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Jesús Arencibia Lorenzo

Jesús Arencibia Lorenzo

Periodista, columnista e investigador cubano

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El tiempo justo de un beso

por Jesús Arencibia Lorenzo 10 junio 2022
escrito por Jesús Arencibia Lorenzo

Era una batalla perdida. Como la vida misma, ese producto imposible de adquirir sin fecha de caducidad próxima. Pero en este caso, siendo aún más perecedero, más frágil el contenido precioso, uno aspiraba a que, por puro milagro, no se acabara tan rápido. Espejismos.

El pasado 4 de junio, apenas con treinta y seis años, falleció en La Habana Lázaro Quintero Bermúdez, el hijo de Omar, el cubano que ganó como apodo El pagador de promesas, luego de ir caminando de La Habana al Santuario de la Caridad del Cobre en Santiago de Cuba empujando, durante más de 870 kilómetros, un carrito artesanal con una escultura en calamina de la Virgen.

Más de una década llevaba Lázaro luchando con un cáncer en su pecho. La ciencia, tras una operación quirúrgica infructuosa, le había dado doce meses de existencia como pronóstico máximo. Increíblemente pudo ir más allá, tanto que hasta ilusionó en la idea de una mayor sobrevida.

En los días iniciales de recio combate con la enfermedad, cuando estuvo en la frontera imprecisa que separa lo vivo de su fin, su padre hizo la promesa por la que después sería admirado en toda la Isla. La Virgen, sintió Omar, había cumplido, y él debía honrar su parte. Con cincuenta y seis años, una hernia discal, secuelas de fumador desde la adolescencia y ninguna preparación física excepcional, se lanzó a la aventura. Por más vida para su hijo. Por más aire para los pulmones de su muchacho que ya casi no podían funcionar sin un acople de oxígeno.

El 15 de enero de 2022 arrancó la osadía y el 14 de marzo siguiente el hombre subió la cuesta final hasta la puerta del Santuario. Sesenta y dos días con sus noches. Un país recorrido. Miles de emociones a su paso. El pagador de promesas. Un padre en lucha por su retoño. Un héroe.

Ahora, menos de tres meses después de concluida la conmovedora hazaña, el irónico zarpazo. Ni la Virgen pudo más. Y el hombre de la voluntad inquebrantable volvió a ser noticia. Esta vez en el apartado terrible y monótono de los obituarios. Como para ratificarnos, con puño de hierro, que las victorias humanas son solo ínfimas ventajas que nos da la Parca, en un juego ganado de antemano por ella.

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(Fotos: RRSS)

«Solo resta decirle que gracias a Él, muchos fuimos mejores personas», escribió alguien para Lázaro en Facebook. Pero la hombrada de su padre tiene también, en mi sentir, muchos otros frutos.

En un país tan fragmentado y empobrecido, donde las heridas económicas y políticas han abierto abismos familiares, la historia de este hombre, su lucha quimérica por algo que es código sagrado de los buenos seres humanos: el amor a un hijo, fue un soplo de unidad y esperanza.

A su paso lo cuidaron médicos, lo protegieron policías, lo alimentaron amas de casa, lo besaron niños, lo animaron delincuentes, le regalaron dinero necesitados y magnates, le desearon salud menesterosos y atléticos; se retrataron con él feministas, machistas, responsables, indolentes; lo enaltecieron creyentes, medio creyentes y descreídos. La pequeña gran humanidad que somos, en su esplendor y su porquería, vio que era posible empujar y empujarnos hacia una meta, hacia una altura. Y que los odios, los cismas, la mierda, podían ceder un rato el protagonismo a las mejores fibras latentes. Y gozarnos en esa dicha.

La gesta de Omar también ratificó algo que, no por lugar común, deja de ser una verdad de templo: la familia y su cuidado son lo primero. La patria más firme y delicada. El altar diario. Todo lo demás, sin desdorarlo, es telón de fondo.

A su paso por las entrañas mismas de la nación, mucha gente se acercó a Omar con cartas para la Virgen cubana. ¿Qué dirían esas misivas, que acaso nadie jamás lea? ¿Cuántas historias? ¿Cuántos anhelos? La felicidad. La salud. Un viaje. Una casa. Una pareja. ¿Por qué y para qué pedir? ¿Cómo ilusionarse sin alzar los pies del suelo y seguir labrando la dura faena de cada día? ¿A quiénes se les habrá cumplido el ensueño? ¿Cuántos, luego de fantasear imposibles, se deprimieron irremediablemente?

¿Y si mañana otro pagador de promesas, en vez de recorrer Cuba, se diera a la tarea de enlazar todos los islotes cubanos en el mundo? ¿Y si, al menos en el sueño (ah Calderón de la Barca), las fronteras, los impedimentos, las aduanas, las regulaciones, las miserias de gobiernos y truhanes, cedieran al simple empuje de los padres y madres elevando a sus hijos?

Tantos deseos. Tantos dolores.

El día en que Omar llegó al poblado de El Cobre, Israel Rojas, del dúo Buena Fe, entonó para él, a capela entre la multitud, la canción Valientes. Cuando el cantante pronunciaba «vine a darle un beso al mundo y nada más»… el hombre que había abierto un trillo de fe con sus zapatos desde La Habana hasta el Oriente, se echó a llorar.

Eso acaso fue la efímera vida de su hijo. Un beso al mundo y nada más. Y sin embargo, de qué callada y eternizarte manera nos sacudió ese beso.

10 junio 2022 16 comentarios 1,7K vistas
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Juan Antonio Borrego (1)

Juan Antonio Borrego: la decencia como estilo

por Jesús Arencibia Lorenzo 5 octubre 2021
escrito por Jesús Arencibia Lorenzo

Más de una vez se lo dije, disfrazando de jocosidad la admiración: «Usted es el mejor directivo de la prensa estatal cubana». Él esbozaba una sonrisa, lanzaba un chiste o sugería otro asunto sin darse la menor importancia.

El elogio no era un simple cumplido. Partía de la experiencia de palpar in situ, en varios momentos en que pude convivir con su colectivo, cómo un periódico de provincia puede llegar a ser una familia donde el decoro y el talento se premien y prevalezca entre todos, por encima de miedos y presiones circundantes, el afán de contar la realidad con alma y espuelas: ese supremo mandato para un periodista.

Vestido de manga larga, con la camisa abotonada hasta el primer ojal, como lo recuerda su amigo Fulgueiras —otro fuera de serie—, Juan Antonio Borrego era un gentleman de las redacciones en Cuba, un cronista y reportero sagaz que, aun sentado en un cargo de dirección por casi un cuarto de siglo, jamás dejó de escribir y conmoverse con la gente de a pie. 

Dentro de un sistema mediático castrado casi desde su origen por las encomiendas políticas que debió asumir, Juan Antonio Borrego logró elevar a Escambray y a su equipo de reporteros hasta convertirlos en una rara joya. Sin derribar los muros más gruesos a los que ha debido enfrentarse la prensa de la Isla, el semanario de Sancti Spiritus corrió sistemáticamente los límites que le imponían, jugó con estrategia las mejores cartas del oficio, y logró así, con paso firme y estable, acercarse al encargo de conciencia crítica de la sociedad como ningún otro medio estatal lo ha hecho en el país.

Juan Antonio Borrego (2)

Juan Antonio Borrego logró elevar a Escambray y a su equipo de reporteros hasta convertirlos en una rara joya. (Foto: Tomada de Facebook)

«A veces hay que hacer concesiones», confesó a una de sus pupilas, hoy multipremiada cronista. Y uno puede imaginarse cuánta habilidad de estratega necesitó este hombre para mantenerse como corresponsal del periódico Granma en su provincia por 29 años, ser diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular en varios periodos, complacer lo que desde el Olimpo burocrático podían esperar y exigir de su gestión; y, al mismo tiempo, no traicionar sus esencias, alentar al equipo que dirigía a ir por más, a desobedecer los cánones rígidos, a sorprender y sorprenderse con la vida que narraban.

Hombre culto y sensible hasta el detalle, entre sus máximas estaba que cada edición del periódico debía contener al menos alguna buena pieza de lectura, algún deleite para el intelecto y el corazón, no remachado por las maquinarias de la grisura.

«Yo he dirigido todos estos años por amistad», admitió en la citada entrevista. Y bastaba conversar en algún pasillo del semanario con sus subordinados para darse cuenta de que no mentía. Militante socialista y fidelista genuino, Borrego jamás siguió directivas con anteojeras de borrego. Antes bien, intentó sacarle jugo creativo hasta a los ladrillos que caían por la canaleta del dogma empoderado.

Siempre que coincidí con él me pareció alguien que callaba mucho más de lo que decía; que escuchaba mucho más de lo que dirigía, en una especie de extraña procesión donde la palabra sobraba, ante el empuje de los hechos. Así supongo lo entendían sus periodistas, a los que les bastaba una mirada para asumir las tareas, y tratar de llegar al periódico con algo de vida entre las manos.

A mi mente acuden aquellos reportajes que al inicio de la década de los 2000 el «monstruo» todoterreno de Enrique Ojito bordó en el rotativo para dar cuenta de «las deformaciones, los desvíos y la mala calidad en las obras constructivas que se levantaban en la provincia con el sello de la Batalla de Ideas», el megaplan político-social que en ese momento ejecutaba la nación a instancias del Máximo Líder. Posiblemente en cualquier otro medio cubano, dichos textos no habrían pasado de la intención del reportero. Pero allí estaba Juan Antonio Borrego para alentarlo y respaldarlo.

No puedo olvidar las crónicas que a veces como un flashazo de 20 o 30 líneas deliciosas, enviaba el corresponsal para las ortodoxas páginas de Granma. Como aquella en la que silueteaba la imagen de Cundío, el único azucarero cubano con 76 zafras a cuestas.

Juan Antonio Borrego (3)Juan Antonio Borrego (3)

Aun sentado en un cargo de dirección por casi un cuarto de siglo, jamás dejó de escribir y conmoverse con la gente de a pie. (Foto: Tomada de Facebook)

Algún día habrá que escribir en detalles cómo Juan Antonio Borrego, con su fotógrafo Vicente Brito, inició la cobertura de la caída del avión ATR-72-212 de la compañía cubana Aero Caribbean, el 4 de noviembre de 2010, en la zona espirituana aledaña a Vanguardia y Mayábuna. Y cómo casi al unísono, en una sinergia eficiente y veloz —extraña en medios nacionales— todo el semanario se transformó en un «puesto de mando» (al decir de una de las reporteras) para contarle al mundo los pormenores de la tragedia.

Por eso y por muchas clases más que me impartió sin saberlo, una punzada extraña me atravesó el estómago cuando este lunes una querida profesora me llamó para anunciarme que Borrego había muerto. La trituradora COVID-19 no creyó en sus juveniles 56 años, en su figura atlética, en su don de gentes, ni en el dolor inmenso que dejaría entre tantísimos familiares de sangre o letra.

Una entrañable reportera del semanario, con más nudos que voz en la garganta, me contaba después de la infausta noticia una anécdota que retrata la escuela de disciplina y afecto que trazó su jefe y amigo. Resulta que su última visita al hospital coincidió en horario con el consejillo de redacción donde cada periodista lleva y defiende un tema para la edición semanal. Pensaba entonces pasar por el centro médico y volar después a Escambray.

Casi era la hora de ir a saber de Juan Antonio Borrego y ella no tenía tema para la reunión subsiguiente. Quería conocer de él, pero no podía quedar mal con la dinámica de trabajo que él mismo había fundado. Se exprimió las neuronas; llamó a tres o cuatro fuentes, anotó algunos datos y hasta que no tuvo un hilo noticioso en las manos, no salió de la casa. Cuando llegó al hospital, los rostros llorosos de los familiares y colegas que hacían guardia permanente afuera se lo dijeron todo.

—Pero yo tenía que llevar un tema. Juan Antonio Borrego no me hubiese perdonado otra cosa.

5 octubre 2021 17 comentarios 2,K vistas
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