La polémica entre lo nuevo y lo viejo ya está para mí agotada desde los tiempos en que Edipo mató a Layo sin saber que era su padre. Y el término “revolucionario” está tan traído y llevado, tan maltratado, edulcorado, tan de moda, que mejor no lo empleo en esta reflexión política, digo, poética. Para ser honesta, prefiero ser básica que aparentar inteligencia. Prefiero la simplicidad que el cinismo. Por eso voy a hablar de malos y buenos.
Los malos son aquellos que sólo pueden ver lo malo. Existen en este país otros malos que sólo pueden ver lo bueno. Y los buenos son aquellos que tienen la audacia, la inteligencia y la sensibilidad para poder ver lo bueno y lo malo de Cuba, del mundo, de la gente y de ellos mismos.
Pero la cosa se complica porque también están los “hamartones” como Edipo, que mató a Layo en un camino, sin saber que era su padre. La “hamartía” es un concepto griego que se refiere a un error inconsciente que comete el héroe en la tragedia clásica. En este caso el héroe perpetra un crimen, pero es medio inocente, porque no era totalmente consciente de su error. Edipo es un “hamartón” ya que su “hamartía” consiste en haber nacido. Si aplicamos este concepto a todos aquellos que no son ni malos ni buenos por conciencia, sino por ignorancia, tendríamos tres tipos de gente en Cuba: los buenos, los malos y los “hamartones” que representan la mayoría y su error inconsciente es haber nacido en esta Isla.
Los buenos, como ya vimos, son superiores, porque hablan, escriben y piensan sobre las cosas buenas y malas. Los malos que sólo hablan, escriben y piensan sobre las cosas malas no son ni mejores ni peores que los otros malos que sólo hablan, escriben y piensan sobre las cosas buenas. Cuando estos dos tipos de malos se enfrentan en una disputa, el ambiente se infesta terriblemente. La estupidez y el ego inundan el aire como la peste a Tebas. Lo peor del asunto es que los mayores perjudicados no son los buenos, sino los “hamartones”, o sea: millones de cubanos que no son conscientes. Esos son los héroes trágicos.
Los malos (los que sólo ven lo malo y los que sólo ven lo bueno) no deberían ser ni periodistas, ni intelectuales, ni filósofos, ni presidentes, ni ministros. A los malos hay que tumbarles el catao y cortarlos en el aire, hay que quitarles el micrófono y taparles la boca con las viejas trenzas con que se ahorcó Yocasta que se templó a Edipo sin saber que era su hijo.
Entonces… ¡Que vivan los buenos! Esos son los únicos que tienen el poder de cambiar las cosas, de salvar a los héroes trágicos, o sea: a los millones de cubanos que aún no saben distinguir. Seamos buenos… esa es, sin dudas, desde los tiempos del Ditirambo, la mejor opción.