He leído opiniones críticas sobre un montón de películas cubanas porque, supuestamente, se quedan cortas: que por qué no se meten con barrios habaneros donde la policía no se atreve a entrar ni llaman a las cosas por su nombre, que constituyen meros juegos permitidos, etcétera. La idea subyacente es que una película cubana solo resulta auténtica si se lanza a criticar a fondo, tan a fondo que haga felices a los apocalípticos. No tiene que ser buena o bella, pero está obligada a ser fuerte.
Lo gracioso es que esa misma gente afirma que le encanta ir al cine a desconectar. Es la filosofía de que las películas americanas son de acción, espectáculo y cosas bonitas; las europeas clavos para intelectuales; las latinoamericanas no hay quien las vea porque solo saben hablar de la miseria (salvo, quizás, algunas comedias argentinas). Y las cubanas lo dicho, juegan con la cadena, pero no con el mono.
Vaya manera de hablar mierda. El arte es una cosa y un espejo otra. La realidad es un punto de partida, incluso en esas películas que se proclaman basadas en hechos reales. Ni siquiera el cine documental refleja la existencia cien por ciento; todo lo contrario, la manipula, pues hay tantas realidades como puntos de vista, y el director y el editor lo saben. Las películas funcionan y conmueven por el guion, las actuaciones y la fotografía, no porque el tema escogido legitime el esfuerzo de manera automática.
Por demás, asumir que un solar es más autóctono que un aula universitaria constituye una soberana tontería. Pero el solar es más representativo, dirán. ¿De qué? Y ¿por qué? ¿Acaso el arte es mera estadística? Pareciera que por ser cubanos estuviéramos condenados a hablar solo de jineteras, corrupción y sueños rotos, y lloriquear porque el sistema hace aguas, porque es lo que se espera de nosotros, porque nuestra cosmovisión no debe pasar de ahí. Absurdo. Nadie le exige al cine francés que hable exclusivamente de la violencia policial o del periódico auge de la extrema derecha.
La razón de este fenómeno probablemente radique en que el público le endilga al cine el rol que debe jugar y no ha jugado jamás el periodismo. Así, el cineasta ha de ser un Mesías de grado o por fuerza. Pero ni eso basta: unos cuantos estiman que el mero hecho de hacer arte en Cuba implica entrar por el aro del Gobierno. No solo eso, sino que por muy crítico que te muestres nunca lo serás lo suficiente, y encima le estás lavando la cara al régimen. Esa visión reduccionista ignora, además, la paradoja de que el arte absolutamente independiente es a la vez cautivo absoluto, dado que solo puede ser de desencanto y denuncia.
A ver, no se asuma a partir de lo antedicho que estoy contra el cine crítico, de cuestionamiento y rebeldía. Nuestra realidad es cada vez menos amable, y hay que abogar por el derecho a hacer la película que uno quiera hacer y, tema no menos importante, que una vez realizada, tenga la posibilidad de ser exhibida y distribuida sin importar que su contenido resulte incómodo o el enclave geográfico en que su director radique. Solo sostengo que no va a ser más auténtica o más cubana por eso. Mostrar las penurias del cubano de a pie es tan urgente como poner (sus) fantasías en escena. Una buena parte de mi propia obra indaga ferozmente en la realidad inmediata, y lo seguirá haciendo, buscando el nervio, según mi punto de vista. Eso no excluye hacer otras cosas, tocar otros temas. El artista debe meterse en candela, tiene que jugársela, pero también ha de buscar, siempre y en todas partes, la belleza. Negar lo primero conduce a la torre de marfil; negar lo segundo, al panfleto político.
Y es por eso que, desde la humildad que me caracteriza, propongo elevar la siguiente oración al cine cubano:
Protege, Señor, al cine nacional, hazlo libre y no dependiente de permisos y sospechas, hazlo fuerte y múltiple, y no supeditado a cómo amanecieron las hemorroides de la Autoridad.
Concédenos la Ley de Cine que reclamamos, y abre las oxidadas entendederas de la Autoridad, para que entienda que exigimos un derecho, no rogamos un favor.
Señor, ya puestos, concédenos también un ICAIC que perdure, sí, siempre que lo haga con centro en el cineasta y no en el funcionario;
un ICAIC donde la Autoridad esté siempre disponible y presta a ayudar, y no reunida, de viaje o en un curso de Cuadros;
un ICAIC donde la Autoridad se atreva a plantar cara a la Autoridad mayor, si es necesario para defender la causa de los cineastas, y no se limite a transmitir y generar evasivas;
un ICAIC que no pretenda erigirse en la única factoría de nuestro cine, porque hoy lo es menos que nunca; que no se esmere en regular y mantener a raya a las productoras independientes, sino que las comprenda y estimule;
un ICAIC pequeño, no un ICAIC colosal, pero eso sí, tecnológicamente competente, que pueda promover nuestro cine de acuerdo a los requerimientos del mundo de hoy.
Si te resulta muy difícil, Señor, devuélvenos al menos el ICAIC de los años dorados, ese ICAIC de apasionados y soñadores, donde una delegación que viajaba a una Muestra de Cine en cualquier país por ahí estaba integrada por cuatro cineastas y un funcionario, y no al revés.
Permítenos, Señor, conservar nuestro palmito de talento. No nos dejes caer en la tentación de hacer solo lo que esperan de nosotros, lo que vende o nos da likes; aléjanos de filmar exclusivamente la rabia y la contingencia. No te pedimos que fortalezcas nuestro amor al cine, porque mucho hay que amarlo para hacer cine en Cuba, y ni siquiera Tú puedes superar eso.
Señor, no te distraigas y mira pá cá, que te estoy hablando.
(Del Llano, MMXXIII)