«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Solo siete palabras bastaron a Augusto Monterroso para articular este relato que destaca tanto por su laconismo como por su significación. El micro cuento del escritor guatemalteco ha tenido, a lo largo de la historia, numerosas lecturas. Ahí probablemente radique su fuerza, en que sea el lector quien determine las múltiples aristas del escueto relato, y ofrezca, según su percepción o interés, un significado del mismo.
Recuerdo haber descubierto El dinosaurio cuando era un estudiante universitario. En una feria del libro, caminaba junto a un socio, recuerdo que hablábamos de filosofía, revoluciones, marxismo —conversaciones típicas de dos estudiantes de Historia— y nos cortó el paso un grupo de muchachos —estudiantes de Periodismo o Comunicación, según dijeron—, que filmaban una especie de corto documental sobre el cuento en cuestión y el significado que para los entrevistados tenía.
Habiendo escuchado nuestra conversación, el grupo que desarrollaba un proyecto de investigación, evidentemente quería una lectura política de aquella escueta historia. Sería oro, más en un país tan cerrado a la crítica como el nuestro, en el que esta clase de materiales resultan piezas de arte aunque poco transmitan realmente.
En aquella época yo no pensaba como ahora —bendita sea la dialéctica—, era un muchacho de provincia, de poco mundo y escaso contacto con la realidad. Nublado por el dogmatismo y la visión acrítica que tenía del proceso cubano, decliné dar respuesta a la interrogante: ¿qué representa para ti ese dinosaurio? Aquel momento, sin embargo, me ha perseguido toda una vida.
Unos años después, graduado e impartiendo Historia de Cuba, recurrí al micro relato de Monterroso. Formulé a mis estudiantes la misma pregunta que años atrás había declinado contestar. Las lecturas al mismo, en muchos casos, fueron sorprendentes, pero un elemento común las unía a todas, o a la gran mayoría: el matiz político. Para casi la totalidad de los estudiantes que se motivaron a interpretar la sintética línea, el dinosaurio representaba lo negativo de la sociedad: la burocracia, la corrupción, el egoísmo, etc.; y es lógico, más si se tiene en cuenta la enorme carga política que estos años han tenido para la sociedad cubana.

Jóvenes alfabetizadores cubanos en la Plaza de la Revolución, La Habana, 1961. (Foto: Telesur)
Por estas semanas de asfixiante calor, altas transmisiones de dengue y constantes cortes eléctricos, me vino a la mente el cuento del dinosaurio. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Dándole vueltas a las siete palabras, y cuarenta y una letras que lo componen, no puede evitar pensar en esta Isla, y en las múltiples generaciones que la habitan. Los apagones ayudaron a esas reflexiones, el tiempo muerto y la calma que conllevan, son propicios para la introspección o los debates en la casa, el barrio, o a través de las redes. Sin dar más vueltas, me explico.
Mis padres nacieron en el tercer año de las décadas del sesenta y setenta. La Cuba en que ambos vieron la luz tenía muy fresco en la memoria el recuerdo de la situación anterior al triunfo revolucionario: la amplia desigualdad, la pobreza extrema en las zonas rurales, la corrupción de las administraciones, el terror batistiano, etc.
Igualmente, aquella nación guardaba una vívida imagen de la lucha insurreccional, había coexistido con la alfabetización, Girón, la Crisis de Octubre, los constantes atentados y ataques terroristas estadounidenses, los movimientos de liberación nacional en el mundo, el enorme programa social de la Revolución. Frutos de ese nuevo país que intentaba erigirse, mis padres fueron partícipes del desarrollo de un proceso que parecía indetenible.
Cuando ellos eran jóvenes sobrevinieron los ochenta, la época dorada de la Cuba post 1959, la década en que la población, gracias en buena medida a la ayuda soviética, mejoró ostensiblemente su nivel de vida. Vivieron aquella época dorada pensando seguramente que los años de estoicismo irían siendo, de forma gradual, algo del pasado, un recuerdo vago.
Apenas puedo suponer lo que para ellos y millones de cubanas y cubanos representó aquel discurso de Fidel en Camagüey, durante un acto conmemorativo por el 26 de julio, en el que advertía sobre la posibilidad de la desintegración de la URSS y el campo socialista. Ninguno imaginaba que, tan solo dos años más tarde, Cuba recibiría la noticia de la desintegración del coloso de Europa del Este, y que los duros años iniciales serían nada frente a la austeridad que se impuso en los noventa.
El llamado Período Especial, representó no solo el colapso de la economía cubana y la quiebra de los felices ochenta; significó asimismo el fracaso de un modelo de socialismo identificado con la perfección, con una especie de entelequia. El referente ideológico había fracasado, desaparecido estrepitosamente, el socialismo cubano, de cierta forma, quedaba huérfano.
La difícil década supondría también un resquebrajamiento progresivo de varios de los indicadores de los cuales Cuba tanto se había vanagloriado en decenios anteriores; comenzaría a re-emerger la prostitución —nunca suprimida totalmente—, aumentaban el consumo de drogas, las actividades delictivas, la marginalidad, la pobreza; las brechas sociales, reducidas a diferencias insignificantes, se ensancharían abruptamente.
Todas estas y otras cuestiones asociadas al colapso del modelo, influirían lógicamente en la conciencia de millones de cubanas y cubanos y moldearían, en una Cuba muy distinta a la de sus predecesores, a las nuevas generaciones.
Los hijos del Período Especial, los que vinimos hacia el final relativo del mismo, así como los nacidos en el siglo XXI, somos gente desarraigada. Nuestros padres, aunque carguen con la contradicción de haber vivido dos Cubas diametralmente opuestas, poseen quizás mayor esperanza en la mejoría de la situación del país; nosotros, sin embargo, nacimos desanimados, nuestra memoria colectiva es huérfana de tiempos felices.
Nos queda solo el recuerdo transmitido por los viejos, las vivencias y experiencias que parecen lejanas y resultan, en no pocas ocasiones, meras idealizaciones. Nacimos y vivimos en un país carente de épica. Nacimos y vivimos en una nación con cada vez más amplias diferencias sociales, donde se erigen una vez más fastuosas casas frente a pírricas estructuras; en la Isla donde el salario languidece y amenaza con extinguirse sin rebasar la mitad del mes; en la Cuba de una escueta libreta de abastecimiento; de anaqueles desiertos la mayor parte del tiempo; de la descarnada oferta y demanda, de la corrupción y el egoísmo.
Nacimos y vivimos en la Cuba del Fidel en chándal, sin discursos vibrantes y largas y magnéticas disertaciones, en la época del discurso leído; somos hijos del triunfalismo, las consignas, la fraseología y los planes incumplidos; nacimos y vivimos en una Isla que ve partir a sus hijos, donde el sueño se reduce a surcar el mar, el aire, la selva o el río.
Para nosotros, los noventa eran historias de terror, la certeza de cuán peor podíamos estar. Pocos creímos que viviríamos de primera mano una especie de secuela de aquellos tiempos de apagones y escaseces extremas. Por estos días, en que la migración se ha disparado, en que las divisas campean y reducen a la insignificancia al peso cubano, en que los precios se desorbitan, en que el desabastecimiento agolpa la existencia y los cortes eléctricos minan la estabilidad emocional de cualquiera; los hijos del Período Especial, y de lo que vino después, estamos inmersos en una especie de crisis existencial colectiva.
La eterna espera y la desesperanza son el sino aparente de esta generación desarraigada, y ahí, precisamente, creo que está nuestro dinosaurio, en esa certeza y en la incertidumbre del futuro.
Uno más dentro de esta generación desarraigada.