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Egor Hockyms

Egor Hockyms

La nueva izquierda

por Egor Hockyms 16 diciembre 2019
escrito por Egor Hockyms

El núcleo común de las izquierdas está en la oposición a un modelo de desarrollo orientado exclusivamente a maximizar el capital privado, generando como subproducto injusticia social en el sentido más amplio. Es sin embargo en el grado de esa oposición, adoptado desde la valoración individual de las alternativas, donde radica el desencuentro fundamental de las fuerzas progresistas. La implementación práctica macropolítica del pensamiento de izquierda sufre de ese mal como de ningún otro; y ya sea el comunismo soviético, las socialdemocracias europeas, el socialismo asiático o el del siglo XXI, ninguna fórmula parece concertar esta polifonía.

En Cuba, donde se jugó un papel referencial para la fase práctica del socialismo, las voces diferentes del progresismo moderno han sido acalladas por mucho más tiempo que en cualquier otro lugar de occidente, una región dinámica en la lucha heterogénea de los desfavorecidos por mayores derechos y libertades. La medida en la que nuestra falta de diversidad dependió de la excepcionalidad de un líder, o de la apropiación institucional de un sistema de valores sociales que enraízan con la línea del pensamiento cubano más humanista, es materia de debate. Sí parece bastante razonable que un elemento fundamental en la cohesión unanimista del pensamiento de izquierda cubano, al menos en las últimas décadas, viene de la observancia de un estado de sitio establecido como reacción a la agresión externa, en la percepción de que cualquier disenso puede llevar a una pérdida de la soberanía e independencia nacionales.

A doble contracorriente, el pensamiento progresista en Cuba ha comenzado finalmente a diversificarse y a leer la situación de bloqueo y agresión como una condición permanente bajo la que se tiene que poder vivir y progresar. La agresión es así entendida como una característica ineludible del contorno, que debe ser asimilada teóricamente en cualquier modelo práctico de socialismo no como estado de excepción sino de normalidad, porque un socialismo sin agresión externa es irreal en cualquier aproximación.

La fuerza conjunta de nuestras nuevas corrientes de pensamiento, que deliberan sobre el presente y el futuro de la Isla, es hoy conciencia crítica de una sociedad de personas reales, donde la “vanguardia esclarecida” está cada vez más obligada a interactuar en igualdad de condiciones con militantes críticos, académicos insumisos y pensadores anónimos. La izquierda cubana ya no es solo el Partido, y ha pluralizado el discurso reivindicando además sin reticencias muchos derechos civiles que son conquistas logradas en el modelo liberal, porque van en el sentido de la justicia social. En esa misma línea la institucionalidad jurídica se ha convertido afortunadamente en un tema de debate y se pondera el socialismo propio con ojos de modernidad, acreditando los logros y los desaciertos desde múltiples visiones.

Esta nueva izquierda que tiene todavía relativamente pocos exponentes, pero cuyas discusiones calan con fuerza creciente en un sector amplio de la intelectualidad, incluida por supuesto la militancia, comienza a parecerse a la izquierda progresista mundial no solo en el tipo de temas que la movilizan, sino también en la pluralidad de esquemas de razonamiento desde los que se emiten sus propuestas. Nacida del natural contrapunto entre visiones claras o aparentemente diferentes sobre las vías para construir la sociedad nueva, tiene sin embargo un reto muy grande en el enfrentamiento a un escenario político que solo concibe dos opciones de futuro: de un lado el capitalismo y el neoliberalismo, del otro el realsocialismo y el capitalismo de estado.

Pero no es solo la izquierda, el futuro mismo de Cuba está atrapado en esa bipolaridad. Tanto que hoy, a pesar de esta creciente oleada de pensamiento progresista, casi nadie pone en duda que el desarrollo del país seguirá uno de esos dos caminos si no algún tipo horripilante de híbrido.  Más aún, vemos claramente que incluso la aparición del disenso progre ha sido asimilada con facilidad por esa dicotomía política al punto de prácticamente no representar ningún peligro.

Desde el realsocialismo se asume que, con el tiempo, los reclamos por las libertades individuales podrán formar parte del folclor oposicionista de un capitalismo de estado. Desde el capitalismo se sabe que la eterna lucha por la justicia social se podrá integrar suavemente al circo libreexpresionista neoliberal. Así se complace el adorador de la democracia burguesa y del libre mercado, viendo en nuestro progresismo solo una oposición al gobierno; y también el venerador de la ideocracia comunista, que ve en la nueva izquierda solo el impulso de reformas superficiales para mejor legitimar el unanimismo.

Si para algo podemos usar entonces esta apertura progresista en Cuba más allá del necesario debate sobre hechos e ideas específicas, es para construir una posición “nueva” cualitativamente diferente, que irrumpa en el espectro político de los pronósticos. Una posición impulsada por cubanos de bien comprometidos con la persona real, que somos nosotros mismos y nuestros hijos. Cubanos que no van a comparar para el futuro ni la democracia capitalista de la ideología del dinero, ni el modelo realsocialista de la ideocracia de una vanguardia. Martianos y antimperialistas que en los detalles y en las ideas concretas somos absolutamente diversos, como corresponde a una sociedad vibrante que no depende ya ni de un menú ideológico preestablecido ni de un líder excepcional. Consensuar eso que nos une, visualizarlo y darle forma, será el primer paso; de nuestra diversidad hacer una fuerza será la clave del desarrollo.

Necesitamos entonces algo más que pensamiento progresista, necesitamos un núcleo teórico que asimile nuestra diversidad y levante un paradigma, una narrativa que nos legitime y que sirva como referencia para coordinar la fuerza intelectual y el consenso popular imprescindible. Necesitamos nombrar y describir colectivamente una tercera opción que las personas puedan identificar como futuro posible y que sirva de guía para la eventual puesta en práctica de estrategias de acción cívica, política y ciudadana.

Si la narrativa de la participación no es este núcleo, otro ha de ser, y debemos buscarlo juntos. Pero es responsabilidad de los intelectuales de la nueva izquierda elaborarlo y definirlo, como único modo de evitar seguir siendo arrastrados por una deriva política que en una forma u otra apuntará siempre hacia la marginación de los desfavorecidos.

Si la máxima dirección del Partido no es capaz de darse cuenta y cree seguir la estrategia del menor de los males, o si simplemente le asisten intereses de otra naturaleza desligados de la persona real, será verdaderamente lamentable en términos históricos y hará más difícil el camino en términos prácticos. Pero su militancia de base, que reúne gran parte del potencial progresista de nuestro país todavía atado mayoritariamente al acatamiento, es y seguirá siendo una cantera preferencial de la nueva izquierda, porque la esencia profunda que mueve el anhelo de una sociedad justa y libre es un valor compartido.

Militantes y no militantes vivimos en un país desgastado de realsocialismo, ávido de cambio, pero firme todavía ante la injusta agresión imperialista y el espejismo de una democracia liberal que sabemos socialmente injusta. El cambio imperativo que tanto hemos evitado hacer desde el desespero, no debe venir tampoco de la resignación. Nunca como en la Cuba de hoy ha sido tan posible para la izquierda materializar una macropolítica que pueda asumir al pueblo en su diversidad, bajo el manto de un sistema electoral apartidista e impulsada por el consenso ciudadano sobre los medios de prensa, que son, en el mundo moderno, los verdaderos lugares donde las personas militan.

Va entonces a los intelectuales la exhortación: frente a la obra que tenemos delante, frente al país apasionante que podemos construir para la persona real, la historia nos compele a posicionarnos activamente por la realización de un socialismo participativo, democrático y fundacional. Como aquellos revolucionarios franceses, sentémonos a la izquierda de todos los modelos de desarrollo establecidos, y esta vez desideologicemos la participación ciudadana como acto mayor de progresismo, para luego desarrollar desde la pluralidad una sociedad sin precedentes que pueda marcar de nuevo un calendario y una geografía de la esperanza.

16 diciembre 2019 17 comentarios 374 vistas
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A la conquista del cuarto poder

por Egor Hockyms 9 diciembre 2019
escrito por Egor Hockyms

Si nuestro estado socialista de derecho logra un día descansar única y exclusivamente en estructuras y representantes elegidos por el pueblo, será inevitablemente a través de un perfeccionamiento del sistema electoral que lo haga más participativo y no lo subordine a ningún grupo de poder, ni económico ni político. A este punto el Partido habría terminado su período histórico de fuerza dirigente superior y el poder legislativo sería un reflejo razonablemente fiel de los consensos y disensos de la sociedad socialista, extendiendo esa cualidad al ejecutivo y al judicial.

En este ejercicio inédito de democracia participativa, la libertad de expresión efectiva no puede estar tampoco circunscrita ni a lo admitido por un sistema ideológico como en el socialismo real, ni a lo tolerado por los grandes intereses económicos como en las democracias representativas modernas. Pero si la forma de lograr lo primero es relativamente clara, lo segundo es un reto complejo que el socialismo nuevo deberá afrontar con particular cuidado, entre otras cosas porque no existe ningún precedente.

El problema radica en que la libertad de expresión es significativa solo si está acompañada de libertad de información, y esta a su vez necesita una libertad de prensa que garantice la difusión de opiniones diferentes. Es claro que una prensa dirigida en su totalidad por el Partido, o incluso por un gobierno como el que aquí discutimos, no es una buena prensa; pero tampoco lo es el modelo capitalista de prensa donde la opinión es manufacturada por los dueños de las corporaciones mediáticas en representación de los dueños del capital. De esta forma la única solución para la Tercera República es desarrollar un sistema mediático nunca antes visto que descanse en la fuerza de la participación democrática.

A diferencia de otras cuestiones importantes en las que también se precisa de estudio y consenso, como por ejemplo la forma en la que debe coexistir la planificación con el libre mercado, el tamaño máximo de las PYMES, o el grado de desigualdad que va a considerarse constitucional, el sistema mediático de la república nueva es un tema especialmente delicado para el éxito de nuestro proyecto de país. Una mala prensa es mortal para la democracia, particularmente cuando se mercantiliza y queda sujeta a la propiedad de alguien, que puede entonces impedir cualquier rectificación diseñando estados de opinión.

No pocas veces hemos visto cómo esos estados de opinión manufacturados se imponen incluso sobre el estado de derecho en democracias representativas, donde el poder mediático desarrolla  mecanismos de defensa infranqueables contra cualquier regulación que limite su influencia. En la práctica este cuarto poder no ha sido nunca controlado por la persona real sino solo por grupos con suficiente dinero para poder competir o, cuando sus intereses coinciden, por la administración de los estados. Un socialismo que adopte la narrativa de la participación deberá por tanto proponer una fórmula nueva para la articulación de los medios de comunicación masiva, en particular de la prensa escrita, la radio y la televisión. Una fórmula que permita, junto a los medios administrados por el gobierno, la existencia de medios independientes que sean a su vez periódicamente legitimados sobre la base de mecanismos fundamentales de participación social.

Lo primero será garantizar una completa libertad de asociación, independiente de requisitos ideológicos y solo limitada por la demostrabilidad de un financiamiento legítimo. De esta forma grupos de la sociedad civil, sindicatos, organizaciones gremiales, instancias comunitarias, etc. generarán una pluralidad de espacios que ofrezcan a la persona real la posibilidad de construir sus propios medios de comunicación alternativos como forma de expresión. En este nuevo escenario el Partido sería ya un actor de la sociedad civil, con las mismas oportunidades que cualquier otra asociación para usar el terreno mediático. Las propuestas de creación o permanencia de medios de comunicación no gubernamentales o independientes podrían entonces ser hechas por estas organizaciones y asociaciones periódicamente, quedando solo por establecer un proceso de validación democrática para la regulación del alcance de los mismos.

A modo de ejemplo imaginemos una regulación según la cual el presupuesto anual invertido por el conjunto de todos los medios independientes no pueda superar el monto correspondiente a la inversión hecha por los medios oficiales del gobierno en ese mismo año. Esto puede lograrse fácilmente estableciendo al inicio de cada año topes máximos individuales al presupuesto que puede invertir cada medio independiente. A su vez el valor exacto de cada uno de estos topes se establecería proporcionalmente al nivel relativo de identificación que la ciudadanía expresara en una “elección de medios”; un tipo original de votación general que podría realizarse al término de cada año.

Este ejemplo sucinto defiende la factibilidad de implementar en la nueva república algo que hasta hoy es solo una utopía para el pensamiento progresista: una verdadera libertad de prensa que no sea exclusiva de los privilegiados. En armonía con la narrativa de la participación, los medios de comunicación serían así plurales, imposibles de monopolizar y controlados directa o indirectamente por la participación ciudadana, según sean respectivamente independientes o gubernamentales. El mecanismo de retroalimentación democrática sería además suficientemente dinámico, al menos sobre los medios independientes, y el balance entre estos y la línea gubernamental fortalecería a su vez el equilibrio informativo del nuevo sistema democrático.

Que el Partido pase a conformar la sociedad civil es la transición natural para una organización que seguirá preservando una doctrina a la que muchos cubanos tributan y seguirán tributando. En el nuevo socialismo sin embargo, el término “partido” que había perdido ya su dimensión electoral con la Revolución, se convierte en solo una palabra, que puede ser usada para nombrar asociaciones;  todas desconectadas de los mecanismos de toma de decisiones del Poder Popular. Como asociación, sin embargo, el Partido tendría total acceso a la creación de sus medios de comunicación independientes desde donde continuar el trabajo político-ideológico e influir en la dinámica social y estatal. Es de esperar que en el caso de unas elecciones de medios, el mayor porcentaje de votos y por tanto la mayor capacidad de inversión vaya inicialmente a las propuestas de prensa, radio y televisión del Partido.

Todo este cambio en la concepción del escenario mediático, que ha sido aquí ilustrado con un ejemplo concreto de reglamentación pero que tomaría su forma real detallada del consenso de los parlamentarios, es vital para la narrativa de la participación. Y aún en cierto modo parece esencial también esa idea de controlar los medios independientes por vía de elecciones, donde una vez por cada período las personas decidan en las urnas el destino de las líneas editoriales preestablecidas que se les presenten. Es cuando menos teóricamente interesante que como parte del proceso de desideologización de los mecanismos de representatividad ciudadana que el socialismo nuevo impulsaría, se haga necesario precisamente comenzar a tratar a los medios como lo que en realidad son: representantes de ideologías.

Más un derecho que una mercancía y mucho más que un servicio público, los medios de comunicación son el cuarto poder del estado y su control debe ser democratizado como único modo de protección frente a la creación artificial de consensos y disensos. Es un inmenso poder que enseña a pensar estableciendo plataformas de razonamiento y configurando las identidades ideológicas y nacionales. No habrá libertad plena ni socialismo nuevo hasta que la responsabilidad por el necesario equilibrio en el alcance de los diversos generadores de opinión recaiga en la persona real y no en poderes económicos o élites políticas.

9 diciembre 2019 16 comentarios 327 vistas
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Liberando la participación

por Egor Hockyms 2 diciembre 2019
escrito por Egor Hockyms

La distinción ideológica entre esclarecidos y desorientados que da forma al mecanismo de poder real en Cuba es obsoleta y debe ser superada. No porque asuma la preeminencia del signo ideológico de la izquierda,  sino porque es parte de un sistema ideocrático que enajena la toma de decisiones de forma incompatible con el pensamiento inclusivo y plural de la Cuba actual y de la futura. Esto por sí solo ya es motivo suficiente para pensar en la transición hacia un socialismo verdaderamente participativo, donde la democracia no esté limitada por la ideología.

La ideocracia cubana tiene un nivel formativo en el trabajo político-ideológico que es dirigido fundamentalmente a las masas en tanto contraparte de la vanguardia. Sin embargo, en los últimos años de supervivencia de la Revolución ha sido imposible enlazar siquiera teóricamente el plan de progreso económico y social con el núcleo de la doctrina. Con el endurecimiento de la línea injerencista del imperialismo, el trabajo político-ideológico ha ido adoptando una posición por completo defensiva. Así, el dogma luminoso del hombre nuevo se ha reducido a la inevitabilidad de un fundamento real-socialista como única forma de preservación de la independencia y de las conquistas de la Revolución. Hoy es imposible reivindicar la idea de un hombre nuevo ideológicamente esclarecido tanto así como proponer desde el gobierno un discurso de futuro a la altura de Palabras a los intelectuales.

El nuevo tiempo viene además cargado de una pluralidad que es esencial a la persona real, amplificada por una era de comunicación sin precedente que llegó cuando menos para quedarse. Esa imposibilidad cada vez más fundamental de agrupar a las personas bajo sistemas ideológicos detallados desborda no solo nuestro modelo político real-socialista, sino también el marco pluripartidista de los modelos capitalistas representativos.

Pero si en la lucha histórica por la independencia de Cuba y por la justicia social la narrativa del hombre nuevo nos ha hecho avanzar hasta aquí, ¿cómo puede a este punto una narrativa de la participación, centrada en la persona real, impulsar hacia adelante la construcción de la sociedad socialista? La respuesta podría ser: haciendo que la responsabilidad de la toma de decisiones recaiga, por primera vez en la historia, de forma igual en todas las personas.

Un socialismo realmente democrático añadirá muchos de los derechos individuales enarbolados por las democracias liberales a la gama de derechos y libertades fundamentales conquistados por nuestro socialismo real. Esto, sin embargo, no debe confundirse con la adopción de una institucionalidad burguesa; más bien es el proceso natural en que el socialismo asimila lo que ha sido conquistado y mantenido con mucho esfuerzo por las clases explotadas en diferentes contextos. Pero además, y este punto es esencial, la narrativa de la participación sustentará un modelo de socialismo democrático verdaderamente participativo que será tan incompatible con la sumisión a un partido como con la falacia representativa del menú pluripartidista.

Esta transformación del poder real en Cuba se puede hacer desde la misma institucionalidad existente si comenzamos por liberar los mecanismos del Poder Popular, hasta hoy discípulo obediente del Partido. El Poder Popular, que organiza las comunidades en consejos locales electos en asambleas populares, es una de las más valiosas conquistas de la Revolución y establece un marco institucional para el empoderamiento popular a todos los niveles de gobierno en la república. Es en buena medida el sueño dorado de la izquierda: un diseño hecho con la clara voluntad de dignificar la representatividad política del pueblo, al tiempo que elimina los mecanismos burgueses de dominación de clase. Pero solo funcionará bien si puede separarse del acatamiento ideológico y de la circunstancia de un órgano suprademocrático que le dice todo el tiempo qué hacer y qué no.

El Poder Popular puede entonces usarse como base para el desarrollo del mejor experimento democrático de nuestro tiempo, despojándolo de las trabas formales e informales que conocemos y que continuamente iremos identificando en el ejercicio plural e inclusivo que nos marca el socialismo nuevo. Superando el esquema real-socialista, que es hoy freno más que empuje para un verdadero empoderamiento popular, la carrera por un socialismo democrático en Cuba pondrá a la persona real frente a su país como frente a una obra propia, con institucionalidad y garantías.

El modelo que emerge en la narrativa de la participación es continuidad y es ruptura. Cuando todas las personas sean capaces de influir, seguir y validar con mecanismos dinámicos de representación y canales ágiles de comunicación y supervisión a todos los niveles, los electos estarán en cierto modo mucho más cerca del dirigente sacrificado del pensamiento guevariano. La tendencia a constituir una clase privilegiada, que la persona real experimenta inevitablemente al formar parte de un aparato burocrático, sería minimizada por un electorado plural que como mínimo exigiría transparencia constante. La asamblea nacional asumiría de verdad la dirección del país y los cerebros detrás de las estrategias fundamentales de desarrollo nacional serían conocidos, discutidos y consensuados por el pueblo.

Un efecto inmediato y no menor de la implementación del nuevo socialismo será recuperar el sentido de pertenencia ciudadano, devastado por décadas de crisis y por una verticalidad estatal que responde a las bases solo indirectamente y a través de una matriz ideológica. El papel secundario que hasta hoy ha tenido el Poder Popular, siquiera sea en las cuestiones del municipio, ha lastrado la democracia al punto de que un delegado de circunscripción no es visto como lo que es: una figura política, con la sagrada responsabilidad de influir en el destino del país como miembro de una asamblea municipal. Si logramos que esa percepción cambie, que no exista una circunstancia que una persona real no se sienta capaz de cambiar a través de las estructuras democráticas, fluirá una corriente de ideas de abajo hacia arriba. Representantes cada vez más comprometidos con el elector podrán inundar todos los niveles de toma de decisiones estableciendo nuevos modos de hacer, de supervisar y sobre todo de rectificar con honestidad.

El marco nuevo de la narrativa de la participación es mucho más que anticapitalista, trasciende el concepto mismo de partido político y lo asimila. Si la creación del Poder Popular fue la ruptura con la aparente pluralidad del modelo político burgués, sujeto en realidad a los poderes económicos del capital privado, la liberación del Poder Popular en el socialismo nuevo emancipa finalmente al sistema de los dogmas ideológicos para volverlo instrumento únicamente del pueblo. Es la persona real tomando el destino en sus manos como sociedad justa e independiente, y dejará expuesta como nunca la verdadera naturaleza de la agresión externa y del espejismo capitalista. Ni un socialismo de castas ni un capitalismo de partido único, esta debe ser la dirección de nuestro progreso económico y social; y no hay problema más acuciante, más importante o más decisivo para el presente y el futuro del pueblo cubano.

Con la constitución protegiendo los ejes políticos fundamentales del socialismo nacional, acompañada eventualmente por un tribunal constitucional, la renuncia a la ortodoxia ideológica que es necesaria para el curso de la nueva democracia no implica una desideologización de la sociedad sino exclusivamente de las estructuras participativas. Toda persona real carga una ideología propia de la que es más o menos consciente. Es de esperarse que en una Cuba educada por la Revolución en valores socialistas, todas las vertientes de la izquierda, incluyendo por supuesto la línea del socialismo real, tendrán siempre una gran representación.

Al Partido, que ha tenido la tarea histórica de resistir y preservar el legado revolucionario hasta la actualidad, le esperaría en la Tercera República un rol mucho más de base que implicaría el rediseño de su dinámica interna. Pero antes que eso, en la posición que adopte frente a la concepción y el establecimiento de la nueva narrativa de la participación, le podría esperar uno de los retos más importantes de su historia y de toda la del socialismo.

2 diciembre 2019 16 comentarios 248 vistas
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El hombre real del socialismo nuevo

por Egor Hockyms 25 noviembre 2019
escrito por Egor Hockyms

Cada vez parece más claro que el progreso social, político y económico de Cuba no solo paga un alto precio por el libre ejercicio de la soberanía nacional, sino que permanece además peligrosamente atrapado en una narrativa desconectada de la realidad por un lado, y de la teoría por otro.

El discurso oficial del Partido, asumido inobjetablemente por el gobierno, supone fidelidad a una teoría política que todavía describe la sociedad en términos de masa y vanguardia, contrastando a nivel de barrio con una praxis más bien pro-capitalista, en la que los mecanismos de libre mercado se unen al deterioro material y espiritual de las garantías sociales. Siendo así que la narrativa de la calle, ajena a la toma de decisiones, es casi exclusivamente de simple supervivencia.

Se levanta una república sobre la orgullosa herencia de la Revolución que colocó a los trabajadores y no al capital en el centro del sistema, formando varias generaciones de cubanos en la suprema importancia de la educación liberadora y la justicia social. Pero esa herencia nos llega junto a una vieja narrativa en muchos puntos inaceptable, resultado de la asimilación de un modelo de socialismo que de tan rígido pareciera preferir, antes que reformarse a sí mismo, la emergencia de un capitalismo falto de libertades que sostenga el statu quo.

Nuestra Revolución socialista vivió la mitad de su existencia bajo el período especial, bloqueada por un imperio, y debió comprensiblemente aferrarse a su propia narrativa para conquistar primero y preservar después la obra social. Ahora esa misma narrativa entorpece los esfuerzos por construir el nuevo país que debe, bajo el mismo bloqueo porque no hay otra opción, salvar su legado para desarrollarlo en una república a tono con las ideas de este tiempo. Es por eso que precisamos urgentemente de una narrativa también nueva, esperanzadora y creíble, que legitime la soberanía superando los excesos y las intolerancias y libere las fuerzas democráticas participativas de la sociedad socialista.

Dos materiales particularmente representativos de la narrativa revolucionaria contienen en cierto modo la esencia temprana de lo que es hoy la ortodoxia partidista. Estos son el discurso conocido como Palabras a los intelectuales, de Fidel, y la carta-ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, del Che. El primero, un ejemplo magistral de trabajo político-ideológico, compele a los intelectuales y artistas, frente a la grandeza inédita de las tareas que proyecta la Revolución, a no posicionarse en contra del proceso a través de sus obras y reflexiones. El segundo, mucho más estructurado, discute varios aspectos clave como el rol del Partido a la vanguardia de la sociedad, el funcionamiento de la dictadura del proletariado, y los dos pilares teóricos de la construcción del socialismo cubano. Estos últimos, a saber: el desarrollo de la técnica y la formación del hombre nuevo.
Para los cubanos, la idea del hombre nuevo ha sido uno de los más fuertes sustentos conceptuales del socialismo real, asimilada y extendida a todos los niveles. Más que en la sociedad comunista ideal, la narrativa socialista revolucionaria se apoyó en los valores de esta figura paradigmática. Una persona en permanente estado de gracia cívica, esclarecida de dudas ideológicas y con una inmensa capacidad de sacrificio para hacer del heroísmo, cotidianidad. El hombre nuevo nacería poco a poco de nuestra sociedad que, según la teoría, podía dividirse en dos grupos: la vanguardia y la masa.

En esta concepción original el Partido y sus dirigentes cumplen el papel de la vanguardia, tomando las decisiones más importantes sin esperar ninguna retribución material y a la vez cargando con los mayores sacrificios. La esencia de la división la explica claramente el Che:
“El grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado que la masa; esta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente. Mientras en los primeros se produce un cambio cualitativo que les permite ir al sacrificio en su función de avanzada, los segundos solo ven a medias y deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad; es la dictadura del proletariado ejerciéndose no solo sobre la clase derrotada, sino también individualmente, sobre la clase vencedora”.
No vamos aquí sobre lo acertado de esa argumentación en su contexto, como tampoco sobre una enumeración de los aspectos que son evidentemente incompatibles con el contexto actual. Bástenos únicamente entender que no solo el sustento teórico, sino el poder movilizador de esa narrativa, incluso para el pensamiento de izquierda, no existen más. Hasta la caída del campo socialista esa línea de pensamiento se fortaleció desde el dominio absoluto del espacio ideológico cubano, dando forma a unas relaciones de poder que subsisten en la actualidad. El progreso de nuestro socialismo ahora pasa ineludiblemente por cambiar la narrativa y, consecuentemente, esas relaciones de poder.
Si durante los últimos 30 años el discurso de masa y vanguardia en marcha hacia el hombre nuevo ayudó a mantener la unión alrededor de la soberanía, la independencia y las conquistas sociales, su efecto ha comenzado a ser nocivo para la supervivencia del socialismo; y es natural que así sea. La idea de una doctrina bien definida que lo explica todo para todos los tiempos no se sostiene más allá del círculo autosuficiente de las religiones. Vivimos en un mundo para el que, fuera de un par de obvias regularidades, no existe una teoría probada, mucho menos a nivel de los detalles. Por mucho que reinterpretemos el anticapitalismo de Marx y nos sirvamos de sus sólidas herramientas de análisis, siempre será una imprudencia asumir que puede abarcar la complejidad de la Internet, el reto de la inteligencia artificial o incluso la psicología del consumismo, por decir lo más obvio.
En estas circunstancias la pregunta es, qué tipo de principio y qué narrativa deberá defender entonces nuestro socialismo.
Primero, la nueva narrativa tendrá que estar en armonía con un mundo real que no tiene más masa y vanguardia, en el que la diversidad de criterios, dentro y fuera de las corrientes de izquierda, es quizás más abundante y dinámica que nunca. De esa tormenta de ideas, y no de una doctrina detallada preestablecida, deberá nutrirse constantemente la praxis de un estado socialista de derecho como regla de oro. Esto implica, entre otras cosas, que el Partido deberá dejar de ser una fuerza dirigente por encima del gobierno electo. La Tercera República deberá enmendar la constitución a tal efecto y adoptar así lo que sería una narrativa de la participación.
En segundo lugar, ya sin la dirección del Partido cuya membresía aportaría a la toma de decisiones en la misma medida que cualquier ciudadano, se tendrá que garantizar el respeto de ciertos principios fundamentales que anclen las discusiones a la premisa de una república socialista con todos y para el bien de todos. Esas premisas serán el eje del socialismo nuevo y estarían blindadas en una constitución consensuada por todos los cubanos. La soberanía e independencia nacional, la propiedad social sobre los medios fundamentales de producción, las garantías de justicia social, igualdad y respeto a los derechos humanos serán el eje sobre el que se desarrolle y se preserve el legado socio-cultural que han logrado alcanzar la Revolución y el Partido.
Establecer una nueva narrativa para la Tercera República en la teoría y en la práctica es un asunto de la mayor importancia. De no atenderlo derivaremos muy probablemente en un socialismo neorrealista de economía de mercado donde la burocracia, reforzada por un sistema ideocrático impenetrable, ocupará el lugar de los grandes dueños del capital, en eterno desafío al empoderamiento democrático y a la plena dignidad de las personas.
El hombre nuevo, como alegoría de la persona que se mejora y avanza hacia valores renovados, puede y debe seguir teniendo en muchos aspectos un valor paradigmático para el pensamiento socialista moderno. Pero es la persona real, imperfecta y diversa, dueña por derecho y justicia de toda la riqueza, que es toda producida socialmente, la que deberá estar en el centro del debate; como sujeto, como objeto y siempre como igual.

25 noviembre 2019 15 comentarios 390 vistas
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La gran responsabilidad de no hacer nada

por Egor Hockyms 15 agosto 2019
escrito por Egor Hockyms

Debe haber algún lector a quien le parezca, no ya natural o correcta, sino al menos útil todavía, para el presente y el futuro del socialismo cubano, esa unanimidad desconcertante de nuestros legisladores a todos los niveles. Debe haberlo, aunque sea por costumbre, porque durante años se legitimó el mecanismo como esencial para la supervivencia del proyecto socialista por vía de una dictadura del proletariado férrea y vertical. Más allá de los épicos aciertos y los sonados errores, construir las bases de aquel nuevo país, donde la soberanía y la justicia social se materializaban en medio de una situación excepcional de agresión y guerra fría, dependía quizás acertadamente de una unidad extrema.

Hoy, sin embargo, pocas cosas le hacen tanto daño al carácter socialista de la Tercera República (insisto cordialmente en aunar las repúblicas representativas) como esa mentalidad remanente de la unanimidad a ultranza, de la reiteración del discurso excluyente de la burocracia y, en suma, del acatamiento. Hoy, cuando las bases de la justicia social son ya profundas en el pueblo y en las instituciones, la constante injerencia imperialista ha demostrado ser todo menos una situación excepcional. De este modo, el empeño de amaestrar la voz diversa y transgresora del pueblo con el discurso de plaza sitiada no solo es inútil a largo plazo, sino que corroe las bases mismas del socialismo nuevo con más eficiencia que cualquier bloqueo.

Para muchos es bastante claro que necesitamos ya una asamblea dinámica, que se parezca a los debates que hay en nuestras casas y en nuestros entornos de confianza. Pero pensemos, ¿será eso realmente lo que la mayoría quiere? O será tal vez que nuestro lector “unanimista” no es tan escaso después de todo… Al fin y al cabo, las asambleas que votan de forma unánime a cuanto se les pide no están ahí por fatalismo, sino que han sido votadas y ratificadas por nosotros.

Nos indigna que las leyes más polémicas se aprueben sin oposición, que los temas más calientes se eviten con frialdad, que la presión parlamentaria hacia el gobierno y los ministerios se limite a asentir en las rendiciones de cuenta. Pero de algún modo, cuando estamos nosotros mismos frente a una boleta, actuamos como si, en el mejor de los casos, no estuviéramos haciendo nada trascendental. No puede ser más falsa la impresión, porque en ese preciso momento ponemos sobre nuestros hombros la responsabilidad de todas y cada una de las veces en que esos diputados levantarán sus manos.

Bajo la dictadura del proletariado en la Revolución, el proceso electoral se consolidó a todos los niveles más como una reafirmación de apoyo al liderazgo revolucionario que como un proceso de reflexión y selección de parlamentarios. Así, tanto la nominación y la elección de delegados como la ratificación de candidatos a las diferentes asambleas se pareció más bien a un proceso de selección de revolucionarios destacados o trabajadores ejemplares. Ahí se escondió quizás la más peligrosa de todas las caras de la unanimidad, y a partir de ahí la responsabilidad ha sido solo nuestra. Cuando ratificamos con liviandad a un diputado del que no estamos seguros que es capaz de oponerse a lo que considere incorrecto o a lo que crea que sus electores no apoyarían, estamos votando por otros cinco años de unanimidad.

La unidad frente al enemigo sacrificando la pluralidad, que ha estado en la base de todo el período revolucionario gracias a un permanente estado de excepción, resulta hoy en gran medida una premisa falsa. A este punto de madurez soberana hemos ya comprendido que el enemigo estará siempre, y por tanto el único camino posible de realización nacional es el de asumir nuestra diversidad de pensamiento y convertirla en fortaleza dentro de estas circunstancias en las que siempre viviremos. Si es cierto que Cuba como país está sometida en mucho a un tratamiento injusto y absurdo, más absurdo es paralizarnos esperando a que ese tratamiento cambie un día para entonces levantar el estado de sitio.

Pero por sobre todas las cosas lo más importante ahora es saber, tener la consciencia, de que la decisión de tomar o no el camino de la pluralidad es nuestra, completamente nuestra, no del imperio, pero tampoco del gobierno; somos nosotros como pueblo quienes podemos cambiarlo todo. Y de hecho podemos comenzar muy rápidamente, bastará que tomemos en serio nuestro deber ciudadano no nominando más unanimistas en nuestra circunscripción o, en última instancia, no votándoles. De hacerlo, unas asambleas municipales con delegados que crean en la pluralidad se formaría así de simple.

En cuanto a la asamblea nacional, sencillamente decidamos a la hora de votar no ratificar a diputados que consideremos unanimistas, o mejor, que no estemos seguros de que no lo son. Es todo; la asamblea no podrá formarse si los diputados no son ratificados y obligaremos así a las comisiones de candidatura una y otra vez a proponer candidatos hasta que estos verdaderamente nos representen, hasta que sean eco de nuestras discusiones y de nuestros disensos. Cada vez que enfrentemos una boleta debemos votar exclusivamente por quien nos convenza, eso es todo.

Eventualmente, esa presión hará que los candidatos tengan, por ejemplo, que hacer públicas sus posturas en relación a los temas más controversiales, so pena de no ser conocidos y por tanto tampoco ratificados. Tendrán además que convencer a los votantes, comprometiéndose a defender esas posturas contra la presión de la unanimidad. No es necesariamente un futuro lejano, todo eso puede pasar bajo las reglas de hoy, solo con la simple acción ciudadana de no votar nunca a un candidato que no nos convenza, a uno del que no estemos seguros.

Comenzando por nosotros mismos, podemos ayudar a establecer la conciencia ciudadana de que es preferible votar en blanco a votar por un diputado que no estemos seguros de que tenga nuestras ideas. Que votar en blanco no significa votar por el imperio ni por sus mercenarios; al contrario, significa presionar a las comisiones de candidatura para que hagan un mejor trabajo de representación democrática. Frente a candidatos unanimistas o que sencillamente no conocemos bien, el voto en blanco es el arma más revolucionaria y efectiva que tenemos para garantizar en la Tercera República la nominación de una representación parlamentaria genuina, comprometida con sus electores.

El unanimismo del parlamento no debe seguir desconcertándonos, porque es un resultado natural de las condiciones de la historia reciente y, en última instancia, el efecto de nuestro voto. Las manos que se levantan sincronizadamente en el coro de la Asamblea son en cierto modo nuestras manos, son la consecuencia de esa complicidad activa a la que venimos llamando “no hacer nada”. Para salvar la república nueva de la continuidad del unanimismo, disfrazado de única estrategia posible en un contexto de excepción que ya no es tal, la primera tarea que se impone hoy es hacer algo tan sencillo y básico como pensar el voto.

15 agosto 2019 16 comentarios 425 vistas
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lenguaje inclusivo

El lenguaje inclusivo y el lado bueno

por Egor Hockyms 7 agosto 2019
escrito por Egor Hockyms

Pensemos por un momento en el grupo de filólogos que discute sobre lenguaje inclusivo. O mejor, en un grupo de ingenieros diseñando una maravilla tecnológica, o científicos a punto de hacer un gran descubrimiento. Cuando recreamos estas imágenes en nuestra mente, todas tienen un rasgo común: en ninguna hay mujeres.

“Ingenieros” es un plural genérico o inclusivo en nuestra lengua, donde cabe con igual propiedad tanto Gustave Eiffel como Elizabeth MacGill, pero al escuchar la palabra, nuestra psiquis insiste cada vez en recrear solo hombres. No es que nos remita a la estadística de la experiencia; pasa igual si el grupo es de doctores, de abogados, o incluso de maestros o de cocineros.

Este ejemplo motiva comentarios de todo tipo, incluyendo por supuesto, la opinión recurrente sobre la poca importancia que tendrían esas representaciones involuntarias. Y es un buen punto. Al fin y al cabo, el masculino genérico es una convención de la lengua que todo el mundo conoce bien, y su carácter inclusivo, aunque no sea inmediatamente obvio para nuestra psiquis, está garantizado por la Real Academia.

Por demás, a muchos nos molesta esa manera irreverente de subvertir el idioma redefiniendo con liviandad lo que hemos siempre considerado bello y adecuado. El ímpetu con que alguien se hace prosélito de “médicos y médicas”, compañeres o amigxs, levanta las alarmas contra quien nos parece que, en una agitación de rebeldía progresista, no ha valorado suficientemente el sentido del ridículo.

Así, en el mejor de los casos, como tolera el homófobo los desfiles del orgullo gay, toleramos nosotros estas desfachateces lexicales desde la preservación de un credo estético personal que consideramos culto, correcto y, a la larga, el bueno.

Pero si culto y correcto parecen fuera de duda, básicamente porque la Real Academia dejó claro que no hay compañeres que valgan, lo de bueno es todavía un poco confuso. La autoridad que fija el lado bueno no es sencillamente la ley; de ser así la ley Helms-Burton sería indiscutiblemente buena, y malo sería desde vivir en La Habana hasta tener una página en Wordpress.

La brújula moral de lo bueno, que es una construcción personal y casi nunca se puede codificar por completo en palabras, o en un lenguaje inclusivo, tiene sin embargo para muchos de nosotros un eje común. Es buena la educación, la salud, la justicia social, la transparencia, la igualdad, el reparto de la riqueza y, de forma general, es bueno apoyar al desfavorecido.

En cierto modo, la consciencia de estar al lado del desfavorecido es en nuestro pensamiento lo más cercano a una brújula moral. Es por momentos lo único que nos salva de perdernos en las complejidades terminológicas y conceptuales de cualquier razonamiento, lo que sirve como punto de referencia para fijar, si no una postura, al menos los términos de un análisis.

Para analizar el lenguaje inclusivo, tomemos por ejemplo la discusión sobre el matrimonio igualitario. Identificar al desfavorecido no nos fuerza necesariamente a apoyar la iniciativa, pero sí nos obliga a considerar los argumentos de oposición fuera de un marco aislado, contrapesándolos continuamente con su alternativa. De modo que votar en contra será inevitablemente concluir que la fuerza de esos argumentos es tal que vale la pena sacrificar la felicidad de miles de personas.

Ese es el valor de la brújula, y esa es la base de la mayoría de nuestras discusiones aún cuando a veces no sea evidente.

Desde el debate sobre la viabilidad del modelo socialista hasta el reclamo de bajar los precios de Internet, nuestra brújula va o debería ir siempre sobre la búsqueda del desfavorecido para intentar al menos hablar en sus términos. No ayuda mucho a veces, porque el desfavorecido no siempre es el mismo para todos o porque diferimos en la manera de entender el modo de ponerse de su lado, pero siempre es una guía imprescindible.

Así, por ejemplo, al enrolarnos en una discusión como la de socialismo vs capitalismo, siempre vamos sobre la mejor conveniencia de uno u otro sistema para los más humildes y no sobre una superioridad esotérica o anclada en tecnicismos. Cuando no nos centramos en el desfavorecido y la mejor manera de ayudarlo, el diálogo es de sordos. Eso incluye un tema como el lenguaje inclusivo.

En #BajenLosPreciosDeInternet sin embargo, en cierto modo las dos posiciones fundamentales tienen visiones distintas del desfavorecido. Para unos es el ciudadano desconectado que podrá conectarse si los precios bajan; para otros es un ciudadano también desconectado pero que igual no podrá conectarse, y aún comerá peor o tendrá menos medicinas como resultado indirecto de la recaudación de Etecsa.

Aquí de nuevo la brújula que nos sirve para construir la plataforma de análisis no define una posición. Esta dependerá finalmente de nuestra estimación personal de las variantes, que involucra un gran número de juicios de valor, desde la importancia que le damos a la informatización hasta cuánta confianza nos inspiran los mecanismos financieros en Cuba.

Repasemos ahora desde esta perspectiva, como debemos hacer sistemáticamente con todo, nuestra visión sobre el lenguaje inclusivo.  Lo primero será identificar al desfavorecido, que en este caso son las mujeres y las niñas, esas que no aparecen en las imágenes mentales de ingenieros y doctores. Lo segundo es reconocer que a la hora de evaluar las importancias hay que tomar un poco de distancia.

Los hombres debemos entender que nuestra comprensión de esa realidad es cuando menos limitada. Un poco como la del rico que habla de pobreza o la del blanco que habla de racismo, se trata de vivencias que somos incapaces de experimentar y muy a menudo incluso de ver. Tendremos siempre cosas que aportar, pero debemos hacerlo con especial humildad.

Por otra parte, todos, incluyendo las mujeres que estén contra el lenguaje inclusivo, debemos observar el respeto que merecen las diferentes sensibilidades. Si un grupo de mujeres que es cada vez mayor se siente discriminado por un lenguaje centrado en el hombre, si les parece que haber crecido oyendo hablar de científicos, de presidentes y de los logros del hombre moderno las (y nos) ha inconscientemente deformado.

Si les parece que vale la pena intentar revertir en algo ese efecto con un método nuevo, que puede ser radical en lo estético pero que no daña más que una convención lingüística, deberíamos, antes que reaccionar (ahora nosotros) con ligereza, volver sobre el problema en perspectiva, tratando como mínimo de pisar sobre el camino que marca la brújula.

Más allá del uso o no del masculino genérico, o del lenguaje inclusivo, hoy casi nadie es ajeno a la realidad de la discriminación de género. La inmensa presión social, económica y sexual a la que las mujeres están sometidas desde pequeñas, en forma de acoso, de inseguridad, de desigualdad y de falta de oportunidades, resulta para muchos uno de los lastres más insoportables de la modernidad.

Sus raíces afincadas en la tradición machista se desarrollan a lo largo de la vida en forma de sesgos y condicionamientos casi imperceptibles que están hondamente instalados en nuestras sociedades. Es en este contexto que decir “ingenieros” por “ingenieros e ingenieras” contribuye a reforzar la primacía masculina por vía de la estandarización de un modelo que en última instancia no deja de ser cínico; un poco como usar “ricos” para llamar a ricos y pobres o “blancos” para referirse a blancos y negros.

Como en tantos temas de importancia, la cuestión teórica y académica debe ayudarnos y no distraernos de la imperativa necesidad social. En un mundo donde el feminismo está aún en formación, donde los consensos sobre categorías y métodos son todavía débiles, intentemos al menos mantener un escepticismo solidario, siempre dispuesto a confabularse al lado del desfavorecido. En esto como en todo, desconfiemos constantemente de las ortodoxias, e intentemos que la única fuerza que nos movilice provenga exclusivamente de un profundo sentido de justicia social.

7 agosto 2019 7 comentarios 659 vistas
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republic

The Third Republic

por Egor Hockyms 29 junio 2019
escrito por Egor Hockyms

By Egor Hockyms

The third republic of Cuba has already begun. And if this seems too categorical, let’s put it like this: it is quite likely that the vibrant and thoughtful intelligentsia our children, grandchildren and great-grandchildren are on their way to become, when setting out to systematize Cuban history, will close the period of the Revolution at a point we may have just crossed.

The exact moment could be the last 10th of April, the date when Cuba declared itself a state under the rule of socialist law, only one year after the substitution of the last commander of the Revolution in the highest leadership of the State. Some other date might be picked, eventually one which is yet to pass, but April 10th seems adequate because, casting aside the possibility of violent interference which would plunge Cuba into a war of unforeseeable consequences, the essential characteristic of this new stage should precisely be the strengthening of the rule of law. This strengthening is inevitable; for it doesn’t seem anymore that in the future the legitimacy of the national State and Government might reside elsewhere. Not in the Party or in the figure of the leaders.

Having such a prospect is useful for two reasons. First, because thinking about Cuba starting from the future of our children transcends ideological dogma and forces us to consider a real country, which does not appear in handbooks. Second, because it helps us to understand the framework in which all our efforts are taking place, and therefore to turn them into effective action in the construction of the homeland we want. This new framework we are living in we shall call here the Third Republic, and conceiving it all together is perhaps one of our most urgent duties.

Unlike the previous ones, in 1902 and 1959, in which a radical change of national institutions forced a complete reconstruction of the power structures, the Third Republic is now emerging from the Revolution disguised as total continuity. And the disguise is not too shabby, quite the opposite, the new Republic takes root in deep codes of sovereignty and social justice which only the Revolution epically managed to pick up from the most progressive aspirations of the people and bring them to the fore in the institutional praxis of the State. Continuity is therefore essential, not superficial or even purely structural; but absolutizing it is a disguise, it means denying an important part of what the new Cuba is coming to be.

The Third Republic is, very much, a break.

In the very establishment of the rule of law lies the original break. Attaining it implies a gradual process entailing the development of a legal culture forgotten by the citizens and by most institutions. This, which should decrease in great measure the degree of arbitrariness we live with on every level, if done right, will also change the type of single-person and vertical government of the Revolution to give way to another, with richer and more horizontal deliberations, propelling economic and social development in which true power is exercised from the bottom up by means of popular participation structures.

However, in order to do it right there must be an early understanding that such a path fundamentally depends on a constant confrontation between people and government. This confrontation is reminiscent in some aspects of the struggles typical of capitalism in representative republics, and it additionally has a very particular nature in our geopolitical context. History harshly warns us against governments not confronted by the popular classes, which, even under the rule of law, may very easily generate a horrifyingly unequal system.

Setting aside small and medium-sized private enterprise, which has earned the right to exist and has amply proven its social usefulness, the first thing will be to internalize something essential under the rule of law: government offices administer the national capital gain, but they do not own it. To put it more clearly, the wealth generated by the principal means of production in Cuba belongs to all the people and it is thus stated in the law. And it is fair, because that wealth is generated day after day by you and I, possibly with as much or even more sacrifice that the President, the ministers or the company managers.

The second thing is that, in order to manage that wealth, we use a participatory democracy we must acknowledge as highly experimental. It responds to our most progressive ideas of popular empowerment, but it lacks a successful model to imitate and it is therefore absolutely fundamental to keep it in continuous development. With it we choose from ourselves, without the need for pre-established platforms or affiliations, the citizens who are willing to serve us. That and nothing else is popular power, and that and nothing else is government: simple citizens chosen by ourselves, directly or indirectly, who are obliged to serve us on our terms, from the President to the last subordinate.

Where do the motives for confrontation come from then? They come from many places. They come, for example, from the very imperfection of the electoral system, from inflexible bureaucratic structures, and from the fact that representatives do not receive a salary that’s sufficient to make a decent living by doing only their jobs. All this causes that, in practice, the behavior of our representatives and leaders, even when they may have genuinely progressive ideas, does not easily adapt to the interests of the citizens they serve.

But more than anything, confrontation comes from something socialist practice taught us: even when doing nothing else than administering capital gain, leaders integrate a class with its own interests. It is a natural phenomenon, which can be studied and compensated, but it will always exist and it happens on all leadership and bureaucratic levels; with the additional support, in our case, of many structures and procedures inherited from the Revolution which, like the aberration of the candidacy committees, may go as far as contradicting the very essence of our participatory democracy.

In the face of this reality, the main resource for balance in the Third Republic must be active, organic and systematic confrontation between the people and the government. There must be no fear of confrontation; whether the term or the concept. On the contrary, it is only through the consolidation of a heterogeneous variety of channels for civic pressure that a true socialist balance may be achieved, where the inevitable divergence of opinions, visions and solutions among citizens and those who administer their wealth may find a productive and healthy course. The authoritarian norms of the revolutionary stage which are being broken in the Cuba of today tear with them the old, tacit social pact which rested on excessive trust in the leader and in the leadership of the State.

In the new circumstances, socialist confrontation between the people and the government is bound to make up the essential mechanism for mutual control. The new social pact will also have to be strong against an imperialist aggressiveness which marks the geopolitics of our context, and it will have the bigger challenge of not only not criminalizing social dissent, but to promote it and assimilate it. Mercenary attitudes shall be strictly understood on the basis of wages and material retribution described in the law, and the label shall not be used lightly and with impunity by the government. Dissent and confrontation turned into a weapon for popular organization and identification will generate transparency and legitimacy, promoting national economic development and facing with absolute uprightness the empire which threatens our sovereignty.

Assimilating confrontation will be our new strength, one which is more human, effective and revolutionary than uncritical unanimity.

It is time to understand that in our collective consciousness lies the individual responsibility for thought and action that we need in order to build a country where our children may grow old with dignity, in a sense wider than just sovereignty, health and education. The proliferation of formal and informal channels for participation, activism and accountability must be a pillar of the new republic, and it must so shield the spirit of the new social pact. It must be a social pact where the pursuit of old, unfulfilled aspirations and the recovery of conquests lacerated by the crisis of the last few years connects harmoniously with the social causes of modernity. It must be a pact wherein respect for and the guarantee of individual freedoms –many of them denied, rationed or unknown in the previous republics– may steer just and sustainable progress.

We must ask ourselves how to influence, how to exert pressure, how to participate with our individual insights in this transformation which is already underway; because the alternative is a top-down transformation, beyond the reach of a demobilized citizen, who is made obedient by an excess of unity and disinterested by a lack of empowerment. We must understand that, in this moment, the danger of apathy, intolerance and fanatical obedience is not only that they may delay economic development or the consecution of individual freedoms, but possibly that they may also bring about a costly regression in social justice, whose recovery may take generations.

Of that first time when the republic did not come to be, Martí tells us that Céspedes –perhaps our most self-sacrificing observer of the framework of constitutional law–, when often accused of doing all he could to oppose many of the Chamber’s laws, would answer thus: I am not facing the Chamber; I am facing history, I am facing my country and I am facing myself. It wasn’t only Céspedes, we all are.

(Translated from the original)

29 junio 2019 6 comentarios 432 vistas
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La Tercera República

por Egor Hockyms 25 junio 2019
escrito por Egor Hockyms

La tercera república de Cuba ya comenzó. Y si esto parece demasiado categórico, pongámoslo así: es muy probable que la intelectualidad vibrante y reflexiva que formarán nuestros hijos, nietos y biznietos, puesta a sistematizar la historia de Cuba, cierre el período de la Revolución en un punto que quizás acabamos de cruzar.

El momento exacto puede ser el pasado 10 de abril, fecha en que Cuba se declaró estado socialista de derecho a solo un año de la sustitución del último comandante de la Revolución en la máxima jefatura del Estado. Podría escogerse otra fecha, eventualmente una que aún no ha llegado, pero el 10 de abril parece adecuada porque, desestimando la posibilidad de una injerencia violenta que sumerja a Cuba en una guerra de imprevisibles consecuencias, la característica esencial de esta nueva etapa deberá ser justamente la del fortalecimiento del estado de derecho. Un fortalecimiento inevitable, porque no parece ya que en el futuro la legitimidad del Estado y el gobierno nacionales pueda radicar en otro lugar. No en el Partido o en la figura de los líderes.

Anticipar así esta perspectiva es útil por dos razones. Primero, porque pensar a Cuba desde el  futuro de nuestros hijos trasciende los dogmas ideológicos y nos fuerza a considerar un país real, que no aparece en los manuales. Segundo, porque ayuda a comprender el marco en el que nuestros esfuerzos todos se están desarrollando, y por tanto a hacer de ellos una acción efectiva en la construcción de la patria que queremos. A ese nuevo marco que estamos viviendo le llamaremos aquí la Tercera República, y pensarla entre todos es quizás uno de nuestros más impostergables deberes.

A diferencia de las anteriores, la de 1902 y la de 1959, en las que un cambio radical de las instituciones nacionales obligó a reconstruir desde cero las estructuras de poder, la Tercera República emerge ahora de la Revolución disfrazada de total continuidad. Y el disfraz no es torpe, muy al contrario, la nueva República se enraíza en profundas claves de soberanía y justicia social que solo la Revolución logró épicamente recoger de las aspiraciones más avanzadas del pueblo para ponerlas a plena luz en la praxis institucional del Estado. La continuidad es por tanto esencial, no superficial ni aún puramente estructural; pero absolutizarla es un disfraz, es negar una parte importante de lo que la nueva Cuba está siendo.

La Tercera República es, y en mucho, ruptura.

En el mismo establecimiento del estado de derecho radica la ruptura original. Lograrlo implica un proceso gradual que pasa por desarrollar una cultura jurídica olvidada por los ciudadanos y por la mayoría de las instituciones. Esto, que en buena medida debe disminuir el grado de arbitrariedad con el que convivimos a todos los niveles, si lo hacemos bien, cambiará además el tipo de gobierno vertical y unipersonal de la Revolución para dar paso a otro con deliberaciones más horizontales y ricas, impulsoras de un desarrollo económico y social donde el verdadero poder sea ejercido de abajo hacia arriba por medio de las estructuras de participación popular.

Pero para hacerlo bien hay que comprender tempranamente que ese camino depende en lo fundamental de una confrontación constante entre pueblo y gobierno. Una confrontación que en ciertos aspectos recuerda las luchas propias del capitalismo en las repúblicas representativas y que en nuestro contexto geopolítico tiene además una naturaleza muy particular. La historia nos previene duramente contra los gobiernos no confrontados por las clases populares, los cuales, aún en estados de derecho, pueden muy fácilmente generar un sistema horrorosamente desigual.

Poniendo a un lado la pequeña y mediana empresa privada, que se ha ganado el derecho a existir y demostrado con creces su utilidad social, lo primero será interiorizar algo esencial al estado socialista: los cargos del gobierno administran la plusvalía nacional, pero no son sus dueños. Dicho más claramente, la riqueza que generan los medios fundamentales de producción en Cuba pertenece a todo el pueblo y así se expresa en la ley. Y es justo, porque esa riqueza la generamos día a día tú y yo, eventualmente con tanto o más sacrificio que el presidente, los ministros y los gerentes de empresa.

Lo segundo es que, para administrar esa riqueza, usamos una democracia participativa que debemos reconocer como altamente experimental. Responde a nuestras ideas más avanzadas de empoderamiento popular, pero no tiene ningún modelo exitoso que imitar y por tanto es absolutamente fundamental mantenerla en continuo desarrollo. Con ella elegimos de entre nosotros, sin necesidad de programas ni filiaciones preestablecidas, a ciudadanos que estén dispuestos a servirnos. Eso y nada más es el poder popular y eso y nada más es el gobierno: simples ciudadanos elegidos por nosotros, directa o indirectamente, que están obligados a servirnos en nuestros términos, desde el presidente hasta el último subordinado.

De dónde vienen entonces los motivos de confrontación? De muchos lugares. Por ejemplo de la misma imperfección del sistema electoral, de estructuras burocráticas poco flexibles y de que los representantes no tengan un salario suficiente para poder llevar una vida digna haciendo solo su trabajo. Todo esto hace que en la práctica el comportamiento de nuestros representantes y directivos, aún cuando tengan ideas genuinamente progresistas, no se ajuste fácilmente a los intereses de los ciudadanos a los que sirve.

Pero más que nada la confrontación viene de algo que nos enseñó la práctica socialista: incluso solo administrando la plusvalía, los dirigentes forman una clase con intereses propios. Es un fenómeno natural, que se puede estudiar y compensar pero va a existir siempre y sucede a todos los niveles directivos y burocráticos; adicionalmente apoyado en nuestro caso por muchas estructuras y procedimientos heredados de la Revolución que, como la aberración de las comisiones de candidatura, llegan a veces a contradecir la esencia misma de nuestra democracia participativa.

Frente a esta realidad, el recurso fundamental de equilibrio en la Tercera República tiene que ser la confrontación activa, orgánica y sistemática entre el pueblo y el gobierno. No debe temerse la confrontación; ni el término ni el concepto. Al contrario, es solo mediante la consolidación de una heterogénea multiplicidad de canales de presión cívica que se puede lograr un verdadero equilibrio socialista donde la inevitable divergencia de opiniones, visiones y soluciones entre los ciudadanos y aquellos que administran sus riquezas, encuentre una canalización productiva y saludable. Los cánones autoritarios de la etapa revolucionaria que se rompen en la Cuba de hoy rompen con ellos el viejo pacto social tácito que descansaba en la confianza extrema en el líder y en la jefatura del estado.

La confrontación socialista entre pueblo y gobierno está llamada a formar en las nuevas circunstancias el mecanismo esencial de regulación mutua. El nuevo pacto social tendrá además que ser robusto frente a una agresividad imperialista que marca la geopolítica de nuestro contexto, y tendrá el reto mayor de no solo no criminalizar, sino promover y asimilar el disenso social. El mercenarismo deberá entenderse estrictamente sobre la base de sueldo y retribución material que recoge la ley, y el calificativo no podrá ser usado con ligereza e impunidad por parte del gobierno. El disenso y la confrontación convertidos en arma de organización e identificación popular, generarán transparencia y legitimidad, impulsando el desarrollo económico nacional y enfrentando con absoluta limpieza al imperio que amenaza nuestra soberanía.

Asimilar la confrontación será nuestra nueva fortaleza, una mucho más humana, efectiva y revolucionaria que la unanimidad acrítica.

Es hora de entender que en nuestra conciencia colectiva descansa la responsabilidad individual de pensamiento y acción que necesitamos para construir un país donde nuestros hijos envejezcan con dignidad, en el sentido amplio que no sólo es soberanía, salud y educación. La proliferación de vías formales e informales de participación, activismo y rendición de cuentas debe ser un pilar de la república nueva, y debe así blindar el espíritu del nuevo pacto social. Uno donde la persecución de viejos anhelos incumplidos y el rescate de las conquistas laceradas por la crisis de los últimos años conecte armónicamente con las causas sociales de la modernidad. Donde el respeto y la garantía de las libertades individuales, muchas de ellas negadas, racionadas o desconocidas en las repúblicas precedentes, marque el paso de un progreso justo y sostenible.

Debemos preguntarnos cómo influir, cómo presionar, cómo participar con nuestra perspectiva individual en esta transformación que ya está ocurriendo; porque la alternativa es una transformación de arriba hacia abajo, fuera del alcance de un ciudadano desmovilizado, que es obediente por exceso de unidad y desinteresado por falta de protagonismo. Debemos comprender que en este momento el peligro de la apatía, la intolerancia y la obediencia fanática no es simplemente el de retardar el desarrollo económico o la conquista de las libertades individuales, es también posiblemente el de un costoso retroceso de la justicia social cuyo rescate podría tomar generaciones.

De aquella primera vez en que la república no llegó a ser, cuenta Martí que Céspedes, quizá nuestro más sacrificado observador de los marcos de la legalidad constitucional, cuando se le acusaba a menudo de hacer todo lo posible contra muchas leyes de la Cámara respondía así: yo no estoy frente a la Cámara, yo estoy frente a la historia, frente a mi país y frente a mí mismo. No solo Céspedes, todos lo estamos.

25 junio 2019 21 comentarios 314 vistas
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