En plena función, cuando la acción de la obra llegaba a uno de sus momentos climáticos, el apagón inundó la sala Covarrubias. Era 1993, y en plena representación de Perla marina, la pieza de Abilio Estévez que escenificaba Teatro Irrumpe, un fallo en el fluido eléctrico paralizó la función. Fueron varios minutos, no muchos por suerte, hasta que la luz regresó a escena, mientras los actores del montaje dirigido por Roberto Bertrand esperaban por ella para seguir adelante.
En el tablado, junto al propio director, estaban Hilda Oates, Walfrido Serrano, entre otros colaboradores y discípulos directos de Roberto Blanco, fundador del grupo. Pero Roberto Blanco no se encontraba en La Habana: como no pocos nombres de relevancia de nuestra escena, había salido hacia otros destinos, mientras el Periodo Especial ardía en Cuba. En medio de una suerte de páramo, donde los apagones podían —con demasiada frecuencia— interrumpir no solo funciones teatrales, en los escenarios persistían algunos que, contra viento y marea, sabían que, en esa oscuridad y luchando contra la falta de transporte y tantas carencias, debía seguirse haciendo teatro.
El Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE) había surgido en 1989, como una dependencia del Ministerio de Cultura (Mincult). Marcia Leiseca, quien había tenido a su cargo la Dirección de Teatro y Danza del Mincult, pasó a atender el Consejo de Artes Plásticas, y la relevante actriz y directora cubana Raquel Revuelta aceptó ser la directora fundadora del CNAE.

Raquel Revuelta / Foto: Portal Cubarte
Se puso en marcha una nueva fórmula de trabajo, que propició la creación de proyectos teatrales, con lo cual artistas ansiosos de probar fuerzas, más allá de las grandes y en algunos casos anquilosadas compañías existentes, podían apostar con obras y experimentos, a fin de dar a conocer mejor sus talentos. Esa era la idea, en teoría, y muchos la defendieron como una opción de renuevo impostergable.
En verdad, ya se habían articulado algunos de esos proyectos previamente: el propio Teatro Irrumpe se había fundado en 1983. Flora Lauten ya dirigía el Teatro Buendía desde 1986. Y Danza Abierta, que llevaba a la cabeza a la coreógrafa Marianela Boán, trabajaba desde 1987. Todo ello anunciaba un panorama promisorio para las artes escénicas en la década de los 90, con espectáculos arriesgados como los del Ballet Teatro de La Habana, o los reclamos que desde La cuarta pared —de Víctor Varela, estrenada fuera del circuito oficial como una inesperada rara avis—, sacudieron esas estructuras en 1988. Lo que sucedió, sin embargo, no iba a hacer que tal idea se cumpliera según tales expectativas.
No fue un año fácil ese 1989. El proceso judicial contra el general Armando Ochoa fue un síntoma de rompimientos que se sumó a la inminente caída del campo socialista: los últimos números de Sputnik y Novedades de Moscú llegaron a la Isla en ese momento, antes de desaparecer por considerarse que ofrecían una visión distorsionada de la historia de la Unión Soviética, aunque en ese abril ocurrió la única visita de Gorbachov a Cuba.

Visita de Gorbachov a Cuba en 1989 / Foto: AFP
La política movía piezas en su propio escenario, a manera de un teatro de operaciones que desde nuestras costas se agitaba con una mezcla intensa de esperanza, recelo, y desconcierto. Los aires de la perestroika y la glásnot se habían acercado a Cuba, dejando huellas en publicaciones como La Gaceta de Cuba, en muestras de cine, y una discusión que era ya parte de ese ambiente. El Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas ya se había implementado en Cuba por la dirección política en 1986, y el aliento más fresco que en su arrancada dio impulso a nuevas voces, reclamos menos disimulados y gestos más atrevidos.
En las artes, el primer paso lo dieron los artistas de la plástica, con sus performances que rompieron la brecha de las galerías y las academias. El teatro se tardó un tanto en seguirles el paso, pero la influencia mutua entre una expresión y otra, que es un asunto por estudiar a fondo durante ese momento, retroalimentó felizmente a no poco de lo más logrado de la cartelera de esa segunda mitad de la década del 80. En tal horizonte, la creación de los proyectos teatrales era algo más que una novedad: una apuesta por un ámbito teatral de mayor sintonía con las preguntas y demandas de una sociedad en construcción de otras formas de su propia utopía.
Las solicitudes para la creación de nuevos proyectos llegaron a las oficinas del CNAE como una oleada. Eran muchos los actores, actrices, directores incipientes, diseñadores… que querían probar fuerza lejos de los repertorios y sus estructuras piramidales que, en muchas de las compañías existentes hasta el momento, hacían esperar por años a alguno de ellos si querían arriesgarse fuera de esas programaciones. Poco a poco se quebró el mapa de la escena cubana. Muchos de ellos no sobrevivieron más allá del primer gesto. Y la crisis que inundó al país cuando definitivamente se derrumbó de modo aún más grave el socialismo en Europa del Este, anuló apoyos de toda índole que permitían a Cuba mantener en pie, como burbuja tropical, muchas de sus defensas, incluida la posibilidad de asimilar tantos cambios en todas las esferas del país, incluida la cultural. En agosto de 1990, la prensa de la Isla anunciaba una serie de medidas que confirmaban la crisis que muchos ya temían: daba inicio el Periodo Especial en Tiempos de Paz. Y eso alteró absolutamente todo.

Período Especial en Cuba / Foto: AmericaTV
El teatro cubano, enteramente subvencionado, dependía de los salarios y facilidades de producción que el CNAE le ofrecía —aún es así. Poco a poco escasearon esas fórmulas y garantías. Estrenar se hizo difícil en un país en el que la economía cayó a puntos nunca imaginados, amén de las carencias de combustible, alimentos, transporte, etcétera.
En 1993, ya el panorama tocaba fondo. Para muchos de los que lo sobre/vivimos, ese año quedó marcado en el calendario como uno de los más traumáticos de ese Periodo, cuyo final, oficialmente, nunca ha sido señalado en la historia reciente del país. Pero curiosamente en ese mismo ciclo de 1993-1994, hace ya 30 años, al menos tres espectáculos dieron fe de la capacidad del teatro cubano de acentuar, ante la mirada expectante del público, las preguntas que la prensa oficial tardaba en hacerse, añadiendo a ello un discurso de poéticas diversas, afinadas por sus creadores en pos de esa recuperación del escenario como ágora donde se discutía más allá de lo que podían mostrar los personajes y sus máscaras.
En 1992 había sucedido el affaire alrededor del filme Alicia en el pueblo de maravillas, y la reacción de la prensa había sido enérgica ante las lecturas posibles de la comedia de Daniel Díaz Torres. El clima era álgido, y cualquier señal de posible desvío o disidencia no iba a pasar inadvertida. Pero dramaturgos y directores sabían confabularse para dar mucho más que mensajes llanos y resultados predecibles.
Por supuesto que no se trataba de una práctica ausente en el teatro cubano. Desde los días de la colonia, el espectador criollo sabía leer entre líneas los subtextos que, ya fuera desde el diálogo o la gestualidad de los intérpretes, dotaba a la puesta en escena de otra textura más allá de lo evidente; un mecanismo que el teatro bufo y el de las revistas alhambrescas agudizaron como parte de los dispositivos de la comedia nacional.
La tendencia de la dramaturgia cubana a la parodia y a la alegoría incrementaban esos modos de burlar la censura, echando mano a códigos velados y no tan velados que los espectadores reconocían en plena complicidad, y eso ha perdurado hasta el presente. Pero en aquel momento tan arduo, en un ambiente tan hostil y donde el discurso oficial se esforzó en dar una imagen pétrea de resistencia absoluta que pretendía ignorar las rajaduras del sistema, el teatro, siempre tan volátil y cambiante de una función a otra, reestableció ese puente de diálogo con la platea, y de ahí provienen estas tres obras que a su modo devinieron clásicos referenciales del Período Especial, y por suerte, perduran en la memoria de quienes las aplaudieron y discutieron.
Si partimos de la idea de que el teatro es una concelebración, algo que solo se completa con la reacción del público —y ahí se redondea y se hace realmente efectivo—, puede afirmarse entonces que los montajes de Perla Marina (Irrumpe), Manteca (Teatro Mío) y La Niñita Querida (Teatro El Público), fueron indudablemente algo más que puestas teatrales.
Los textos de Abilio Estévez, Alberto Pedro y Virgilio Piñera tienden entre sí, a la vista de este repaso, conexiones que van de uno a otro, discutiendo la idea mayor de una Cuba que también se entiende como espectáculo, de tono más sombrío, más solemne o festivo, según el matiz que aportó, cada uno de ellos, al tejido mayor de la escena nacional. El acento crítico, la voluntad de ofrecer algo más que color y entretenimiento, la proyección de una discusión ideológica y política desembozada en sus escenas y parlamentos, provocaron que el auditorio celebrara esos montajes como signos de una vida en medio del marasmo o el aturdimiento, renovando la fe —no siempre perceptible— entre los teatristas y sus espectadores.
Con Perla Marina, Abilio Estévez organizó un canto a la cubanidad, una ceremonia coral en la cual la voz de los poetas, la poesía misma — «el género rey de las letras cubanas», como dijo alguna vez el ensayista Jorge Luis Arcos—, explicaba la fundación del País, de la Nación y su utopía, al tiempo que avisaba de sus peligros y desastres.

Perla Marina, 1993. / Foto: Lessy Montes de Oca
Gastón Baquero, Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Juana Borrero, Julián del Casal, Fayad Jamis, Antón Arrufat, Emilio Ballagas, Eliseo Diego, José Martí… aparecían entre los diálogos mediante citas directas, en un rejuego intenso que, más allá de la intertextualidad, permitía a esos personajes —náufragos llegados a las costas de una Isla aparentemente desierta—, reinventarse y tratar de evitar los errores cometidos anteriormente en sus vidas. Pero la Isla tiene su Virgen, y un personaje misterioso, venido de los versos de Baquero, que se mantienen alerta.
Otros textos (Mañach, la Condesa de Merlin, Silvestre de Balboa, José Fornaris, Cristóbal Colón, Carlos Loveira) se integran a este mosaico de voces que nos advierte que, acaso en ninguna tierra, podamos librarnos de nuestros yerros, de nuestras poquedades, aunque el sueño de la Isla, amenazado siempre por el ciclón, sea indivisible de nuestro carácter, nuestra pesadilla y nuestros sueños.
El montaje de Roberto Bertrand, creado al igual que el texto en ausencia de Roberto Blanco y como acto de salvación para Teatro Irrumpe —en ese momento de crisis sin su líder—, apeló al trabajo actoral esencialmente, lejos de la espectacularidad de gran formato que era sello de la compañía. Acudir a una de sus funciones fue comprobar que, como bien señalaba su autor, Perla Marina, lejana de las convenciones de una trama al uso, más que una obra de teatro era un ritual, «un acto de fe». Una fe sustentada en la noción de que nos defiende una cultura, una sensibilidad, una sensualidad y un anhelo de placer para reflejarnos en algo más que en la simple pérdida, o en el adiós que la Reina, uno de sus personajes, reconoce como dolor inevitable.
En Manteca, de Alberto Pedro, tres hermanos se debaten entre si dar muerte o no al cerdo que con muchos esfuerzos han criado en su casa, con la esperanza de poder comerlo en su fiesta de Fin de Año. La anécdota proviene de circunstancias reales, en medio de la carencia de alimentos y tantas cosas no pocas familias hicieron lo mismo.

Programa de mano de Manteca
Lo que hace el dramaturgo, trabajando siempre junto a su esposa Miriam Lezcano como ejes de Teatro Mío, y con asesoría de Vivian Martínez Tabares, es descomponer eso en un repaso de las aspiraciones, individuales, familiares, políticas, fracasadas o no, de Pucho, Celestino y Dulce. La puesta, que tomó su título de un tema de Chano Pozo y que contó con el auspicio de la Fundación Pablo Milanés, nunca tuvo su estreno oficial —según recuerda el actor Michaelis Cué, quien integró el elenco inicial junto a Celia García y Jorge Cao.
Los ensayos fueron abriéndose al público y así se llegó a las representaciones en el Centro Cultural Bertolt Brecht, que comenzaban a las cinco de la tarde para aprovechar la luz natural que entraba por su cristalería. Suerte de comedia negra, Manteca era un análisis puntual de un momento tan crítico, acompañado por la música ejecutada en vivo por Sergio Vitier, y funcionando como un nuevo exorcismo que recordaba en otra escala al que algunas décadas atrás, en 1966, convidaba también Vicente Revuelta a través de los otros tres hermanos de La noche de los asesinos, sobre el texto de Pepe Triana. La escenografía de Calixto Manzanares, que recuperaba elementos dispersos de las producciones del desaparecido Teatro Político Bertolt Brecht, era en sí mismo un símbolo puntual. Lucidez, ironía, retrato frontal sin afeites ni disimulos, Manteca quedó desde ese momento como una de las piezas referenciales de nuestra dramaturgia.
Con La niñita querida también sucedía una especie de exorcismo, aunque esta vez el color, la fuerza de la pachanga y la carga festiva de nuestra cultura, resultaron los elementos que Carlos Díaz conjuró para tal efecto. En 1990, el joven director y discípulo de Roberto Blanco dirigió su fenomenal debut en el Teatro Nacional, con su Trilogía de Teatro Norteamericano. Con parte de ese núcleo, en 1992, creó Teatro El Público, y tras el primer montaje de la compañía (Las criadas, de Genet) regresó triunfal a la sala Covarrubias con esta pieza aún no estrenada hasta entonces de Virgilio Piñera.

Niñita Querida, 1993
La trama se integra a esa serie de obras en cierto modo didácticas que a su manera creaba el autor de Falsa alarma: una quinceañera, que no resiste llamarse Flor de Té, ni las obligaciones de señorita correcta que le impone su madre, acaba ametrallando a toda su familia en su cumpleaños; años más tarde todo parece indicar que su hija también se le rebelará. Escrita en los 70, en los años de la peor censura, y la parametración que tanto laceró al teatro cubano, fue confiada en su mecanuscrito original por Juan Piñera, sobrino del autor, a Carlos Díaz.
Su estreno sacó partido del elemento de jolgorio, que funciona como trasfondo del argumento, y los espectadores ofrecían reacciones delirantes ante el montaje, que también sirvió de tributo, mediante la intertextualidad, a nuestra tradición escénica. El cierre del primer acto, en el cual actores y público agitaban las banderitas de papel y las consignas impresas en nuestra memoria para recibir a la protagonista, es uno de esos instantes en los cuales el teatro cubano rompe la barrera de la cuarta pared y se instaura como acto revelador de lo que somos y lo que hemos aprendido, para bien y para mal, desenmascarándonos a todas y todos.
No fueron las únicas puestas que en ese año incidieron en tal voluntad crítica, desde un trabajo atendible de puesta en escena. Pero estos tres títulos ratificaron, en medio de la crisis, y aun contra algunas acciones de censura, la posibilidad de entender al teatro también como un vehículo que englobaba y daba respuestas a demandas de una sociedad que no era solo el público, en la oscuridad de la platea.
Ahora mismo, en otro instante que parece repetir e incluso dilatar las carencias de aquel Periodo Especial nunca finiquitado, el teatro cubano ha de reinventarse en otras escalas de producción y diálogo con sus espectadores, a fin de mantener su rol en nuestras biografías.
El mejor teatro cubano de los últimos tiempos ha sido por lo general también incómodo, nada complaciente ante los silencios oficiales, y ha recogido ese guante que nos pertenece desde hace mucho en los proyectos de otras agrupaciones (Argos Teatro, El Ciervo Encantado, Teatro de la Luna y otras de algunas provincias: Teatro del Viento, El Portazo…) sin dejar de ser por ello un resultado artístico atendible, labrando otra forma de la memoria en la escena.
Sobrevivir a la crisis debe incorporar a nuestra hoja de vida otras dinámicas, nuevas estrategias que al tiempo que nos recuerdan que el arte no imita ciegamente a la vida, sino que la reproduce y dilata en otra escala de utilidades, metáforas y probabilidades. Acaso para intentar salvar la «gran utopía» habrá que trabajar a fondo desde la otra utopía teatral en la que todos somos a la vez personas y personajes. Si lo que llega a escena será un drama o una comedia, solo lo sabremos cuando llegue —o no— el momento de los aplausos.