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Autor

Maylan Álvarez

Maylan Álvarez

Escritora y editora matancera

Beca
Ciudadanía

La beca

por Maylan Álvarez 16 abril 2022
escrito por Maylan Álvarez

Si me puse nostálgica en la cita anterior, con esta casi lloro cuando pensé en el tema. Voy a ser sincera, lo sugirió mi esposo. No busqué ni un solo dato en Internet para conocer la cantidad de becados por años, ni las causas, o las más variopintas razones por las que me hicieron invertir tres años de mi vida recogiendo cuanto cítrico se había sembrado cerca de la Secundaria Básica en el Campo donde sobreviví parte de mi adolescencia. O chapeando, o recogiendo piedras para hacer una cerca.

A nadie pregunté, pues mi anecdotario personal es bastante notorio como para necesitar referentes. Y estoy convencida de que estas historias se replican en todo el país, con más o menos sustancia. Creo que en el capítulo cubano de las becas también nos deben miles de respuestas.

Y digo sobreviví, con todas las de la ley, porque todavía —sin tremendizar la cuestión—, hay momentos en que pienso en que trabajar es honorable, aún desde edades tempranas, si se regula y se combina con otras actividades para hacer de ese joven, un ser humano de bien. Pero aquello, por lo menos en el período en que me correspondió estudiar la secundaria, no fue estudio/trabajo. Insisto: fue sobrevivir. Hablamos de los noventa.

Los estudiantes de casi todos los municipios íbamos becados, los de la cabecera provincial no, como en el caso de mi esposo. Tenían acceso a la secundaria en la ciudad y solo pasaban unas semanas de escuela al campo en cada curso.

Creo que mi mamá me comentó alguna vez quiénes habían sido los «ideólogos» de las escuelas becadas de Unión de Reyes. Pero ya no lo recuerdo, como no rememoro muchos nombres de los que convivieron conmigo tres años, demasiado lejos de casa para nuestro gusto.

Sí recuerdo, y de la manera menos grata, a una técnica de campo que nos gritaba la mar de procacidades para que no paráramos y poder cumplir la norma. La competencia era entre los técnicos y nosotros, que apenas podíamos cargar con los jolongos (el corrector de la laptop me señala en rojo esta palabra tan fea), lloriqueábamos por el esfuerzo y el temor de que —como ocurrió en varias oportunidades—, nos llevaran después del horario docente a terminar la norma que incumplimos en la jornada.

Cuán indefensa me sentía, yo, hija única de padres maestros, nieta amadísima, bitonga gorda de espejuelos, zapatos ortopédicos, saya por la rodilla, pelito corto y una estatura que no sobrepasaba los 1,45 m —con fama de sabelotodo además—, cuando aquella mujer nos gritaba tantas malas palabras… Sigo creyendo que las inventaba allí mismo, en exclusiva para nosotros. En mis doce años jamás había escuchado tan prosaico arsenal emergiendo de una boca humana.

Y nadie veía eso, jamás supe que le llamaran la atención o la sancionaran. Y regresábamos con el alma en vilo a la escuela, desde el surco, casi en silencio. Créanme si les confieso que por años llegué a odiar las sabrosísimas naranjas. Ironía del destino: hoy las añoro y mis hijos apenas si las conocen, para qué hablar de las mandarinas. Heredé un exprimidor eléctrico que he usado ¿dos veces? en siete años.

La otra jornada de supervivencia extrema nos esperaba cuando llegábamos del campo. Perfectamente mi pasta Perla o mi jabón Vitral no estaban en la taquilla y debía esperar a que una de mis amiguitas se bañara, amén de quedarme sin almuerzo, para no llegar tarde al docente.

No podría enumerar las veces que me robaron las medias, la comida, o la ropa interior, los «trapitos» que mi mamá me preparaba para pasar el período, las cositas del pelo…. No mercy. Pero lo del pelo sí lo solucioné rápido: me pelé bien bajito en el primer chance que tuve. Mi clásica maleta de madera no aguantaba candado, lejos de mi vista era presa constante de la insaciable hambre de tanta adolescencia acumulada.

Hoy me hubieran dicho que soy un punto, pero es que la mayoría en el albergue, en la escuela, lo era sin dudas. Éramos puntos de las niñas más grandes y de algunos varones abusivos. Y, sin mencionar nombres, afirmaré que también nos maltrataban un montón de profesores y de subdirectores.

A partir de las cinco de la tarde, una escuela con cientos y cientos de adolescentes y muy poco personal de guardia, era un hervidero de hormonas. Creo que éramos bastante buenos. Me gusta pensar que es que no teníamos los criterios, los saberes y herramientas de los jóvenes de hoy. También la cuota de irreverencia de la juventud actual, ni Internet…

Beca

(Foto: Kaloian/OnCuba)

Imagino las protestas que se hubieran armado frente al comedor, al tercer día de servir arroz (poco, medio apestosillo y duro), agua arriba, bolitas de chícharos al fondo y uno o dos huevos hervidos por comensal. Y la noche en que se regó la bola de una cabeza de lechuza en la sopa… Épico.

No protestábamos, íbamos o no al comedor, con aquellas bandejas de aluminio que después fueron plásticas, ¡válgame Dios! a comernos aquello. Todavía cierro los ojos y conservo en mi nariz el olor tan característico de un comedor escolar. Y si me tocaba limpiar las mesas en el día de operativo…

En contraste, atesoro momentos maravillosos junto a mi profesor Braulio, de Química, un viejito adorable de Bolondrón, que me preparó para los concursos y me contaba de su niñez detrás de un mostrador de bodega; o de mi profe Carmita, recién fallecida a causa de la espantosa Covid y la negligencia de algunos. Y mi profe de Geografía, Carlos Jesús, de quien creo heredé el gusto por los cactus. Pienso en la biblioteca de mi escuela y en la de libros de Julio Verne que devoré allí, con el hambre doble de la que hablaba Onelio Jorge Cardoso.

Esos recuerdos van y vienen, acompañados de la ocasión en que todo mi albergue tuvo que hacer una fila para lavar la toalla de la jefa del dormitorio. Alguien se la había metido en la taza sanitaria, una taza de escuela bien servidita… y todas pagamos las consecuencias.

Hablando de consecuencias. Todavía tengo la marca, cerca del codo en mi brazo izquierdo, hacia adentro, de la quemadura con una plancha que me hizo K. Todo ocurrió en segundos. Recuerdo despertarme sobresaltada en la litera de arriba, con mucha ardentía en la mano y ella, riéndose a mandíbula batiente en el pasillo por semejante chiste, con el instrumento del crimen en su mano.

Era de noveno grado y yo, yo era un punto de séptimo. Era una morena enorme, con tetas grandes y le teníamos pánico. Jamás me recuerdo hablando con ella si no era con la vista baja. Bueno, yo no hablaba con ella, ella nos gritaba órdenes para que las cuarteleras limpiáramos el albergue con mucha, mucha agua, cargada a cubos desde el primer piso, hasta el tercero.

Beca

A mis padres jamás les conté nada de esto. Me parecía una cobardía personal. Hoy lo sigo pensando así, pero que era también mucho bullyng colectivo. ¿Ningún adulto sabía que ocurría ese tipo de vejámenes? ¿O se hacían los de la vista gorda? Teníamos que estar allí, era la manera de estudiar. No existía otra opción. Yo no tenía familia en Matanzas para acudir a la secundaria urbana. Tenía que sobrevivir a toda costa. La Patria, el momento histórico, cará…

Otro cortometraje de la carpeta INOLVIDABLES. No teníamos pase ese fin de semana. Once días por delante y el dolor de cabeza o el catarro perenne por las duchas frías no me darían el voto para estar en mi casa. Ah, una amiguita convaleciente de conjuntivitis en la enfermería fue la respuesta a todos mis desvelos. El pañuelo, previamente restregado en sus ojos, apenas rozó los míos y ya el jueves por la noche mi papá me tuvo que ir a buscar, en un motor prestado, porque el director lo llamó con urgencia.

¿Que cómo terminó la historia de mis ojos verdes y después rojos? Quince preciosos días de vacaciones en el Hospital Pediátrico. Una queratitis de libro. Ay, por favor, si mi papá les pregunta no le vayan a decir que hice tal confesión: a esta altura todavía va y me pone de penitencia con carácter retroactivo.

Claro que guardo otras suculentas historias, pero un amigo me recomendó que las ficcionara para escribir una novela. No sé si pueda, juro delante de Dios que esta es la primera vez en mi vida que escribo sobre la BECA. Sobre esto jamás he escrito ni un poema.

Quisiera, como me recomendó otro, recopilar entrevistas, testimonios de alumnos y profesores. Porque un tema así se me queda pequeño con la ficción. Y saldría a buscar datos, estadísticas, resultados de las diversas etapas de las escuelas de becarios en Cuba. ¿Existen investigaciones en torno al tema? Por suerte, mis hijos no tendrán que vivir experiencias semejantes. Por lo menos, no de estas (aunque no coman naranjas). Tampoco los hijos de otros tantos que sobrevivieron las becas.

Beca

(Foto: Observa Cuba)

Qué vuelta de noria: aquellas escuelas hoy son casas de familia, oficinas o la naturaleza las ha tomado por asalto.

¿El saldo final?: primer escalafón de notas, muchas lecturas juveniles, los huecos de «arriba» en las orejas y la eterna amistad con Yanelys Sotolongo. También nuestros hijos mayores son amigos, a pesar de las distancias geográficas. No aprendí a bailar casino: esa lección la pospuse para el preuniversitario.

¿Y la beca del pre? Ah, ya ese es otro relato, dentro de otras tantas historias.

16 abril 2022 63 comentarios
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Cine
Cultura

Nostalgia por el cine

por Maylan Álvarez 2 abril 2022
escrito por Maylan Álvarez

Amén de parecer este mucho más ligth que los otros artículos que he compartido con los lectores del sábado —dijérase una nota en frecuencia más baja—, resulta que el asunto del que hablaremos hoy lleva inquietándome mucho más tiempo del que quisiera. Años, diría yo, si voy a ser incisiva.

Cerca del 2010, uno de mis amigos regresó a Cuba desde Ecuador, adonde había ido en viaje de compras para surtir su tienda de souvenires. Después de los saludos de rigor, de preguntarle por la pacotilla y que me explicara lo bien que le fue todo, enseguida pasó al tema que lo traía en vilo: pudo ir a un cine 3D, nada más y nada menos que para disfrutar de Avatar, el suceso cinematográfico mundial en boga por aquellos tiempos.

Puse los ojos en blanco, batí palmas y le hice contarme frame a frame, cómo había sido la cosa. Desde las rositas de maíz (me repitió tres veces popcorn, aunque en Ecuador se les dice canguil), pasando por la clásica Coca Cola, hasta llegar a su asiento reclinable. Creo que no moví ni un cabello para evitar perderme los detalles todos de semejante experiencia.

Que si le parecía que él era un personaje más, que si casi podía tocar las plantas y los animales de Pandora, que su asiento se movía a la par de los acontecimientos y una fina llovizna, un breve rocío, se sentía en el ambiente, y que se le pusieron los pelos de punta durante la batalla final, porque era lo más cercano a una guerra de las de verdad…

De más está que les diga que ni Santa Teresita de Jesús ha vivido éxtasis semejante. Lo que yo hubiera dado por tener un momento así y contado de primera mano… o de primer ojo, si seguimos en esta onda de ser incisivos.

Cuando nos despedimos, corrí a repetir el cuento de la buena pipa a otros amigos. A otros que, como yo, amamos el séptimo arte, el buen cine de autor y disfrutamos de una peli como si de un manjar del Olimpo se tratara.

Es que fuimos amamantados, criados, viendo películas en la pantalla grande. Ese tremendo amor, el respeto por la cinematografía que profeso, viene de mi humilde pueblo, Unión de Reyes, de mi humilde cine que tantas y tantas buenas horas nos regaló por los más módicos precios. Y seguro que ocurrió de igual manera en el resto del país.

No creo que existan escritores de mi edad o mayores, con más certeza, que no se hayan referido en sus obras, aunque fuera en una ocasión, al cine de la infancia, a los besos de amor en penumbras, a las películas inolvidables que veíamos, una y otra vez, con el Noticiero Icaic como intermedio.

Recuerdo que un sábado, todos en mi casa fuimos a ver La bella del Alhambra a la tanda de las 8.00 pm. El largometraje era prohibido para menores de dieciséis, pero mi papá trabajaba por aquel tiempo en la Dirección Municipal de Cultura y bueno, de vez en cuando uno tiene que mover determinados hilos influyentes…

Cine

Que nos fuimos lindamente trajeados para el cine. Y con esto de hacerse de la vista gorda la acomodadora, me senté al lado de mi abuela Alfonsina Dulce María para admirar las bondades de lo mejor del cine cubano de finales de los ochenta. Jamás olvidaré la calma suspicaz con que mi abuela me susurró al oído, minutos después de que Beatriz Valdés se expusiera al mundo como vino a él, para aseverar que ella sí era la señorita de Maupin: tú no te preocupes, mija, que esas tetas son plásticas. 

Qué clase de tranquilidad para mi espíritu de mujercita de trece años. Abuelas así ya no se construyen por estos días. Claro está que semejante film se merecía un premio Opina y hasta un Goya.

¿Y el fin de semana que Yanelis Sotolongo y una servidora le dedicaron a Christian Slater, vestidito tan chulo con aquella sotana que se quitaba para tener relaciones carnales con la joven indigente de la villa? Todavía El nombre de la rosa está en un lugar destacadísimo en la lista de mis películas favoritas. Ah, ya no tiene que ver con Slater desnudo, pero eso también le añade sazón a mi preferencia.

¿Y aquellas vacaciones en La Habana con papi? Visité todos los cines: La Rampa, el Yara, Infanta, el cine teatro América. Salíamos de uno para entrar en otro y en mi mente se confunden las pelis que disfruté en la capital de todos los cubanos: El último unicornio, Bolek y Lolek y la vuelta al mundo en ochenta días, Elpidio Valdés contra dólar y cañón,  El hombre anfibio, ¡Clandestinos!…

Claro que esos metrajes bien pude verlos en nuestro cine de pueblo, porque hasta allí llegaba de todo. Y cuando digo todo, viajo en el tiempo y estoy sentada de nuevo junto a mi mamá, llorando a moco tendido o riéndome, posesa, con Todo sobre mi madre. El día que la proyectaron en el pueblo, solo la vimos ella y yo. He optado, para este momento en mi memoria, dejar en el beneficio de la duda a todos los demás unionenses, justificándolos con un: seguro que hubo poca promoción para este filme de Almodóvar.

Cine

Lamentablemente no recuerdo cuál fue la última película que vi en el cine Unión, que así se llamaba. Y digo llamaba porque, aunque hoy la instalación, en franco deterioro, mal sirve como teatro o lugar de reuniones, ya no es nuestro CINE. No tiene nada que ver con la función para la que fue concebido.

Remedando a Cooper, la decadencia y caída de casi todas las edificaciones para ver cine en Cuba no sé cuándo comenzó, pero fueron suplantadas por los DVD y las salitas de video. Por las situaciones que todos conocemos, el cine fue quedando atrás, las películas en 35mm dejaron de proyectarse (por lo menos en los poblados) y dejamos de trajearnos lindamente para asistir en familia a un estreno o una reposición. Una iniciativa de esparcimiento menos.

Nunca más vi la cartelera de proyecciones para la semana en la puerta de cristal del cine Unión. Hoy únicamente se exhiben allí pancartas, frases revolucionarias y alguna que otra reseña sobre efemérides del municipio. No he vuelto a entrar. No creo que pueda.

Y ahí es donde caigo en el dolor, en la eterna duda o deuda para con mis hijos, y los hijos de mis hijos. ¿Tampoco el cine? ¿Tengo que salir de Cuba para volver a disfrutar del séptimo arte en la gran pantalla? Porque, desde donde vivo hasta La Habana casi clasifica como viaje al extranjero el hecho de ir a ver cine. Tendría que convoyarlo con un turno médico, ir a ¿comprar a las tiendas?, al Zoológico de 26, a La catedral del helado y terminaría, con buena suerte, en el Multicine Infanta, para que fuera rentable la peregrinación fílmico-cultural.

Jamás, que recuerde, he llevado a mi hijo mayor —el de dieciocho, el del Servicio Militar—, a ver la tanda de los domingos como lo hizo papi conmigo. Lo llevé a ver un espectáculo circense en el mismo cine Unión, pero los payasos se pusieron en plan burlón con muchos de los niños y con algunos padres, y discretamente cogí a mi chiquito por la mano y regresamos a la casa. Así no.

El más pequeño de mis hijos jamás ha puesto un pie en el cine. Eso no quiere decir que, como su hermano, no ame desde ya las películas de Miyasaki. Pero ¿y esa experiencia tan simple, llanera, de ir al cine? ¿Puede alguien decirme cómo fue que llegamos a esto? De verdad que todo es evaluación por resultado: tampoco tenemos cine. Y bien sabido es que no solo de pan vive el hombre…

Muy interesante la última pregunta en la prueba de Español para el ingreso a la Educación Superior, correspondiente a este curso. Pedía a los jóvenes su opinión acerca de las mejores opciones para ver cine ¿?

Por ello, el homenaje levísimo a todos los cines que tienen su pedacito inmortal en nuestra memoria, que hago desde este texto, a publicarse en mi próximo libro A mí también me olvidarán:

Si mis hijos me hubieran visto,

pelo lacio y siempre corto, sin aretes,

con la saya plisada,

pantalones de poliéster,

vistiendo las blusas

que abuela Alfonsina Dulce María me tejió,

los shores siempre iguales de la tía Niña.

Si mis hijos me hubieran visto toda arregladita,

perfumada con agua de Colonia

para ir con mi papá a la tanda infantil

de los domingos en el cine,

o a tomar helado en barquillos de harina,

o jugando a las muñecas de trapo

con otras niñas del pueblo,

desabridas como yo.

Si mis hijos me hubieran visto

llevándole flores a mis muertos,

acompañando a tías solteronas,

pasando de cumpleaños

por mi perpetuo miedo a los globos,

un canal con muñequitos rusos

y leche maternizada en latica

y compotas de manzana.

Si mis hijos me hubieran visto

cuando saltaba la suiza,

o cocinando en mis calderos de plástico

la verdolaga del patio,

o entintando el agua de los pollos

de mi abuelo Merejo

con azul de metileno y violeta genciana.

Si mis hijos me hubieran visto

limpiándole los mocos a mi primo Roly

con las hojas de la malanga picona…

Si mis hijos me hubieran visto,

niña de sonrisa breve

en todos los álbumes de la familia,

jamás volverían a posponerme un abrazo.

Posdata: Yusbel Coto debió besarme cuando pudo durante la escena principal de La Bamba… Él no sabe lo que se perdió.

2 abril 2022 19 comentarios
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Azucar
Ciudadanía

El azúcar que amamantó a una nación

por Maylan Álvarez 19 marzo 2022
escrito por Maylan Álvarez

Solo está la torre y el viejo la observa. La torre se pierde en el cielo y el viejo la observa. Espera ver el humo, oscuro o azul. Espera, pero no sucede y duerme. Siempre es así, desde aquel fatídico día: el central en silencio, sin campana ni pito que llamen al trabajo, que haga que unos salgan de su casa y otros vuelvan después de cada turno. Un central sin el ruido de las máquinas, sin olor a azúcar o la insoportable peste a cachaza.

Fragmento de la obra teatral inédita Adiós, el dramaturgo matancero Ulises Rodríguez Febles

***

El azúcar es nuestra historia, sin ella es imposible interpretar la esencia y la verdad de Cuba.

Eusebio Leal Spengler

***

Para este (deseado, añorado, buscado, apetecido) espacio que me autorregalo los sábados, retorno a uno de los temas más encarnecidos en mi vida: la caña de azúcar. Y no dudo que insista sobre él en otra oportunidad; yo, hija reyoya de Unión de Reyes, nacida a la sombra de los centrales Puerto Rico Libre y Juan Ávila.

Así de simple. No puedo evitar hablar de algo que de continuo me pone los pelos de punta y la sangre a punto de ebullición. Un asunto que anda carcomiéndome el alma desde que comencé a investigar para un proyecto sobre la clausura de los centrales en Matanzas —en el país—, allá por el año 2011. La realidad de cada central que no volverá a moler aún me golpea el rostro. La desidia en los bateyes, la gente de a pie esperando por los proyectos sociales y económicos que suplantarían al trabajo en su CAI. Las tierras esperando…

Un timbrazo el miércoles en la noche cambió el tema para este sábado. Detrás de la línea telefónica Reynaldo Castro Yebra, el primer Héroe del Trabajo de la República de Cuba. Con esa cordialidad guajira que lo acompañará incluso más allá de esta vida, me llamaba para ponerme al corriente de algunos datos de interés. Estamos a tantos días de corte, estamos a tanto porciento de cumplimiento de las tantas toneladas pactadas, se están cosechando tantas caballerías, qué daño hace el corte mecanizado.

Yo le escuchaba, cansada por el día de trabajo, por el panel solar sin botón off que tiene mi hijo Fabio, agotada de escuchar la misma historia azucarera una y otra vez. Un déjà vu ignominioso.

Mas Reynaldo Castro, hombre de perpetuos emprendimientos, merece mi respeto, mi absoluta atención. Su pluralismo a la hora de hablar me conmueve: estamos. Y todos los que han hecho posible vivir un momento de esplendor en este país gracias al corte de caña, merecen nuestro respeto. Pero ahora mismo, ni esplendor, ni corte de caña, qué vamos hablar de respeto.

Azucar

Reynaldo Castro Yedra, Héroe Nacional del Trabajo de la República de Cuba. (Foto: César A. Rodríguez)

No dejo de pensar en la libra de azúcar que no llega a la bodega, en todos los gastos para acometer una molienda sin resultados de importancia, que se resumen, de alguna manera más simplista, más ciudadana, en esa libra de azúcar que no nos llegará a la bodega.

Sirva este texto, más que de crítica o confrontación, para homenajear las manos que ya no sostienen el machete, a los cubanos que ya no se levantan para ir a su turno de trabajo en el ingenio, a todos aquellos que han dejado atrás la molienda de caña para sobrevivir a otras moliendas vitales.

Me gustaría manejar con más acierto las estadísticas que, en blanco y negro, muestran de verdad cómo va la cosa. Pero de manera confiable, no están a mi alcance. De hecho, hay mucha incongruencia e inexactitudes en las informaciones que ofrece Internet sobre las últimas contiendas azucareras en el país. Me consta, he indagado.

No es momento, ni soy la persona más indicada para disertar sobre lo que pasó o sobre lo que está aconteciendo en la industria azucarera cubana. A otros corresponde discutir sobre causas, procesos tonsurados, malas gestiones empresariales, falta de recursos humanos, poca capacitación a ellos, el precio del azúcar en el mundo, etc., etc. y etc. Yo solo percibo que nos deben un millón de respuestas como país.

A mí me corresponde hablar de mi barrio, de mi pueblo Unión de Reyes, de otros pueblos como mi pueblo. De la gente que de las maneras más disímiles añora ese pito, la emulación, la tienda por puntos, que buena, mala o regular en su diseño, resultaba una oportunidad que ahora mismo tampoco es viable. En fin, a mí me toca hablar por los miles de trabajadores azucareros que un día se quitaron la ropa del corte, fueron a las aulas y…

En algunos bateyes se construyeron museos, en otros aún se sigue moliendo azúcar, en otros se suplantó la caña por otros sembrados. Triste el caso de Puerto Rico Libre, por citar un ejemplo conocido. Todos los habitantes del poblado vieron, impotentes, rodeados por un silencio sepulcral, a los trabajadores y camiones de la empresa Materias Primas, que desmontaron y cargaron, pieza a pieza, su amada fábrica. A este infausto momento se le conoce como «el desguace». ¿Alguien sabe otras palabras así de horrendas en el castellano? El viejo ingeniero que me contó la anécdota no paraba de llorar. Los tambores de Conchita nunca más han resonado con la alegría de antaño.

Historias semejantes se clonaron en muchos municipios del país. Y hace daño pensarlo. Sobre todo cuando de los resultados se trata. Si bien no me es dable hablar de ello, siento el más comprometido derecho a transmitir mi preocupación: ¿qué va a pasar con el sector? Creo que se necesitan respuestas más esclarecedoras y menos triunfalismo a la hora de referirse a la caña en los medios informativos. Nos lo merecemos y se le debe a quienes dedicaron su vida a la más dulce de las contiendas.

Azucar

(Foto: Ernesto Mastrascusa/EFE)

El porrón con agua, el sol inclemente o el frío en la mañana, los almuerzos en el mismo campo, el pelotón y los amigos, los trabajos voluntarios… Sí, agobiantes estas tareas, pero muchos y muchas las acometieron con la certeza de la utilidad, del bien común. Tantos años lo corroboran.

Tantos años inmersos en el cultivo de la caña que amamantó a esta nación.

Ah, esa caña, casi olvidada hoy por entre las chimeneas que ya no exhalan el aroma dulzón de sus calderas. Esa caña que ya no viaja por el ferrocarril y las líneas hasta el ingenio que todo lo pudo, que todo lo tragó, que pidió más y más en el tiempo para no detener la molienda y las ganas de hacer por esta tierra, también alimentada con el guarapo de su gente.

Esa caña de azúcar que se saborea en el cubanísimo café, en la leche de la mañana, en los dulces de la abuela. Esa caña que reverdece entre las manos de quienes aún sueñan con el pitazo tempranero convocando al surco. Esa caña, que aún desde el azúcar de la desmemoria, de alguna manera siempre está.

La callada molienda

¿Y a quién le hablaremos de molienda,

con las manos lejos del corte,

de la caña ondulante que tampoco está?

¿A quién le contaremos del pitazo

a las tres de la mañana?

(El zumbido que permanece cuerpo adentro,

abocado en los tímpanos,

que reverbera entre el ceño de vez en vez,

unipersonal y mecánico

hasta el fin del tiempo muerto).

¿A quién le enseñaremos cómo se vive del surco

y del agua compartida en la tinaja de barro?

Porque ya nadie conduce las carretas rechinantes,

los alcoholes de la miel,

esos que solo transitan ahora

por las gargantas sedientas.

¿Qué hacer con tanto sombrero de guano,

con tanta camisa de caqui

y pantalón de mezclilla?

¿Con el machete en el portal y una báscula al vacío?

Pregúntenle a este enmudecido terraplén

a qué sabe el azúcar de la desmemoria.

19 marzo 2022 31 comentarios
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Penélope
Migración

Las Penélopes cubanas

por Maylan Álvarez 5 marzo 2022
escrito por Maylan Álvarez

Para Dalia, deshojada

***

El único suelo firme en el Universo  es el suelo en que se nació.

O valientes o errantes, o nos esforzamos de una vez,

 o vagaremos echados  por el mundo, de un pueblo en otro.

 José Martí

***

Cuando el miércoles pasado despedí a mi hijo, reclutado para iniciar el Servicio Militar Obligatorio, algo en mí cambió de sitio. Durante dieciocho años he tratado de armarlo con herramientas que solo tienen que ver con el amor, la dignidad, el respeto a sí mismo (y sobre todo, a los demás), las ganas de ser útil, siempre insistiéndole en que el trabajo no se come a nadie. Verlo partir ha quebrantado otro fragmento de mi ya frágil alma.

No niego que por momentos pensé en apelar a la objeción de conciencia al servicio militar, escudándome en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos. Lo haría por razones éticas, provenientes de la mujer de paz que pregono ser y que enarbolo como un estandarte antimilitarista: me opongo siempre al uso de armas y estoy en contra de cualquier tipo de violencia. Hace muchos años que me declaré un ser de armonía, a favor del diálogo, de pactar con el contrario. De evitar a toda costa los daños colaterales. Soy poeta, además.

De acuerdo con lo dispuesto en la Ley no. 75 de la Defensa Nacional, que establece el Servicio Militar por los ciudadanos, mi hijo partió a la previa por no sé cuántos días. Después lo conducirán a otra unidad y durante un año, aproximadamente, estará a merced de cuanta actividad militar establecida en la ley tenga que cumplir.

Lo mejor de todo es que regresará a mí, a su novia, a nuestra familia, cuando le notifiquen su baja. Emprenderá la universidad y el tiempo en «el verde», «vestido de aguacate», si Dios lo permite, trasmutará en anécdotas, o en mensajes a los amigos que conoció en el reclutamiento. En fin, todo quedará atrás, como el agua pasada, que no mueve molinos.

Pero como madre, como cubana, hay una zona en mí que no reposa. Porque por estos días otras madres, otras cubanas, han despedido a sus hijos, a sus nietos, a sus esposos, y lo peor de ello es que no tendrán jamás la certeza del tiempo que les tomará el reencuentro. Y la partida no es para el Servicio Militar, ni mucho menos. De hecho, entraña mar, o cielo, otros cielos; quizás menos azules que nuestro cielo, pero más despejados.

Hablamos de la emigración —debí poner la palabra en mayúscula, negrita y cursiva. Lo preocupante es que se comenta mucho más de este fenómeno puertas adentro, en los barrios, en las paradas, en los centros de trabajo, que las referencias que encontramos en los medios oficiales de comunicación.

Todos los días me entero de alguien del reparto, o un amigo de un amigo, o algún amigo que se fue, no está y no me queda ni su ausencia. Internet es un hervidero de historias de viajes, diarios de carretera, fotos de quienes hasta se atreven a cruzar, solos o acompañados por la familia en pleno (léase esposas embarazadas o lactantes), el pantanoso y peligrosísimo Tapón del Darién, entre Colombia y Panamá; o el siempre bravo, río Bravo del Norte.

Conozco de primera mano toda la travesía del sobrino de una amiga. En Cuba lo despidió, simbólicamente, el 28 de enero. Me asegura que vivió junto a él, desde una apk de su teléfono, el traslado en avión hasta Nicaragua. Alguien lo esperaba en el país de los volcanes y de ahí, junto a otros cubanos y sus respectivos coyotes, inició el periplo que incluyó la extorsión a retenes en Honduras y la llegada a Guatemala, siempre con el susto a flor de piel. Carreteras desconocidas, otra cultura, dinero insuficiente y mucho soborno. Menos mal que el idioma compartido en las Américas ha cumplido su rol.

Le digo a mi amiga, a través del humo de su cigarro, si no en plan consolación al menos como una vendita sobre la llaga, que casi todos llegan. Que he escuchado cuánto se ayudan los unos a los otros, sin importar la nacionalidad. Que la emigración hermana, cuando el visado responde a la penuria compartida.

Penélope (2)

Imagen promocional de Clandestina basadas en el inhóspito trayecto migratorio de los cubanos. La marca pidió disculpas dado que la campaña ofendió a muchos internautas. (Foto: Twitter)

Nunca pudo abordar el avión que lo conduciría de Cancún a la frontera con los Estados Unidos. Ahora mismo, el sobrino de mi amiga está preso en el Instituto Nacional de Migración de México, un órgano técnico de la administración pública federal, dependiente de la Secretaría de Gobernación, ampliamente criticado ante el mundo por su perfil policíaco, infiltrado por el crimen organizado, que favorece la ilegalidad y la corrupción y tolera los abusos cometidos por servidores públicos y delincuentes. Si esta información es cierta o no, ya son muchos los que la conocen y replican, y cuando el río suena…

Al sobrino de mi amiga lo conducen fuera de su celda una hora al día para que tome el sol. Las llamadas a la familia son de apenas cinco minutos. Nadie le da información cuando pide hablar con los superiores, alguien al mando. Allí, explica en escuetos mensajes, son cientos y cientos de inmigrantes en su misma situación: ilegales.

Por las cuentas y los cuentos de mi amiga, este riesgoso viaje tiene el valor de diez mil dólares. Ella me confiesa que tiene ganas de meter las manos por la apk de su teléfono y ayudar de alguna manera a su sobrino. Solo le queda aguardar. A ella y a otro grupo enorme de mujeres cubanas, que vieron partir a sus seres y solo esperan por ese soplo de vida entre llamada y llamada telefónica. Las Penélopes cubanas, con mucho de mártir, pero poca certidumbre.

Se va haciendo cotidiano el hecho de la migración en Cuba, no por ello menos doloroso. Menos agresivo. Escucho comentarios que van desde la impericia de algunos al admitir que se irían hasta en una caja de cartón de ser posible, hasta lo impropio de asegurar que solo en Cuba se quedan los que no tienen el dineral que implica la travesía.

Jamás pondría en tela de juicio a los padres que someten a sus hijos a semejante viaje ante lo incierto: oficiales de migración, selvas, ríos a cruzarse en la madrugada. Pero «algo» mayor está sucediendo y a ese «algo» no se le está dando la cara. Sobre ese «algo» no se está hablando y tampoco veo la solución a corto, ni mediano plazo. No escucho datos, ni fuentes confiables oficiales, de cuántos cubanos están viajando día a día más allá de nuestra isla. Más allá del suelo firme en que se nació.

Y la batalla personal por el Edén soñado se ha convertido en otro eje temático, paralelo a las escaseces, a la precariedad con la que muchos están lidiando. Y es preocupante, muy preocupante. Porque en situaciones así, salen a la superficie las mejores posturas de los hombres, pero también la mezquindad.

Creo entonces que definitivamente y a no muy largo plazo, la familia cubana saldrá muy lastimada. En ese edificio con seguridad, cuartos espaciosos, cocina para mil comensales y salidas de emergencia que es la familia, comienzan a resquebrajarse los cimientos. En muchos núcleos ahora mismo falta algún miembro y otros pronto se despedirán. Y atrás quedan los más ancianos, los desvalidos, los albañiles que forjaron los cimientos. Todos conocemos casos donde la familia en pleno vive fuera de Cuba y alguien se encarga de «los viejos» para quedarse a posteriori con la casa.

Repito que jamás pondría en tela de juicio el actuar de ningún semejante. Me remito a los hechos, tal cual los vemos a diario, más de lo que deseamos. El desespero impele a los seres humanos a la búsqueda de todo tipo de soluciones y la piel va quedando en el camino. Para nadie es un secreto que existen comunidades de cubanos en los más disímiles países de todos los continentes. De seguro que de aquí a unos añitos, los nativos australianos aprenderán a comer el congrí con mucha grasa y chicharrones de puerco, o las familias costeras en Surinam prepararán tamales para los almuerzos del domingo.

Posdata: Como una Penélope más esperaré a mi hijo, para apapacharle entre las telas de mi amor. Ojalá otras Penélopes cubanas puedan dejar de tejer también.

5 marzo 2022 14 comentarios
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María Luisa Carrasco (P)
Ciudadanía

María Luisa Carrasco

por Maylan Álvarez 19 febrero 2022
escrito por Maylan Álvarez

Dichoso el árbol

que es apenas sensitivo.

Y más la piedra dura,

porque ella ya no siente.

Rubén Darío

***

Después de ocho años volví a una película —y tendrán que disculparme las referencias cinematográficas más de dos veces en estos comentarios sabatinos— que asumo como un clásico sobre la violencia. A priori, muchos pensarán de inmediato en los hermanos Coen, Haneke, o en el tremendísimo Tarantino. Este viaje nos conduce más al Peloponeso: Yorgos Lanthimos, el director griego, y su película del 2010 Kynodontas.

Presumo que algunos lectores preferirán verla a que yo se las narre. Pero en mi afán por contarlo TODO, necesito hablar sobre la primera escena. Uno de los tres hermanos protagonistas propone un juego en el baño. Para ser el ganador debes sostener la mano bajo el chorro de agua hirviente el mayor tiempo posible. Basta decir que la película va subiendo la parada de la violencia intrafamiliar a tales dimensiones, que todos los implicados estarán muy dañados para cuando pasen los créditos.

También el espectador. También yo, al punto de llamar por teléfono a varios amigos minutos después de verla para comentar sobre la película, no sin antes venderles como aperitivo esa primera escena.

Y más que a la violencia, ese momento me remite a la tenacidad. A todo lo que puede soportar el ser humano, incluso sin razones de peso aparentes. «A brindar por el aguante», como de manera tan erudita nos invita René Pérez, el Residente de Calle 13.

Quizás algunos coincidan conmigo en que por estos días estamos soportando mucho, aguantando demasiado. Metafóricamente hablando, casi todos tenemos una mano, o ambas, bajo el chorro de agua caliente, esperando el fin del juego.

Y es cierto que no solo en Cuba. Por solo citar un ejemplo, ya solo veo documentales en Rusia Today, porque son especialistas en ponerme los pelos de punta si de noticias aterradoras se trata: guerras, hambrunas, sequías, la mala distribución de los recursos en el planeta, la maldita emigración, etc, etc, etc…

La lista pudiera ser particularmente extensa, pero creo que otros coincidirán conmigo que, en lo que vamos arreglando la Pacha Mama, hay cosas que pueden ser resueltas a nivel de país. Es más, a nivel de provincia, incluso de municipio, en el caso de Cuba. No me parece que tengan que intervenir la OTAN o la OMS para que distribuyan las toallitas sanitarias, nuestras archiamadas y siempre bienvenidas íntimas, a la farmacia del reparto. A este asunto, que me encanta, regresaremos dos páginas más adelante.

Porque primero pretendo hablar del chorro de agua caliente. El mío, el de muchos cubanos de a pie. Y es que no me lo puedo quitar de la cabeza, porque se ha convertido en un eje central de nuestra vida: las tiendas en MLC, rebautizadas con el nombre femenino de María Luisa Carrasco desde su nacimiento, hace poco más de ¿un año? ¿dos?

Está bien, ya me lo explicaron, había que hacerlo, pero… ¿y? ¿Y los que, como yo, no tenemos MLC? Dios, mi esposo y mis amigos no me dejarán mentir. Jamás he puesto un pie en ningún establecimiento para comprar con tarjeta, y aquí les va el aumento de temperatura del agua: la historia del día en que casi entro a una. Casi. Por equivocación, por supuesto.

Mi esposo y yo andábamos por el Centro Comercial Todo en uno, en Varadero, buscando zapatos para los niños. Claro que no conseguimos zapatos, querido lector, pero di de narices en el mercado con una cola que prometía.

Solo quienes hayan vivido momentos semejantes, pueden dar fe de mi entusiasmo. Las paredes transparentes me regalaron una vista espectacular. Ya me imaginaba a mis hijos con los yogures de platanito, qué de plátano… conté como cuatro sabores diferentes. En la tablilla informativa mis ojos pasaban del queso al puré de tomate, las pastas italianas, el jamón serrano, las pintas de aceite… Y yo nada más había guardado ochenta CUC en la cartera… Qué mujer tan poco previsora.

Una muchacha me aseguró que ella era la última, pero que en lo que la cola andaba, iba a tomarse una cervecita con su novio. ¿Cerveza? ¿Aquí? La cuestioné mentalmente y seguí haciendo cuentas, hasta que llegó mi turno y la muchacha sin aparecer. Abrió el custodio la puerta para darme paso, no sin antes aplicarme desinfectante en las manos y junto a la desinfección abrió en mi pecho la grieta más honda que manos cirujanas pudieran suturar.

Creo que nunca terminé de leer lo que decía el cartel en dos idiomas: Solo tarjetas. Y mostraba las referencias de las tarjetas que podían comprar en el mercado/Jauja. Inocente yo.

No sé cómo lo habría tomado el custodio de haber conocido la verdad. Atiné a musitar, de la manera más creíble y pausada: ah, caramba, dejé la cartera con las tarjetas en el carro. ¡Qué cabeza la mía! 

Lo que salió para el parqueo fue un bólido. Mi esposo me esperaba, no con cerveza pero sí con agua, y me tomé su pomo y el mío, y aun así no lograba calmarme. Le soné par de cocotazos a la guantera del carro, pobrecito, y mi amor tuvo que soportar el recordatorio histórico una vez más:

«que ya estaba harta de ser de la generación de las escuelas al campo, de comprarme zapatos solo cuando se rompían los que llevaba puestos, que si las tiendas del oro, que si las diplo-tiendas, que si mis padres profesionales jamás pudieron ir a ningún hotel después de los noventa, que si mi papá tuvo que ir para Angola, que si mi suegro se quedó con la carta en la mano para comprar el carro, y ahora esto… Otro lugar donde no podía entrar».

En fin, la catarsis de una mujer cubana que pareciera replicarse en tantas y tantos que conozco, con equívocos y recordatorios históricos semejantes.

Ha pasado el tiempo y las tiendas ahí, sin recibir mi cálida visita. Y he tenido que comprar lo necesario, lo vital, a otros precios; o esperar a que venga alguito a la TRD del barrio. En ese estado de cosas, las manos de amigos o de la familia han sido inequívocamente imprescindibles, porque las toallitas sanitarias, las sempiternas amigas íntimas de toda mujer, se compran en MLC. 

Y lo demás también.

María Luisa Carrasco

Almohadillas sanitarias marca Mariposa (Foto: Laura Rodríguez Fuentes / Cubanet)

Dice mi suegra que las hay de todo tipo: nocturnas, diurnas para flujo normal, para flujo normal plus ¿?, con barreras antiderrames, delgadas con o sin alas, con o sin gel absorbente, excelentes canales de distribución…

Dios sabe todas las cosas. A lo mejor por lo ignorante que soy ante semejantes especificaciones, es que no tengo acceso a comprar toallas higiénicas con María Luisa Carrasco. En Cuba solo he conocido las íntimas Mariposa, cada vez menos absorbentes, con menos pegamento y menos arribos a la farmacia.

Como bien le comenté a un amigo hace muy poco: esa mariposa hace rato que no vuela para mí.

Y no vamos a hablar de los precios. Bueno, los de MLC no los conozco. Supongo que la cotización de los paquetes vaya en consonancia con la cantidad y la calidad. Los que me sé son los de Mariposa. En los primeros meses de la COVID los paquetes de diez, sin dibujitos ni especificaciones, costaban cuarenta pesos en monumento nacional. Quiero decir, en moneda nacional.

En momentos de crisis los he pagado a setenta, como si fuera a comprarme una mariposa Monarca, ese espléndido ejemplar de la fauna mundial. En otras ocasiones solo he tenido que dar las gracias, porque la sororidad entre mujeres cubanas merece un comentario aparte.

La historia se repite una y otra vez, y mi suerte está echada con mis dos hijos varones. No me imagino como mi mamá, cortando y preparando trapitos para que pudiera malpasar el período en la beca. Eso sería semejante a meter, no mis manos, sino la cabeza bajo el chorro de agua hirviente, por muchíiiiisimo tiempo. La verdad es que TODO tiene sus límites.

Y no puedo desdecirme de tal manera que cierre este momento, este tópico tan ¿íntimo?, sin compartir el poema que publiqué en uno de mis libros, en el 2016.

El año tiene doce meses

pero a mí me da la menstruación trece veces por año.

Como las fases lunares. Cada veintisiete días.

En la Biblia que si impuras,

los egipcios que si baños especiales después de cada regla,

los chinos antiguos que si la sangre menstrual

no debía tocar el suelo por temor a ofender

al espíritu de la Tierra.

Las mujeres como yo en la historia de la humanidad

han sangrado dos veces:

por el truco de la sonrisa vertical,

el orificio de entradas y salidas,

el túnel excavado en el cuerpo para dar y recibir

y por el pecho,

también se menstrúa por el pecho

con más fuerza,

con más peste,

con más regularidad,

quizás más de cien veces por año.

Sangra,

sangra el pecho,

mana,

mana la sangre,

y no hay almohadas,

toallitas,

íntimas,

pacas de algodón

que contengan un torrente tan doloroso.

***

Posdata: Soy el número 288 en el censo de las íntimas en la farmacia del reparto. No distribuyeron en enero. No saben si yo alcance a comprar en febrero. ¿Cuál otro poema le escribo a mi cuerpo? ¿Alguien me puede resolver el gmail de Lanthimos?

19 febrero 2022 12 comentarios
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Maga (1)
Ciudadanía

Yo quiero ser una maga en Cuba

por Maylan Álvarez 5 febrero 2022
escrito por Maylan Álvarez

Draco dormiens nunquam titillandus
(Nunca le hagas cosquillas a un dragón dormido)

***

Recuerdo vívidamente la entrevista de J. K. Rowling, la archiconocida madre literaria de Harry Potter, para un documental británico. Afirmaba que a inicios del 2007, cuando escribía Las reliquias de la muerte, su último libro de la saga, estaba contra reloj para la entrega del manuscrito a la editorial y hubo días en que deseó que algo malo ocurriera con su mano derecha. «Una torcedura, un hueso fracturado, una quemadura», confesaba riéndose y sosteniendo un ejemplar del libro con la mano diestra, eran las excusas perfectas para detenerlo todo.

Por lo menos ella sabía, con el éxito asegurado de antemano, que podía contarlo TODO. El mundo esperaba por otra historia del joven mago. Ella no iba a decepcionar al mundo.

Por estos días de incertidumbres, yo quisiera tener a tope mi mano derecha, aún bajo presión, también para contarlo TODO. Porque mis historias tienen su poco de magia. Las historias de todas las mujeres cubanas tienen su poco o su mucho de magia. La diferencia soy yo, o nosotras, cuando hablamos del rol protagónico. En mi caso, mujer en la cuarentena —en edad y rango epidemiológico—, dos hijos, esposo y para mi desgracia, no poseo una varita mágica. Ni siquiera me la dieron a escoger, como a Harry Potter. Mis calderos casi parecieran que hacen magia, pero no. He dicho casi.

En mi barrio todas y todos saben que mi cocina está rebautizada como «el laboratorio de alquimia», porque de un tiempo acá lo mínimo que he descubierto en ella es la piedra filosofal. Algún día la gastronomía cubana me reivindicará. Sinceramente, no sé cómo logro un elogio por parte de mis hombres, porque de toda la vida los potajes de frijoles llevan ajo y cebolla…

Maga (2)

Ni qué hablar de hacer las pociones mágicas que contengan leche. Desterramos a los postres. Ahí, frente a la meseta, es cuando una esgrime el socorrido ay, ya yo he tomado la leche suficiente, ahora les toca a mis hijos, que están creciendo, una y otra y otra y otra vez más. Si mi meseta hablara… porque la verdad es que me tiene una paciencia…

Para complacer a mi primer vástago cruzo el Niágara en bicicleta casi todos los amaneceres: la magia tiene sus límites cuando nos referimos a los productos de la bodega. Los subvencionados. Mi hijo mayor tiene dieciocho y el más pequeño apenas seis. O sea, solo tengo asignado un litro de leche diario hasta que cumpla los siete.

Preparo dos biberones —mea culpa si sienten que lo tengo malcriaíto—, uno para la mañana y otro para la noche. No lleno la probeta hasta arriba y así he obtenido ganancias tales que mi hijo mayor puede ir con un vasito de leche para la escuela. Y su respectivo pan de la bodega con… con algo de la carnita con salsa, o la salsa de la noche anterior. Sin contar las dádivas en MLC (léase MAYONESA), pero eso será narrado como Dios manda en otro episodio nacional.

Como en los laboratorios de los magos, por lo menos en las películas y novelas que yo he visto o leído, no se experimenta con chocolate, hago honor a tan solemne apotegma. Yo tampoco tengo semejante polvo en mi cocina. El chocolate, además de que está más perdido que el elixir de la vida, es caro, caríiiiiiiiisimo si te lo encuentras, o él te encuentra a ti. Además, es dañino, crea dependencia y he tratado siempre de criar a mis hijos por un camino alejado de los malos hábitos.

Antes de cocinar la leche, previamente colada —y quienes reciben la leche de la bodega saben a lo que me refiero—, quemo azúcar y mis hijos se toman la leche con caramelo más sabrosa y saludable del mundo. Eso piensan ellos, según creo yo, porque nunca más los pobrecitos me han pedido que le agregue chocolate. Ya se acostumbraron.

Y hacen bien.

Y hablando de acostumbrarse, hace bastante que tampoco me preguntan por el queso y el jamón y las aceitunas y las compotas y los yogures de pote y el helado de verdad y el sorbeto y las galleticas de cualquier sabor y los refrescos de pomo y los jugos de caja y las barras de mantequilla, y, y…

Repito: hacen bien.

Y mi corazón lo agradece.

Si rozo la zona de los vegetales, no hay mandrágora que se escape de mi cuchillito con cabo de madera, el que me arregló Julio, mi vecino. Imagínense las zanahorias, o las coles, o los tomates, o los pepinos, o los ajíes, que son los únicos vegetales que una logra llevar a casa, con precios semejantes al del chocolate, regateados muy duro al carretillero, a la par que le quieres confiscar la pesa y metérsela por el centro de la cabeza cuando te dice: son 400 pesitos namá, mi tía.

Maga (3)

(Foto: ADN Cuba)

Aquí prometo, ante la Santa Palabra, no hablar de la malanga ni del guagüí. Por suerte, ya no me especializo en fórmulas de bebé.

En el patio tenemos unas matas de plátanos que cuidamos como un familiar cercano. Que si el agua, que si las babosas, las malas yerbas, renovar las cepas. Todas y todos en el barrio han comido de esos plátanos y de los aguacates, ah, los aguacates. Lástima que los aguacates y los mangos solo sean frutos de estación. Y también son caros.

Aún lamentamos la pérdida de la mata de chirimoya en el verano pasado. Se cayó, sin avisar para poder prepararnos, con tiempo y herramientas motivacionales, de tan fatídica muerte. Con ella fallecieron (sin posibilidad de  resurrección, como el ave Fénix) un montón de desayunos y meriendas y regalos en forma de chirimoya. Que el Señor la tenga en la Gloria: fue de enorme ayuda en su vida para tantos. Han existido seres humanos menos dadivosos, me consta.

De más está decir que jamás dedicaré unas líneas a mis encantamientos con carnes. No, no, no. Para ello sí se necesita un diploma de graduada cum laude del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Por ahora tres tips, para los que se embullen con semejantes cocciones tóxicas.

Paso 1: Llamar a algún amigo de un amigo que sepa quién tiene o quién va a matar. (Nos referimos al cerdo, vale la aclaración).

Paso 2: Asegurar, con tu mano sobre el fuego, que vas a comprar más de diez libras. De ser posible, un pernil, aunque sea entre veinte comensales.

Paso 3: Esperar, con la mano vendada sobre el teléfono, para salir corriendo en cuanto tengas luz verde, no vaya a ser que se confundan: te olviden por ser el amigo del amigo y vendan tus diez libritas a otro consumidor más afortunado. En este paso, mi esposo tiene estudios superiores.

(Los tips 4, 5 y 6 están reservados solo para aquellos que hayan llevado a buen término los pasos antes explicados).

Maga (4)

(Foto: Cubanet)

Y ahora un minuto de silencio para ponerme seriecita.

¿Que cómo lo logro? ¿Que cómo salgo de la cama diariamente a comerme el mundo? ¿Que cuál es mi fórmula?

Ni los magos ni los hechiceros, ni las mujeres cubanas podemos revelar nuestros trucos. No los hay, no son tales, no existen, al final son pura ilusión, sortilegio.

Aquí me tocó vivir. En este país enterré a mi madre. Cuido por teléfono a mi papá. Aquí estoy envejeciendo y cuidando de mis hombres bajo un techo prestado, con estas ganas de trabajar que tengo, como diría Martí, por la utilidad de la virtud. Y hay días en que me cuesta, sí que me cuesta, vaya que me cuesta…

Yo, como Harry Potter, tengo todavía muchos problemas por resolver. Sin varita, ni escoba que me lleve y me traiga. Lo que daría por una capa como la suya, para volverme invisible a ratos.

Yo, como J. K. Rowling, tengo muchas cosas por decir. Quiero contarlo TODO. He dicho.

Y si tuviera problemas con la mano derecha… seguro que aprendo a escribir con la izquierda.

Posdata: Se me olvido hablar de la magia básica cuando vas a cocinar pollo. Solo lleva el paso 1: Abrir tu mente astral y olvidar que llevas mucho, mucho tiempo cocinando solo pollo…

5 febrero 2022 18 comentarios
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