas

Estos días de ceremonias republicanas en Estados Unidos, en medio de la crisis de la más vieja democracia del planeta, dejan ver lo mejor y lo peor de esa nación. Lo mejor tiene que ver con la reafirmación de una serie de normas y rituales de la república (división de poderes, alternancia, sucesión presidencial, rendición de cuentas…), sin los cuales no serían concebibles las democracias reales. Lo peor tiene que ver con una acendrada mentalidad providencial y mesiánica, ligada al culto a la pureza de la democracia estadounidense y a su supuesto liderazgo mundial.

El joven socialista cubano Raúl Escalona Abella hizo recientemente una relectura de G. K. Chesterton en busca de claves para pensar las tensiones entre herejía y ortodoxia en la isla. Cuando lo leí recordé inmediatamente a José Lezama Lima, uno de los grandes lectores del escritor londinense. En su ensayo Analecta del reloj (1953), Lezama sostenía que la narrativa policiaca de Chesterton, donde figuraba lo mismo un cura detective (el padre Brown) que un inspector metafísico (Aristide Valentin), debía ser asimilada junto con los ensayos del escritor católico, que cuestionaban la democracia y el liberalismo.

Desde su ensayo Ortodoxia (1908), Chesterton se había percatado de que la idea conservadora del siglo XIX, de que los liberales y los masones, los judíos y los socialistas, eran “herejes” o “malos cristianos” y, por tanto, debían ser expulsados de la comunidad, estaba equivocada. Más a tono con la Rerum novarum de León XII que con la Cuanta cura y el Syllabus (1864) de Pío IX, Chesterton defendía, en palabras de Lezama, “una dilatación del catolicismo en profundidad y comprensión”, que “redujera los otros campos”.

Una democracia debía evitar métodos inquisitoriales. Por eso insultó tanto, al escritor inglés, el formulario del consulado de Estados Unidos en Londres, antes de su primer viaje. La primera pregunta era: “¿es usted anarquista?”. A lo que Chesterton hubiera querido responder: “¿y eso a usted qué diablos le importa. Es usted ateo?”. Luego le preguntaban: “¿está usted a favor de subvertir el gobierno de Estados Unidos por la fuerza?” o “¿es usted polígamo?”.

Dice Chesterton al principio de Lo que vi en América (1922) que le hubiera gustado responder esas preguntas después del viaje. Desde antes de zarpar a Boston y Nueva York se hizo una idea de la democracia americana como nueva inquisición, que confirmó en su recorrido por Estados Unidos. Había virtudes indiscutibles, a su juicio, en la cultura americana como la candidez, el igualitarismo, la energía, el entusiasmo —“no se avergüenzan de su emoción, como los ingleses”—, pero también detectaba vicios como el exacerbado nacionalismo cívico que llevaba a los americanos a pensarse como modelo o paradigma y a postular la democracia como una “inquisición”.

El escritor inglés creía, sin embargo, que ese sistema político estaba en decadencia. Aquella “eterna juventud del mundo”, que según Thomas Jefferson había arrancado con los ideales republicanos del siglo XVIII, estaba envejeciendo. Si eso decía Chesterton hace un siglo, qué podríamos decir nosotros hoy, después de Trump y el asalto al Capitolio. Pero no habría que olvidar que Chesterton usaba el argumento de la decadencia americana como un tópico conservador o específicamente antiliberal.

Valga el recordatorio para concluir que el diagnóstico de la “decadencia americana” no lo inventaron los fascistas y los comunistas sino los conservadores y los reaccionarios del siglo XIX. Y valga también para sugerir que una lectura de Chesterton, desde el siglo XXI, que recorra sus ironías contra la democracia y la república, puede ser estimulante. Pero si esa lectura soslaya ciertos elementos distintivos, como el conservadurismo, el racismo y, especialmente, el antisemitismo, del gran escritor católico, nunca será una lectura completa.

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(Este texto fue publicado originalmente en La Razón de México)

24 enero 2021 15 comentarios 1,9K vistas
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