La lucha por la concreción de la Revolución como proyecto fue compleja en el segundo lustro de los sesenta. Las tensiones ideológicas no solo se expresaban en el campo de la oposición, sino que incluso muchos revolucionarios se enfrentaron a la imposición del marxismo-leninismo como filosofía que sustentaría al modelo manifiesto del «socialismo real» implementado por la URSS y los países del campo socialista. Súmese a ello una serie de acontecimientos, como la muerte del Che en Bolivia y, años más tarde, en 1970, el fracaso de la «zafra de los diez millones».
Dadas las circunstancias económicas del país, en 1972 el gobierno cubano toma la determinación de ingresar en el CAME. Ello trajo como consecuencia, en el ámbito de la ideología, una subordinación a la hegemonía del pensamiento soviético que se contradecía con los principios enarbolados en los mismos inicios del proceso. En las Palabras a los Intelectuales, de Fidel Castro, se había establecido una especie de nudo gordiano, pues la exhortación a conformar un modelo de pensamiento artístico y literario auténtico, libre y propio; era frenada por el requerimiento constante a expresarse dentro de estrictos principios de disciplina, acatamiento y confiabilidad en todos los campos del saber, la ideología y la política.
En 1971 se celebró el Primer Congreso de Educación y Cultura. Como consecuencia del mismo, en la cultura artística se desarrolló —y no solamente entre 1970 y 1975 como muchos plantean—, lo que el ensayista cubano Ambrosio Fornet denominara quinquenio gris, período en el que, a nombre de la integridad, dignidad y moralidad ideológica de la Revolución, fueron segregados y condenados socialmente escritores y artistas de todas las manifestaciones.

Ambrosio Fornet (Foto: Cubadebate)
Diversos escritos y análisis sobre este álgido momento de la cultura cubana, mencionan los nombres de los grandes escritores José Lezama Lima y Virgilio Piñera, como figuras que ejemplificaron, junto a muchas otras, el escarnio dado por las autoridades culturales a todos aquellos que tuvieran la condición de homosexuales. Sin embargo, la actitud de represalia asumida por los ejecutores de la política dictaminada en el Congreso, trascendió el marco de la homosexualidad —a pesar de ser este el aspecto más polémico a debate—; fueron repudiados igualmente todos aquellos cuyas actitudes se consideraron «desviaciones ideológicas».
Se juzgaba por problemas de «diversionismo ideológico» a los que gustaban de escuchar música en inglés, fuera rock, baladas o jazz. Hallamos nombres como el de Pablo Milanés, que ya tenía un reconocimiento dentro de la música filinesca, vinculados con las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP); correccionales donde se intentaba reformar la conducta de jóvenes que presentaran esas supuestas desviaciones.
Allí fueron a parar religiosos de todos los credos, fundamentalmente católicos; homosexuales, delincuentes y no delincuentes. Sería un momento propicio para saldar cuentas, saciar envidias de mediocres y pseudo-artistas y obtener reconocimientos con el fin de escalar puestos a partir de victorias pírricas.
No obstante, existe una arista del problema que por lo sensible ha sido poco abordada, y que hoy, a sesenta años de la fundación de la Enseñanza Artística, y a las puertas de someterse a referendo popular, el próximo 25 de septiembre, un nuevo Código de las Familias —que reprueba toda forma de discriminación por motivo de edad, sexo, orientación sexual, identidad de género o discapacidad; condena toda forma de violencia; aboga por la «autonomía progresiva» de jóvenes y adolescentes; otorga a los niños el derecho al protagonismo en sus relaciones cotidianas, su entorno familiar, la escuela y la comunidad; y confiere la prerrogativa a niñas, niños y adolescentes a ser tratados como sujetos de derecho—, sería conveniente retomar.
Se trata del impacto en las entonces nacientes Escuelas de Arte de aquella política cultural, autoritaria, sectaria y dogmática.
Las actitudes de franca intolerancia de algunas de las direcciones de las Escuelas de Arte con sus estudiantes a partir de la puesta en vigor de lo declarado en el Congreso, evidenció no solo el extremismo y abuso de poder de los directivos, sino su falta de formación profesional para llevar a cabo el proceso docente educativo en un centro de esa índole; más aún, la ceguera e insensibilidad para dirigir escuelas en las cuales se formaban niños, adolescentes y jóvenes con talento artístico.
Estos tristes personajes protagonizaron los episodios más grotescos de castigos, vejaciones y expulsiones realizados en la historia de la educación cubana, ignominia que laceró y mutiló a una pléyade de futuros músicos, bailarines y estudiantes de artes plásticas.
Es importante señalar que muchos dignos profesores pertenecientes a estos claustros defendieron a sus alumnos, lo que les trajo como consecuencia que fueran estigmatizados y consiguientemente aislados del contexto de la vida cultural de entonces; otros, por miedo a perder el puesto, o por chantaje, se vieron obligados a llevar una doble vida.
En este proceso de «purga» desempeñó un papel fundamental la Unión de Jóvenes Comunistas que, dentro del estudiantado, sirvió como ejército de vigilancia y delación. Las actitudes juzgadas como desviaciones o diversionismo ideológico por parte de la militancia juvenil, eran informadas en asambleas de estudiantes celebradas semanalmente ante el Consejo de Escuela, integrado por dirigentes de organizaciones estudiantiles, militantes, profesores y el Consejo de dirección, y en las cuales, «autocríticamente», los alumnos eran conminados a responder, delante de todo el estudiantado, de acuerdo con las acusaciones imputadas.

1971. De la serie “Re-construcción. Quinquenio Gris”. (Imagen: Alejandro González)
Muchos adolescentes y jóvenes fueron víctimas de humillaciones y, lo que es peor, de maltrato psicológico por simples conjeturas y malintencionada sospecha. Lo triste de ello es que muchos de aquellos «militantes» que optaron por asumir actitudes extremistas no pasaron a las filas del PCC, otros renunciaron a esa organización, han abandonado el país o están hoy pujando por hacerlo.
De aquella realidad quedan amargas historias, como la del joven pianista matancero Fabio Hernández, al que se le auguraba un futuro profesional pleno y con el cual se ensañaron por hallarle «rasgos de homosexualidad». No solo fue expulsado de la Escuela Mártires de Bolivia, sino que le enviaron como correctivo a trabajar a una prensa en una fábrica de conformación de metales, donde generalmente, sin experiencia, el resultado podía ser la pérdida de una mano o un brazo.
Fue tanta la iniquidad y el menoscabo a su persona, y las heridas psicológicas, que no pudo soportar y terminó suicidándose. Está el caso también de David Rodríguez de Armas, apenas un adolescente de dieciséis años, estudiante de piano de la misma escuela, reprimido por la misma causa; que un día desapareció y del cual nadie jamás volvió a tener noticias.
¿Qué decir de la persecución a los estudiantes religiosos de todos los credos?, ¿cuántos tuvieron que renegar de su Fe, o asistir a sus iglesias, casas de culto o templos corriendo el riesgo de ser delatados o expulsados de las escuelas? A ellos, por sus filiaciones religiosas, no se les consideraba «integrales» y, aun cuando tuvieran probado talento, no les otorgaban becas en el extranjero. Queda en mi recuerdo como docente el nombre de María Magdalena González, que obtuvo el número diecisiete en el escalafón para optar por estudios superiores y por ser metodista no le otorgaron la continuidad en la especialidad que solicitaba.
Sí, es incuestionable que cuando se fundó el Ministerio de Cultura, la política cultural intentó restañar aquellos errores, pero las heridas quedan en la memoria de toda una generación. Algunos artistas que fueron expulsados de aquellos centros docentes lograron hacer carrera en el extranjero. Otros, personas de sólida conducta social, a fuerza de talento se han impuesto y ostentan Premios Nacionales. Incluso, los hubo que por su intelecto y desempeño artístico ocuparon u ocupan cargos de dirección o técnicos; pero la marca indeleble de la injusticia permanece en cada una de sus historias de vida.
Olvidar todo eso sería imperdonable. La sociedad ha cambiado y el contexto aparenta ser diferente; no obstante, es reconocible que en medio de otras realidades aún subyacen reminiscencias de pensamientos y posiciones similares a las de aquella triste época. Ojalá y el nuevo Código de las Familias no sea solo el reflejo para el mundo de lo que queremos ser, mientras, en lo profundo de la sociedad, no somos ni estamos preparados para serlo. Ojalá no resulte letra muerta, y que los niños, adolescentes y jóvenes se conviertan en verdaderos sujetos de derecho, para que hechos como los que rememoro, y que sufrí, no se repitan en Cuba.