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Isidro Estrada

Isidro Estrada

Periodista y traductor cubano. Ha vivido y trabajado por más de 20 años en China

China pobreza

China erradica la pobreza absoluta…y va por más

por Isidro Estrada 31 marzo 2021
escrito por Isidro Estrada

Mi suegra china quiere comprar un nuevo refrigerador. «Que sea de marca Siemens, con tres puertas y auto descongelación… ¡ah, búscamelo gris plateado!»– le exige con arrestos de quinceañera a su nieto informático, su habitual «representante» para compras en el abigarrado, pero siempre efectivo entramado del cibercomercio en Pekín.

Contemplo divertido el empeño que nuestra anciana despliega en el chat familiar y no puedo evitar evocarla con cincuenta y seis años menos, como la frágil veinteañera que pugnó a brazo partido por salvar su primer embarazo –mi esposa−, en tiempos en que solo disponía de agua de maíz para alimentarse ella y su bebé.  

Junto a varios millones de chinos, mi suegra ha experimentado el tránsito de la hambruna a la prosperidad relativa en poco más de medio siglo. En consecuencia, tengo que admitirlo: ¡Cómo has cambiado, China!

Apuesto a que, anodina como puede parecer, esta vivencia ilustra mejor que muchos gráficos y análisis la transformación por la que el país asiático ha atravesado, tras recorrer un prolongado camino preñado de reveses y logros, saltos y sobresaltos, siempre con un reto por delante, hasta declarar en fecha reciente que ha conseguido erradicar la pobreza absoluta. Esta afirmación me lleva a reflexionar: ¿cómo lo ha logrado, cuánto hay de cierto y/o irreversible en el anuncio y qué cabe esperar en lo adelante del llamado Gigante Asiático?

China en clave confuciana

Las cifras

En China se define el umbral de pobreza extrema tomando en cuenta a los habitantes del país que subsisten con un per cápita de 11 yuanes −o 1.70 dólares− al día. Si partimos de dicho ajuste, 98 millones 990 mil chinos habrían salido de las penurias económicas más acuciantes en los pasados ocho años, de acuerdo con el anuncio hecho por el presidente Xi Jinping, al dirigirse a las «dos sesiones» en febrero, durante las respectivas reuniones anuales en Pekín de la Asamblea Popular Nacional (APN) y la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino (CCPPCh), máximos órganos locales legislativo y de asesoramiento, ocasión en que se abordan los temas de mayor peso para la vida en el país.

Tal empeño habría costado a las arcas nacionales la friolera de 246 mil millones de dólares, al decir de Xi, quien agregó que los beneficiados por la monumental campaña no tendrán que preocuparse en lo adelante por su vestimenta y alimentación, además de que el gobierno les garantizará atención médica, vivienda y educación. Este significa un paso gigantesco en la mejora social y supone adelantarse en casi diez años a las metas propuestas para China por el Banco Mundial, y a los Objetivos de Desarrollo sugeridos por la ONU para el planeta.

Los favorecidos del más reciente período engrosan las filas de quienes abandonaron la pobreza absoluta en China a partir de 1980. En conjunto totalizan 750 millones de personas, cifra que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) da por buena, y destaca que ella encarna las tres cuartas partes de la suma mundial en tal sentido.

Con el fin de garantizar el carácter irreversible del citado avance, el gobernante Partido Comunista de China (PCCh) propone mantener ayudas y subsidios a los sectores más vulnerables −mayoritariamente concentrados en zonas rurales− en el próximo quinquenio. Esto queda escrito en piedra por obra de las prioridades del XIV Plan Quinquenal, de 2021 a 2025, un elemento que en medio de la avasalladora reforma promercado de Pekín, reitera la supremacía del Estado como principal decisor-ejecutor de las medidas económicas.

A tal tenor, se enfatizará además en generar una multiplicidad de empleos en las zonas menos favorecidas por la prosperidad, haciendo buena la máxima china de que siempre será mejor «enseñar a la gente a pescar que regalarles pescado».

¿Todos felices con la noticia china?

Si bien prima un consenso laudatorio en casi todo el mundo respecto a este acontecimiento, no pocos cuestionan la validez del cálculo chino, ya que a diferencia de la local Oficina Nacional de Estadísticas (ONE), con sus once yuanes diarios, el Banco Mundial ubica el baremo en 1.90 dólares, por poner un caso de divergencia de cálculos.

A guisa de explicación, es preciso recordar que a China la caracteriza una enorme disparidad en grados de desarrollo intrarregional. Mientras un habitante promedio de las áreas costeras surorientales −donde comenzó el proceso de reforma y apertura en los ochenta, con las zonas económicas especiales− vive con comodidades similares a un residente en Europa, muchos de sus compatriotas del centro-norte se ubican más cercanos a los desheredados que continúan arañando la tierra en procura de sustento en África. Lo mismo se aplica de una zona rural a otra. Más aun entre campo y ciudad.

China - Revolución cultural

La Revolución Cultural emprendida por Mao Tse-Tung fue traumática para China. (Imagen: Cartel de la época)

En 1978, superados los diez años de traumática Revolución Cultural (1966-1976), China vivía atenazada por el estancamiento económico. El treinta por ciento de la población se veía afectada por algún tipo de desnutrición, y tres de cada cinco menores de edad encaraban problemas de crecimiento. Para 1993, el país ya era autosuficiente en la producción de granos y otros muchos renglones alimentarios, lo que permitió eliminar los cupones de racionamiento, vigentes por dos décadas. Un año después se deshacía de los denominados certificados de cambio extranjero (FEC), que permitían a los extranjeros hacer compras en China pero quedaban por ley vedados a los nacionales, con lo cual unificó el sistema monetario bajo la égida del yuan o renminbi (moneda del pueblo).

Recién regresado a la arena política nacional tras años de purga, Deng Xiaoping, arquitecto de la reforma y apertura, percibía como un imposible el sacar de una vez de la pobreza a toda la población, de ahí que se decantara por un enfoque gradual, como parte del cual asumía que unos chinos mejorarían sus niveles de vida antes que otros. Los primeros, sostenía el llamado «pequeño gran hombre», servirían como «locomotora» del mejoramiento material para el resto del país. Esto ha ocurrido así en líneas generales, si bien la experiencia vivida desde entonces obliga a matizar.

Partamos de una realidad incuestionable: estas políticas denguistas eliminaron para siempre las cíclicas hambrunas que China padeció por más de dos mil años, hasta bien entrados los sesenta del siglo XX. Causas disímiles influían en estas reiteradas ausencias de alimentos, desde las catástrofes naturales que son harto frecuentes allí, hasta intentos humanos tan fallidos como devastadores.

Tal fue el caso del Gran Salto Adelante (1957-1962), en el cual se dieron la mano voluntarismo y empecinamiento ideológico con una férrea sequía y el cese de la ayuda soviética. ¿El resultado? Cifras millonarias de muertos por inanición entre el campesinado, más carencias extremas en las ciudades. Todavía al despuntar 1964, mi familia china y otros millones de compatriotas sufrían las consecuencias derivadas de aquella apuesta de Mao Zedong por superar a Occidente y llegar al comunismo montado en un expreso.

Cabe identificar un parteaguas en la asunción del poder político por parte de Deng Xiaoping, una vez muerto el Gran Timonel (1976), neutralizada la ultraizquierda (Banda de los Cuatro) y depuesto su último epígono en el poder, Hua Guofeng. Deng dio una señal de qué se proponía al optar por no suprimir la revuelta campesina de la aldea de Xiaogang, en la oriental provincia de Anhui.

Un grupo de labriegos de esa comuna se negó a entregar su producción al Estado, como dictaba entonces la política agraria. Firmaron con su sangre la negativa en un pliego de papel. Por fortuna para ellos, Deng estaba en la misma sintonía y les otorgó luz verde, instaló el contrato de responsabilidad familiar para los agricultores de toda China y desmembró el sistema de comunas campesinas. Comenzó así, por el campo, la era de transformación económica china, que ha desembocado en su poderío actual.

China - Deng

El ascenso al poder por parte de Deng Xiaoping marcó un punto de inflexión en la historia reciente de China. En la imagen, un cartel con su foto en la ciudad Shenzhen. (Foto: Peter Lim, AFP).

De ola en ola

Suele ser lugar común entre entendidos considerar que la reducción de la pobreza en China ha avanzado en forma de oleadas. La primera reforma denguista cubrió un exitoso lapso tras liberalizar la producción agrícola, lo que generó una disponibilidad de alimentos y otros artículos de consumo inédita hasta entonces, bonanza que duró hasta 1987. Desde ese año y hasta 1993, se produce un estancamiento en el proceso de revitalización al aflorar fenómenos desconocidos hasta entonces, como el descontrol de precios y el desempleo urbano.

Este período coincide en su comienzo con un súbito repunte inflacionario en las ciudades, factor que coadyuvó al estallido de las protestas de Tian An Men, en 1989. La represión armada que sofocó el descontento se tradujo en una súbita contracción de las expectativas reformistas, que de pronto parecieron condenadas al más estrepitoso fracaso.

Sin embargo, Deng sacó fuerzas de la flaqueza para superar el traumático episodio. Resistió las presiones y sanciones externas, por un lado; mientras por otro acallaba el vocerío que en las filas partidistas pedía un retroceso en los cambios. Tres años más tarde emprendió lo que sería la histórica «gira por el sur» del país, con la cual trasladó a sus coterráneos y al extranjero la voluntad de mantener y relanzar las reformas contra viento y marea.

Si hubiera que resaltar alguna característica de los dirigentes chinos de entonces acá, merecería la pena citar el compromiso con el curso indetenible de las reformas, por encima de cambios de estilo en la administración.

Tras la muerte de Deng, en 1997, se evidenció un descenso en el empuje de la lucha contra la pobreza, pero la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 2001, atestiguó un reverdecimiento de los esfuerzos, con resultados evidentes ya en 2005, cuando se informó de una reducción de un tercio en la cifra de pobres en tres años.

China Deng-Xiaoping

Los líderes de la República Popular China, desde Mao hasta Xi.

Un año antes, la administración del entonces presidente Hu Jintao anunciaba el fin del impuesto a los campesinos, vigente por más de dos milenos, y propuesto a quedar derogado en el término de un lustro. Esa medida ha actuado como un subsidio indirecto para millones de agricultores.

Hay una serie de elementos que se han derivado de, y/o han moderado el ritmo de lucha contra la pobreza en China, como el éxodo campesino a las ciudades, la complementaria urbanización del país, la creciente y amenazante brecha de ingresos rural-urbana, la existencia y necesaria transformación del hukou (permiso gubernamental que rige la ubicación domiciliar de los chinos), entre otros, pero los mismos merecerían una ponderación que de momento escapa a las posibilidades materiales de este espacio.

A modo de cierre, debe destacarse el notable espaldarazo que esta campaña ha recibido desde 2012, cuando el actual mandatario, Xi Jinping, también secretario general del PCCh, asumió como una tarea personal la búsqueda de una nación «moderadamente próspera» para 2021, lo cual se apresta a materializar en los próximos meses, como preámbulo a la consecución del denominado Sueño Chino o Revitalización Nacional. Dadas sus marcadas particularidades, el período «xiísta» también amerita un tratamiento aparte.

El porvenir aún puede reservar sorpresas, no siempre benéficas, para el desarrollo sostenible de China. De la sapiencia y buen tino de sus actuales dirigentes dependerá que los niños y adolescentes incluidos entre el casi centenar de millones de chinos recién salidos de la pobreza, se conviertan en ancianos que, a la vuelta de medio siglo, puedan encargar a sus nietos un refrigerador. Y de su color favorito.

31 marzo 2021 41 comentarios 1618 vistas
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China en clave confuciana

por Isidro Estrada 21 septiembre 2020
escrito por Isidro Estrada

“Lo que sucede es que ustedes los laowai (extranjeros) no entienden a China”.  Esta aseveración en múltiples versiones me ha acompañado por un cuarto de siglo, desde que por vez primera desembarqué en Pekín, en el Año del Cerdo de 1995. La he escuchado reinterpretada en labios de militantes partidistas, funcionarios estatales, diplomáticos, periodistas, académicos, artistas y militares chinos. También la he reconocido en las respuestas a mis dudas, al dialogar sobre su país con “chinos de a pie”. Ha sido plato reiterado en mis pláticas de sobremesa con mi familia política china, que me acoge en su seno desde hace más de una década. Se trata de la interpretación quintaesencial de una nación sobre sí misma. El non plus ultra del afianzamiento patriótico. Un “tómame o déjame” que no es posible ignorar, a riesgo de hacer ejercicio fútil de cualquier aproximación a esa realidad milenaria.

China ha vibrado al son de su cuota de excepcionalidad por más de cinco mil años, y con esos aires – en medio de caídas y renaceres –   ha llegado hasta hoy.  Lo ha indicado por siglos el talante centrípeto de su propio nombre en mandarín (中国, zhongguo, en español país o imperio del centro, que en la antigüedad concebía al resto del mundo girando a su alrededor), y lo expone en la actualidad el estandarte ideológico que enarbola el gobernante Partido Comunista, cuando anuncia la edificación de un “socialismo con peculiaridades chinas” – los traductores chinos al castellano prefieren este término a ‘características’, predominante en algunos medios extranjeros. En pocas palabras, todo y todos nos indican que China sólo se parece a sí misma. Y asentada sobre su particular naturaleza discurre en buena medida su milenaria continuidad.

Es desde esa singularidad que me propongo hablar del país que ha devenido mi segunda casa. Nueve siglos después de que Marco Polo llevara a Occidente los fideos chinos y las primeras nociones de la Ruta de la Seda, buena parte del mundo sigue preguntándose sobre la esencia de China, el contenido de su sistema político, el alcance de su desarrollo, e incluso la posibilidad de un despunte imperialista en su actual empuje mundial. Y mucho más.

Aclaro en prevención de posibles pegas que no soy académico ni historiador. Mi labor ha sido la de un traductor-editor-redactor en una decena de medios informativos y editoriales chinos en idioma español por más de dos décadas. En mi puesto he contribuido a que el mundo hispanohablante tenga una visión al menos distinta del imperante canon occidental. A que los laowai “entendamos” a China desde su perspectiva. Habrá quien me tilde de pieza de un aparato propagandístico y no le faltará razón. Pero gracias a esa relación piel a piel con el país he logrado formarme mi propio juicio. Cargo con un parecer que no pasa por otro tamiz que no sea el de un testigo privilegiado – las veces deslumbrado – de los cambios más acelerados y trascendentales que país alguno haya experimentado entre siglos. Con sus luces y sombras.

Con Confucio de la mano.

Es impensable calar en el “alma” china sin acudir a Confucio (551 a.C. a 479 a.C.).  La prédica e impronta simbólica del pensador nacido en la localidad de Qufu, en la oriental provincia de Shandong, y la esencia de sus preceptos morales, constituyen hoy en día la espina dorsal del comportamiento ciudadano en el gigante asiático. Su filosofía, que vertebra todo un sistema ético, vive sumergida pero latente en los documentos y úcases del Gobierno, transpira en la declarada armonía – tanto social como de cara a las relaciones exteriores – que proclama el Partido Comunista. Si bien Marx, Lenin y Mao dominan estatutos, proclamas y consignas, el viejo Confucio anida profundo – a veces a modo subliminal – en las mentes y corazones de los diseñadores de políticas y la generalidad de los líderes chinos.

Con Confucio he topado por doquier. Lo he palpado en la estricta jerarquía con que mis superiores chinos han conducido nuestros contactos; en el ascenso meritocrático en la escala social de mis colegas locales; en la absoluta devoción de mi mujer china por su anciana madre; en la deferencia con que mi hijastro chino se empeña en servirme el mejor bocado cuando compartimos la mesa. El confucianismo es elemento cohesionador nacional que ha venido de perillas al actual sistema político chino para garantizar la estabilidad social. Desde la familia como núcleo inicial a la comunidad en su sentido más amplio. Los comunistas chinos que alguna vez han hablado de “auto-cultivo de la personalidad”, han estado reverenciando – conscientes o no – al Maestro.

El ejercicio de la caridad, la benevolencia del gobernante, el respeto a la jerarquía por parte de los gobernados, el cuidado de los padres, la devoción por los ancestros y las tradiciones, la honradez y, por encima de todo, la búsqueda de la armonía social, son algunas de las virtudes que Confucio se empeñó en inculcar a sus contemporáneos. Más de dos milenios y medio más tarde millones de chinos de distintos estratos sociales hacen de esas enseñanzas su brújula de vida. Los declarados empeños de la actual administración por eliminar la corrupción y el despilfarro – entre otros flagelos que aquejan al país – deben mucho a los afanes confucianos de cara a males domésticos. Otro tanto cabe asegurarse del reiterado discurso oficial en tribunas internacionales en favor de una “comunidad de destino compartido” para toda la humanidad.

El presidente chino, Xi Jinping, hizo notar en 2014, al inicio de su mandato, que el confucianismo y otras venerables corrientes filosóficas y culturales estaban experimentando un reverdecimiento en el país, como expresión de un pensamiento racional y de los logros que el país se propone en busca del rejuvenecimiento nacional. Un poco antes, en 2011, siendo aún vicepresidente, tomaba en cuenta que “la filosofía del Xin (compendio de corazón y mente) de Wang Yangming (1472-1529, erudito neoconfuciano) encarna la esencia de la cultura tradicional china. Constituye asimismo uno de los puntos de acceso para propiciar el incremento de la confianza del pueblo chino en su propia cultura”.

El confucionismo no siempre ha generado igual dosis de consenso en China.

El movimiento intelectual que tuvo su apogeo en mayo de 1919, con especial fuerza entre el estudiantado, renegó de sus postulados, en el entendido de que dichas normas constituían rémoras feudales para los afanes de edificar una China moderna y democrática, capaz de insertarse de igual a igual en el concierto mundial de naciones. En 1973, en un giro que tomó a muchos por sorpresa, el entonces presidente Mao Zedong dio inicio a una febril campaña de denuncia a Confucio, con similares argumentos a los esgrimidos por los estudiantes de Mayo, colocando particular énfasis en notar que la aún vigente Revolución Cultural (1966-76) y el pensador de Qufu eran mutuamente excluibles. Pero poco después de la muerte de Mao, ocurrida en septiembre de 1976, el nuevo líder de la China Popular, Deng Xiaoping, conocido como arquitecto del proceso de Reforma y Apertura, imprimió una vuelta de timón a los acontecimientos, propiciando entre las secuelas colaterales una revisión a favor del confucianismo.

Con su demostrado pragmatismo, Deng acogió todo lo que a su juicio contribuyera a mejorar el nivel de vida de sus conciudadanos tras la desastrosa Revolución Cultural, así como a reforzar la estabilidad del país (de ahí su famosa frase “no importa si el gato es blanco o negro siempre que cace ratones”). Y si Confucio calificaba en esa categoría, pues bienvenido. En esta decisión tuvo mucho que ver el ejemplo del ya pujante Singapur, cuyo primer ministro a la sazón, Lee Kuan Yew, se deshizo en atenciones al recibir a Deng Xiaoping en la ciudad-estado en 1978, ofreciéndole una cálida amistad -por encima de evidentes distancias ideológicas – y convenciéndole de la conveniencia para China de apegarse a los “valores asiáticos tradicionales” (entiéndase confucianismo incluido) en procura de allanar el camino expedito al desarrollo económico. Deng le puso especial atención. Confucio y él coincidían en que no hay Estado bien gobernado bajo el caos. Los extremos de la Revolución Cultural lo habían dejado muy en claro.

21 septiembre 2020 53 comentarios 533 vistas
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