Era una batalla perdida. Como la vida misma, ese producto imposible de adquirir sin fecha de caducidad próxima. Pero en este caso, siendo aún más perecedero, más frágil el contenido precioso, uno aspiraba a que, por puro milagro, no se acabara tan rápido. Espejismos.
El pasado 4 de junio, apenas con treinta y seis años, falleció en La Habana Lázaro Quintero Bermúdez, el hijo de Omar, el cubano que ganó como apodo El pagador de promesas, luego de ir caminando de La Habana al Santuario de la Caridad del Cobre en Santiago de Cuba empujando, durante más de 870 kilómetros, un carrito artesanal con una escultura en calamina de la Virgen.
Más de una década llevaba Lázaro luchando con un cáncer en su pecho. La ciencia, tras una operación quirúrgica infructuosa, le había dado doce meses de existencia como pronóstico máximo. Increíblemente pudo ir más allá, tanto que hasta ilusionó en la idea de una mayor sobrevida.
En los días iniciales de recio combate con la enfermedad, cuando estuvo en la frontera imprecisa que separa lo vivo de su fin, su padre hizo la promesa por la que después sería admirado en toda la Isla. La Virgen, sintió Omar, había cumplido, y él debía honrar su parte. Con cincuenta y seis años, una hernia discal, secuelas de fumador desde la adolescencia y ninguna preparación física excepcional, se lanzó a la aventura. Por más vida para su hijo. Por más aire para los pulmones de su muchacho que ya casi no podían funcionar sin un acople de oxígeno.
El 15 de enero de 2022 arrancó la osadía y el 14 de marzo siguiente el hombre subió la cuesta final hasta la puerta del Santuario. Sesenta y dos días con sus noches. Un país recorrido. Miles de emociones a su paso. El pagador de promesas. Un padre en lucha por su retoño. Un héroe.
Ahora, menos de tres meses después de concluida la conmovedora hazaña, el irónico zarpazo. Ni la Virgen pudo más. Y el hombre de la voluntad inquebrantable volvió a ser noticia. Esta vez en el apartado terrible y monótono de los obituarios. Como para ratificarnos, con puño de hierro, que las victorias humanas son solo ínfimas ventajas que nos da la Parca, en un juego ganado de antemano por ella.

(Fotos: RRSS)
«Solo resta decirle que gracias a Él, muchos fuimos mejores personas», escribió alguien para Lázaro en Facebook. Pero la hombrada de su padre tiene también, en mi sentir, muchos otros frutos.
En un país tan fragmentado y empobrecido, donde las heridas económicas y políticas han abierto abismos familiares, la historia de este hombre, su lucha quimérica por algo que es código sagrado de los buenos seres humanos: el amor a un hijo, fue un soplo de unidad y esperanza.
A su paso lo cuidaron médicos, lo protegieron policías, lo alimentaron amas de casa, lo besaron niños, lo animaron delincuentes, le regalaron dinero necesitados y magnates, le desearon salud menesterosos y atléticos; se retrataron con él feministas, machistas, responsables, indolentes; lo enaltecieron creyentes, medio creyentes y descreídos. La pequeña gran humanidad que somos, en su esplendor y su porquería, vio que era posible empujar y empujarnos hacia una meta, hacia una altura. Y que los odios, los cismas, la mierda, podían ceder un rato el protagonismo a las mejores fibras latentes. Y gozarnos en esa dicha.
La gesta de Omar también ratificó algo que, no por lugar común, deja de ser una verdad de templo: la familia y su cuidado son lo primero. La patria más firme y delicada. El altar diario. Todo lo demás, sin desdorarlo, es telón de fondo.
A su paso por las entrañas mismas de la nación, mucha gente se acercó a Omar con cartas para la Virgen cubana. ¿Qué dirían esas misivas, que acaso nadie jamás lea? ¿Cuántas historias? ¿Cuántos anhelos? La felicidad. La salud. Un viaje. Una casa. Una pareja. ¿Por qué y para qué pedir? ¿Cómo ilusionarse sin alzar los pies del suelo y seguir labrando la dura faena de cada día? ¿A quiénes se les habrá cumplido el ensueño? ¿Cuántos, luego de fantasear imposibles, se deprimieron irremediablemente?
¿Y si mañana otro pagador de promesas, en vez de recorrer Cuba, se diera a la tarea de enlazar todos los islotes cubanos en el mundo? ¿Y si, al menos en el sueño (ah Calderón de la Barca), las fronteras, los impedimentos, las aduanas, las regulaciones, las miserias de gobiernos y truhanes, cedieran al simple empuje de los padres y madres elevando a sus hijos?
Tantos deseos. Tantos dolores.
El día en que Omar llegó al poblado de El Cobre, Israel Rojas, del dúo Buena Fe, entonó para él, a capela entre la multitud, la canción Valientes. Cuando el cantante pronunciaba «vine a darle un beso al mundo y nada más»… el hombre que había abierto un trillo de fe con sus zapatos desde La Habana hasta el Oriente, se echó a llorar.
Eso acaso fue la efímera vida de su hijo. Un beso al mundo y nada más. Y sin embargo, de qué callada y eternizarte manera nos sacudió ese beso.