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José A. García Veloso

José A. García Veloso

Jurista

libertad

Los límites de la libertad de expresión

por José A. García Veloso 1 diciembre 2020
escrito por José A. García Veloso

En un artículo anterior de mi autoría, también publicado en La Joven Cuba, expuse lo referente al derecho a la libertad de expresión. A causa de los comentarios en el propio sitio y en las redes sociales, me di cuenta de que era necesario profundizar en torno a los límites de esta.

I

Los derechos o libertades individuales no son ilimitados. La concepción del derecho individual es consustancial con el límite, al menos, el que proporciona el derecho equivalente de los demás individuos y los intereses de la sociedad y del Estado. Por ello, a partir de los propios instrumentos internacionales que reconocen estos derechos, se establecen sus restricciones o los principios para establecerlas.

El ambiente en el cual se insertan estos derechos es algo muy importante que debe ser reiterado y tenido en cuenta. En nuestro caso, un Estado socialista de derecho, de justicia social y democrático, como se declara en el artículo 1 de la Constitución.

Este postulado, junto a las reglas del debido proceso y, dentro de estás, la ampliación del acceso a justicia y el régimen de protección judicial de los derechos constitucionales –esto último, aún pendiente de ley de desarrollo– fue motivo de satisfacción para muchos. Principalmente los juristas lo vimos con beneplácito desde que conocimos el anteproyecto de la Carta Magna y esperamos con agrado su aprobación y proclamación.

Declararse en la Constitución como un Estado de Derecho, introduce un elemento de juicio importante para la evaluación de la actuación y alcance del poder estatal. Ya se dijo antes que el concepto de Estado de Derecho no puede ser cambiado arbitrariamente.

La idea del Estado de Derecho es equivalente a lo que el prestigioso jurista italiano Luigi Ferrajoli denomina «Estado formal de derecho». Este consiste en «cualquier ordenamiento en el que los poderes públicos son conferidos por la ley y ejercitados en las formas y los procedimientos legales establecidos» o «aquellos ordenamientos jurídicos modernos, incluso los más antiliberales, en los que los poderes tienen una fuente y una forma legal».

Siguiendo al jurista argentino Roberto Gargarella, apreciamos que la legitimidad que gana el sistema jurídico cubano a partir de compromisos constitucionales, estampados en un texto de amplia aprobación popular, deben cuidarse con celo, y proyectarse, más allá del discurso escrito, en la vida de la sociedad. También notamos que hay lados por los cuales se llena con generosidad el mandato y otros, insuficientes por completo, cuando entre ellos no tiene por qué existir una relación inversamente proporcional.

Cuando nos pronunciamos sobre la libertad y los derechos, cuando invocamos la Constitución o las leyes internacionales sobre los derechos humanos, somos mirados con cierta ojeriza. Ya ese hecho es una infracción de la libertad individual y un acto de erosión del Estado de derecho.

No necesariamente la libertad –con la suficiente amplitud en lo civil, político y económico, como para sentirse realizado y feliz en una sociedad que funcione– nos lleva al liberalismo.

Mi concepto es contrario al liberalismo. Considero que debe existir un Estado fuerte, soberano, que se comporte como garante del orden y de los intereses de la sociedad, pero que se rija por leyes claras y que no invada la libertad individual.

Es como lo pensaba Agramonte, quien expresó en aquel memorable discurso sabatino en sus tiempos de estudiante de la Universidad de La Habana: «La centralización llevada hasta cierto grado es, por decirlo así, la anulación completa del individuo, es la senda del absolutismo; la descentralización absoluta conduce a la anarquía y al desorden. Necesario es que nos coloquemos entre estos dos extremos para hallar esa bien entendida descentralización que permite florecer la libertad a la par que el orden».

II

De que los límites tienen que estar bien definidos no tenemos dudas. Sin embargo, eso no quiere decir que deben ser demasiado estrechos; por el contrario, deben tener suficiente amplitud como para que los ciudadanos se sientan cómodos y puedan respetarlos sin muchos sacrificios.

En su libro «En tiempos de blogosfera», la profesora Alina B. López Hernández, con lógica jurídica, nos dice: «No deberían existir límites a la creación y la expresión. Pero en el caso de que existan, es lo correcto saber, con honestidad, cuáles son. Cuando se conoce qué es lo que no puede decirse es lógico asumir que todo lo demás está permitido».

Ciertamente, el método utilizado por el derecho en lo tocante a las personas, es la regulación negativa, o sea, el individuo vive en libertad y puede hacer todo lo que considere conveniente. Las normas no determinan lo que debe hacerse, sino permiten que algo sea realizado en la mayor medida posible, con determinados límites y regulaciones que le impone el Derecho.

En el ámbito del ejercicio de la libertad de expresión, se comporta de esa forma –no se conocen excepciones–: el individuo puede expresar todo lo que desee, en la forma y por el medio que estime conveniente, hasta los límites impuestos por la ley. Por esa razón, la determinación de dichos límites con la mayor precisión posible, es muy importante. Se requieren leyes claras.

Aquí quiero precisar algo: para ejercer los derechos contenidos en la Constitución no es necesario esperar a que se dicten las normas complementarias. Para el ejercicio de algunos de estos derechos, como el de prensa, manifestación, asociación, sí deben esperarse normas que los provean de mecanismos para su ejecución, pues necesitan autorizaciones administrativas o de otra índole, pero solo parcialmente para determinadas variantes de su disfrute.

III

Un aspecto que hay que tener en cuenta en el ejercicio responsable de la libertad de expresión es que, tradicionalmente, la doctrina jurídica de la materia ha considerado, en caso de derechos en conflicto, particularmente con actuaciones de la autoridad, que se debe hacer ponderación de derechos. Es decir, sopesar los derechos en conflicto o el derecho con la intervención pública de que se trate, a fin de armonizarlos o determinar cuál debe prevalecer.

Para ellos, existen tres criterios fundamentales: la idoneidad, cuando se obtiene un fin constitucionalmente legítimo; la necesidad, cuando es el medio más favorable dentro de todos los idóneos o el único del que se dispone; y la proporcionalidad, cuando el provecho obtenido se compensa con los sacrificios que implica para los derechos de otros y para la sociedad en general. En Cuba, dado que no hay tribunales constitucionales, se carece de doctrina judicial al respecto.

El ejercicio de los derechos debe ser responsable y necesario, pues la vida en sociedad es algo muy complejo y sensible. El ciudadano no puede ejercer su derecho porque sí, porque lo tiene y puede, sino con un fin útil y necesario, sobre todo cuando avizora la posibilidad de afectar el derecho ajeno o violar normas de convivencia social.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 29, inciso 2, establece que «en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática».

Por su parte, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, a renglón seguido de la disposición sobre las libertades de opinión y expresión, en su artículo 19, sitúa una pauta importante: advierte que el ejercicio de estos derechos entraña deberes y responsabilidades especiales, por lo que pueden estar sujetos a ciertas restricciones. Estas deberán estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, el orden público, o la salud o la moral públicas.

En el artículo 20, refiriéndose a los mismos derechos, establece que estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia.

Estas disposiciones traen de la mano el carácter excepcional de las restricciones, su necesaria e indispensable definición expresa, así como la imposibilidad de determinarlas de forma ejecutiva y discrecional. Sin embargo, esta discrecionalidad penetra, directa o indirectamente, cuando, aún establecidas de forma legal, las disposiciones son confusas, ambiguas o contradictorias, porque permiten por la vía de la interpretación un amplio campo de maniobra para las autoridades y funcionarios encargados de aplicarlas. Esto ocurre, por ejemplo, con el famoso Decreto Ley No. 370, particularmente, con las indefiniciones terminológicas del inciso i de su artículo 68.

Como es obvio, los límites que se establezcan no pueden desnaturalizar al derecho reconocido. Por tanto, no deben ser muy estrechos ni pueden establecerse impedimentos con el fin de afectar la emisión de una opinión, juicio, idea o pensamiento o para evitar su propagación en la sociedad, por el simple hecho de no coincidir con el criterio oficial o de la mayoría, grupo, clase o corriente política.

IV

Los límites, naturalmente, tienen dos bordes: un borde  interno, que da al individuo y que fija el ámbito del ejercicio de los derechos; y un borde externo, que marca el lugar hasta el que los demás individuos, autoridades estatales y la sociedad en general, puede llegar. Entonces, fijar el límite confiere una doble protección.

La Constitución, en primerísimo lugar, es en sí misma un límite. Por una parte, al poder y a su ejercicio arbitrario y caprichoso; por el otro, al abuso y al exceso en el ejercicio de los derechos. Estos límites legales no pueden justificar la arbitrariedad y la actuación extralegal. Las propias leyes que los establecen son contentivas de la solución jurídica de su infracción, que en el caso de nuestro país están determinados con esmero para el lado de la autoridad y a nivel básico, para el lado del individuo, pero el asunto de la protección es otro tema. 

El artículo 45 de la Constitución dispone: «El ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes».

Es muy interesante de esta redacción la utilización del adverbio «solo», lo cual revela una coincidencia con los conceptos actuales en reconocer gran amplitud de los derechos individuales, como regla, con límites muy precisos y excepcionales, basados en el interés público y el derecho ajeno.

Ahora, los verdaderos límites jurídicamente atendibles, conforme al principio de legalidad que establece el artículo 9 de nuestra Ley fundamental, son los que impone la propia Constitución y las leyes. Aunque parezca obvio, algo indica que hay que recalcarlo.

Los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general y las normas de orden público, tienen que estar incorporados a una norma jurídica. No se trata de que por sí solos y conforme a la opinión de alguien con más o menos poder, puedan valer como tales. Se podría decir que ya están, a raíz del mismo precepto que los enuncia, pero no basta, porque aquí aparecen simplemente declarados, por tanto, es necesario instituir su contenido y alcance.

En el artículo 90, establece que el ejercicio de los derechos y libertades previstos implican responsabilidades. A la vez, determina doce deberes generales, entre los que se encuentran los de los incisos b) «cumplir la Constitución y demás normas jurídicas»; e) «guardar el debido respeto a las autoridades y sus agentes»; y g) «respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios». Estos son los que se relacionan directamente con la libertad de expresión.

V

En orden de importancia, después de la Constitución, encontramos los más poderosos límites del ejercicio de la libertad que conoce la sociedad: la temible ley penal, que prohíbe y sanciona conductas en las que un individuo puede incurrir en el ejercicio no atinado o abusivo de sus derechos.

Las figuras o tipos delictivos –descripción objetiva de la conducta sancionable– deben construirse en la ley con suficiente claridad y concreción, como medidas con un fin adecuadamente relevante y legítimo, con la ponderación entre derechos y en atención al bien jurídico protegido. Igualmente, la represión penal necesaria para ese fin debe ser la menos gravosa, donde opera el principio de ultima ratio –último recurso para proteger bienes jurídicos cuando los demás mecanismos han fallado–. Finalmente, debe apreciarse como una limitación con más ventajas que sacrificios, pues, de lo contrario, nada justificaría la represión desde esta perspectiva.

Es doctrina en materia constitucional y de derechos humanos, que el Derecho Penal no puede convertirse en un factor de disuasión del ejercicio de la libertad de expresión y que su utilización como tal resulta indeseable en un Estado de Derecho.

De esto se desprende que a la hora de examinar un caso penal, hay que tener en cuenta que el derecho fundamental prevalece sobre el delito. De aquí que no deban examinarse los hechos en base al ejercicio legítimo del derecho y desde la perspectiva penal al mismo tiempo, sino se deberá determinar separadamente y con el orden de preferencia que establece la jerarquía de los derechos. En primer lugar, si la conducta en evaluación no está protegida por el derecho de ejercicio de la libertad de expresión, y solo después, determinar si hay coincidencia entre la conducta y el tipo penal.

Las figuras contenidas en la Ley No. 88 «De protección de la independencia nacional y la economía de Cuba», así como en el titulo correspondiente a los delitos contra la seguridad del Estado, del Código Penal, son de las que mayor relación guardan con el derecho que se está comentado y tienen una amplitud considerable. Por tal razón, por una cuestión fundamental de prudencia, se debe identificar lo más claro que resulte posible el límite con dichas conductas, aunque generalmente las previstas van más allá de la simple expresión.

Conforme al Código Penal vigente los delitos comunes de desacato, difamación de las instituciones y organizaciones de los héroes y mártires, difamación, calumnia e injuria, y el delito contra el derecho de igualdad, son los que pudieran infringirse con más frecuencia por medio del ejercicio defectuoso del derecho a la libre expresión.

De estas prohibiciones penales se desprende, en apretado resumen, que el ejercicio de la libertad de expresión no autoriza a difamar, denigrar, ultrajar, ofender o menospreciar a las instituciones de la República; a las organizaciones políticas, de masas o sociales del país; a las autoridades, funcionarios públicos, o a sus agentes o auxiliares; ni a los demás ciudadanos nacionales y extranjeros.

Tampoco puede usarse dicha libertad para la discriminación o la promoción o incitación a la discriminación, con manifestaciones que puedan obstaculizar el disfrute de los derechos de igualdad establecidos en la Constitución y las leyes. Tampoco difundir informaciones o comentarios que fomenten criterios de superioridad u odio racial o incite a cometer actos de violencia contra cualquier raza o grupo de personas por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, edad, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o territorial, o cualquier otra condición o circunstancia personal que implique distinción lesiva a la dignidad humana (Constitución de la República, artículo 42).

No profundizo en la conducta contenida en el inciso i) del artículo 68 del Decreto Ley 370, que sanciona con multa y decomiso por  «difundir, a través de las redes públicas de transmisión de datos, información contraria al interés social, la moral, las buenas costumbres y la integridad de las personas» por varias razones que seguramente analizaré en otra ocasión. Pero particularmente porque su imprecisa redacción, ámbito de aplicación y autoridades de calificación del comportamiento, impide reconocerlo como límite válido del derecho que estamos tratando, aunque de hecho lo es.

VI

No deben ni pueden existir más límites para la expresión que los que establecen las leyes. Todos los demás que se impongan son ilegítimos y deben ser rechazados.

Cuando los ciudadanos se exceden en el ejercicio de sus derechos y afectan con ello la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas, cometiendo conductas concretas infractoras de la ley penal –no basta con que sean moralmente reprochables– deben ser procesados, juzgados y sancionados conforme a la ley, con las garantías del debido proceso.

Si el exceso afecta derechos particulares, como la honra o la reputación de otro u otros ciudadanos, entonces corresponde a estos, y únicamente a estos, ejercitar las acciones que le competen.

Por tal razón, es indispensable dotar de acción –facultad de activar un proceso judicial– al ciudadano, así como el derecho a réplica con todas las garantías, en el ámbito de la prensa escrita y los demás medios. El ciudadano debe ser el principal guardián de sus derechos e intereses. En estos casos, el Estado debe mantenerse distante, a las espera de que el ciudadano utilice esas armas que les ha provisto, y cuando lo haga, asistirlo debidamente.

En conclusión, los límites existen, los que se pueden exigir están ahí, establecidos en leyes, demasiado estrechos o con cierta amplitud, muy claros o algo confusos, pero eso lleva otra discusión. Lo objetivo es que están ahí y hay que respetarlos desde ambos lados. Esa es única manera de honrar el compromiso contraído el 24 de febrero de 2019 por la sociedad y el Estado, por el pueblo y por el poder, o si se quiere, por el poder soberano del pueblo.

1 diciembre 2020 39 comentarios 1.575 vistas
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La libertad de expresión

por José A. García Veloso 25 noviembre 2020
escrito por José A. García Veloso

La libertad de expresión, ciertamente, no es una entelequia, tampoco es un concepto ideológico, es un derecho fundamental.

¿Qué les dice esto?

«Cuba es un Estado socialista de derecho y justicia social, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos como república unitaria e indivisible, fundada en el trabajo, la dignidad, el humanismo y la ética de sus ciudadanos para el disfrute de la libertad, la equidad, la igualdad, la solidaridad, el bienestar y la prosperidad individual y colectiva». Constitución de la República, Artículo 1.

¿Y esto?

«El Estado reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión». Constitución de la República, Artículo 54.

La ley no es un juego de palabras cuyo significado se puede cambiar con el discurso, por muy apasionado que sea, porque dejaría de ser ley. No se puede decir, imbuido en euforia patriotera: «a este caso sí y a este no»; salvo que sea porque uno sí, y otro no, constituye el hecho o situación que condiciona la aplicación de la norma. Eso puede que no lo sepan los legos, por muy cultos que sean, pero no lo deben ignorar los juristas que aplauden.

Las leyes son, en sí mismas, una expresión concentrada de la política, el derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en ley. Lo dice el Manifiesto Comunista. No caben, entonces, reinterpretaciones políticas sobre la manifestación política que es la ley, mucho menos, sobre la más política de las leyes, que es la Constitución.

Concretamente, ahora no se pueden aparecer algunas damas y caballeros, como han aparecido por las redes, y no tarda que en otros medios, a decir que el artículo 54 de la Constitución no dice lo que dice. O sí, lo pueden hacer, pero en tal caso no pueden afirmar que nuestro Estado es un Estado de derecho.

También pueden criticar la democracia, como concepto y como práctica, pero no pueden expresar que la categoría democrático, que también se utiliza en el artículo 1, antes visto, no es lo que esa categoría significa jurídica y filosóficamente, porque lo que habría que cambiar no sería su concepto, tan frecuentemente vilipendiado, sino su práctica, su ejecución; no justificando, con el mal de otros, hacer mal también.

La libertad de expresión no tiene otro contenido y alcance que no sea el que, con letra clara, establece el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, firmado –no ratificado aún– por Cuba el 28 de febrero de 2008, ocasión en que declara que los derechos protegidos en ese pacto están consagrados en la Constitución de la República y en la legislación nacional; y que las políticas y programas del Estado garantizan el efectivo ejercicio y protección de estos derechos para todos los cubanos.

Entonces, es ineludible concluir que el derecho de expresión que el Estado cubano «reconoce, respeta y garantiza» consiste en la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.

Así se aprobó en referéndum el día 24 de febrero de 2019. Así se proclamó el 10 de abril de 2019. No hay términos medios, no hay retrocesos, no hay arrepentimientos. Ahora, usted que votó Sí, puede decir que no le gusta, pero no puede pretender que no se aplique, ni puede impedir que se ejerza; si votó No, tal vez pueda decir que no le gusta, pero tiene que cumplirla porque es ley del Estado.

El Código Penal vigente protege este derecho en su artículo 291. «Delito contra la libre emisión del pensamiento», así se denomina la norma, que prohíbe y sanciona, impedir a otro, en cualquier forma, el ejercicio del derecho de libertad de palabra o prensa garantizado por la Constitución y las leyes; con una modalidad que dispensa una sanción superior cuando el delito se comete por un funcionario público, con abuso de su cargo.

Un Estado democrático de derecho, no es un concepto que podemos reinventar, porque está dotado de contenido, por la ley y por la doctrina. Lo único que podemos hacer es marcar la diferencia en su desarrollo, en su práctica. La libertad de expresión es el nervio central de un Estado democrático de derecho.

No hace mucho reflexionaba, inspirado en la frase de Rosa Luxemburgo: «La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente». Entonces, la utilidad de la libertad de expresión está en poder manifestar la opinión diferente, porque para apoyar al que gobierna, para incorporarse a la opinión social establecida, para emitir ideas políticamente correctas que refuercen la opinión publica vigente, no se requiere libertad alguna ni se necesita protección o, por lo menos, no de la misma intensidad.

Los instrumentos internacionales y la Constitución, no solo consagran y protegen la libertad de expresión para difundir informaciones o ideas aceptadas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, lastiman o inquietan, pues así resulta del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura sin los cuales no existe una sociedad democrática, ha reiterado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Los derechos fundamentales, si bien tienen límites, no están ni pueden estar sujetos a condicionamientos para su ejercicio, porque perderían su naturaleza esencial y validez. ¿Cómo sería posible exigir y quién podría calificar la corrección de una idea u opinión para autorizar su ejercicio? Es un contrasentido.

El derecho a la libertad de expresión posibilita la realización de la persona en un doble sentido: por una parte, como sujeto individual, al permitir que exprese sus ideas y opiniones, defendiendo y potenciando su autonomía individual; por la otra, como sujeto político, al contribuir a la formación de la opinión pública y participar en las decisiones políticas.

Este y no otro es el sentido y fundamento de la libertad de expresión, construido, admitido y consensuado por la comunidad internacional, el que se considera en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, de la que nuestro país es miembro. De manera que la alternativa que tienen los amigos que ahora dicen «a este caso sí», «a este caso no», es la de utilizar sus influencias y conseguir consenso para una reforma constitucional —que sería bastante prematura, por cierto— para derogar el artículo 54 de la Constitución, de paso modificar el 3 e instar a que el país denuncie el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Pero mientras esto no ocurra, no tienen otra alternativa que respetar la Constitución del país que dicen defender y honrar al pueblo soberano que la votó, del cual forman parte.

Ciertamente, tiene razón quien dijo que la libertad de expresión no es una entelequia, es un derecho fundamental. Y falta mucho machete por dar, mucha consciencia por inquietar y mucha vergüenza por comprometer, para que sea una realidad plena. Los hechos lo demuestran.

25 noviembre 2020 41 comentarios 2.253 vistas
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