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Carlos Ávila Villamar

Carlos Ávila Villamar

Escritor y analista cubano. Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana

hipocrita

Un ejército de hipócritas se crea de esta forma

por Carlos Ávila Villamar 31 marzo 2018
escrito por Carlos Ávila Villamar

Un ejército de hipócritas se puede crear. No he visto la película, así que no puedo decir si creo o no creo que ofenda la memoria de José Martí: ese no es el punto de estas líneas, de cualquier modo. Supongamos, para abreviar, que en efecto la película contenga una ofensa imperdonable, y que la decisión correcta haya sido olvidar la consecuencia natural de la censura, que es la publicitación involuntaria de obras que de otro modo hubieran pasado inadvertidas.

Imaginaré a continuación una situación de laboratorio, técnica que utilizo a menudo para tratar de entender asuntos que conlleven una implicación moral. Digamos que haya una película no financiada por el ICAIC que sea de principio a fin una ofensa a José Martí. Digamos que de ser censurada su visibilidad no pueda multiplicarse, porque en nuestro país de laboratorio las personas solo vean películas en los cines.

Digamos que no existan redes sociales o formato alguno por medio del cual la gente se entere que se hizo la película. Si fuera censurada y lo mereciera, y algún intelectual de segunda escribiera un artículo profundamente equivocado, defendiendo el estreno de la película, ¿sería lo correcto publicar el artículo?

Odio la partición de las discusiones en dos bandos, el odioso enfoque que dice que si no estás conmigo estás en mi contra.

En general no suelo opinar en los debates sobre la censura parcial o total de determinadas películas cubanas, porque no las puedo ver en los cines y me falta el morbo necesario como para conseguirlas en formato digital. Lo que sí me interesa es opinar sobre el enfoque que toma la mayoría de las discusiones al respecto, el odioso enfoque que dice que si no estás conmigo estás en mi contra.

Odio la partición de las discusiones en dos bandos, la de los imperialistas y la de los revolucionarios, la de los que dicen cosas porque el imperio les paga o porque son unos apátridas y la de los que sí defienden esto, ese estado abstracto de cosas que a menudo se confunde con un ente todavía más abstracto y complejo: la Revolución. Quiero decir, y pido al lector que me perdone si no está de acuerdo conmigo, que un borracho a veces tiene la opinión más sensata, y un profesor universitario la más equívoca.

El borracho no merecerá un diploma de licenciatura por ello, ni el profesor merecerá una expulsión, pero debe separarse la validez de una idea de la integridad moral del que la defiende. De lo contrario se cae en el debate interminable e infructífero que solo termina en el mutuo desprestigio de los contrincantes. Sé que esta separación puede parecer difícil, pero es necesaria, hace falta particularmente ahora.

Regresemos al ejemplo del pequeño intelectual que critique una decisión, supongamos que justa, de censurar tal película. Que ese pequeño intelectual esté equivocado no significa de modo axiomático que se trate de un apátrida, de un traidor, de un contrarrevolucionario, esa palabra engañosa y húmeda, que arribistas, ingenuos y corruptos se sienten en el derecho de usar, y que no pocas veces usan en teatrales, peligrosos despliegues de fervor.

A veces los traidores, los enemigos, tienen razón y nosotros somos los que estamos equivocados, y a su vez los nuestros deberían tener derecho a equivocarse sin que por esto alguien los llamara traidores. De lo contrario solo queda la estructura tonta de que siempre los llamados imperialistas están equivocados, y que los revolucionarios tienen la razón, y su reverso, que si alguien está equivocado es de seguro imperialista, y si alguien dice lo que uno quiere es que es revolucionario.

Este juego de palabras es una máquina de cometer errores, una máquina de frustrar revoluciones. Cuando una opinión, por errada que esté, no puede salir a la luz pública y se remite a una interioridad resentida, solo se está creando una falsa apariencia de calma. No dejar a alguien equivocarse en público no hace que las masas se adoctrinen, por el contrario, es el modo más fácil de crear un ejército de hipócritas.

Y no dudo que la situación de la Muestra parezca lejana a estos análisis, al menos a primera vista, pero yo nada más quiero saber qué artículo ha salido publicado en estos días que no coincida con la decisión del ICAIC. ¿Es casualidad? Lo digo porque la inmensa mayoría de las personas que conozco se opone firmemente a la decisión. Y quizás lo peor sea que ya nadie que se oponga haya intentado escribir, aunque lo pensara y lo comentara a puertas cerradas.

Me refiero dentro de los medios estatales, está claro. Y si la película en efecto realiza una ofensa tan terrible, y si en efecto se demuestra que lo moralmente correcto es censurarla, ¿por qué dar por sentado que una defensa equivocada va a eclipsar todas las contradefensas imaginables?

No dejar a alguien equivocarse en público no hace que las masas se adoctrinen, por el contrario, es el modo más fácil de crear un ejército de hipócritas.

Dos hechos me han llevado a escribir este artículo. El primero fue la no polémica tras la decisión del ICAIC. El segundo fue mucho más pequeño, pero creo que condensa todavía mejor lo que quiero decir. En Facebook vi un meme que se burlaba de los socialdemócratas, abajo una foto de Stalin rodeado de niños. Este hombre sí sabía qué hacer con los socialdemócratas, decía la publicación, que había provocado además una cascada de risas y aprobaciones.

Comenté molesto que alguien que se pusiera un nombre como «Fidelista por siempre» debía ser más responsable por las cosas que publicaba, y más teniendo en cuenta las ocasiones en las que se había intentado comparar la Revolución Cubana con el estalinismo, un régimen de cuyos crímenes la imagen de los comunistas todavía no logra desligarse. El compañero que publicó la fotografía de Stalin me acusó de disidente, de traidor, buscó en Google mi nombre y de tan solo ver que había publicado en OnCuba me tachó de mercenario, de lobo disfrazado de oveja, asumió que yo criticaba a la prensa estatal y que me daría miedo definirme como fidelista.

Lo invité a leer el artículo «Muchedumbres», publicado en la misma OnCuba, y lo reté a que me mostrara una sola línea en la que hubiera criticado a la prensa estatal. Acorralado y sin nada más que decir, terminó por llamarme arrogante. Sus últimas palabras fueron algo así como que iba por mal camino.

Las personas deben tener derecho a equivocarse en público.

Todos nos hemos topado con caricaturas semejantes en algún momento de nuestras vidas, que darían risa de no ser porque a menudo ostentan cargos altos y son las encargadas de tomar decisiones importantes en la vida del país. Su error principal no fue atacar a alguien a quien ni siquiera conocía: su error principal fue atacar personalmente al que pensaba diferente a él en vez de establecer un debate.

Tal vez yo era un agente de la CIA o un corresponsal de El Nuevo Herald, eso no debería importar, lo que debería importar era lo que yo había dicho, deberíamos separar las ideas de aquellos que las enuncian, debió haber defendido su postura o haber encontrado los fallos de la mía. Lo más gracioso de todo es que yo me alejo enormemente de las ideas socialdemócratas, pero mi modo de alejarme es discutirlas, no tratar de hacer como si no existieran. Creo que las personas deben tener derecho a equivocarse en público, desde el momento en el que no lo tienen, yo siento que he perdido el derecho a tener la razón.

Tomado de: La Trinchera

31 marzo 2018 53 comentarios 346 vistas
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Y quizás, Norcorea nos sobreviva

por Carlos Ávila Villamar 17 febrero 2018
escrito por Carlos Ávila Villamar

Creo que nos encontramos en un punto inédito en la civilización, a partir del cual un poder puede hacerse prácticamente inexpugnable, puede sofisticarse hasta abolir cualquier amenaza interna o externa, valiéndose fundamentalmente de la tecnología. Estados Unidos nunca atacará a Corea del Norte, ni lo hará Japón, mucho menos Corea del Sur. Todas las maniobras militares actuales constituyen teatralidades, entretenimiento para los noticiarios, distracciones, a fin de cuentas. Corea del Norte tampoco atacará a nadie, o al menos no perpetrará ninguna agresión lo suficientemente directa como para ameritar una invasión extranjera.

Tampoco hay amenazas internas para el poder norcoreano, ni siquiera en períodos de hambruna se ha tambaleado su fuerza, por la sencilla razón de que a diferencia de otros países, los dirigentes norcoreanos están en condiciones de no rendir cuentas a nadie, la injerencia gubernamental en la vida doméstica, la fuerza represiva, están ya tan normalizadas, tan impregnadas en la cultura, que nada va a provocar un levantamiento masivo, un reclamo popular, y las conspiraciones minoritarias son tan fácilmente detectables en la actualidad, que no producirán más que risa a los órganos de seguridad norcoreanos. Sin importar lo que ocurra en el resto del mundo durante este siglo, el poder norcoreano permanecerá inmutable.

Los defensores del capitalismo usan el amuleto norcoreano para alejar a los ciudadanos más neutros del pensamiento marxista. Los defensores del socialismo declaran que lo que los norcoreanos hacen no tiene nada que ver con el marxismo, y en general la respuesta ante cada noticia que sale del país es un suspiro de pena por el pueblo norcoreano, pobre gente, infelices que tienen que alabar a sus dioses terrenales día tras día, y que no conocen lo que es un buen jacuzzi o una película norteamericana. Es bien conocido que las personas adoran sentir pena por otras personas, lo hallan estimulante para sí mismas.

Lo primero que debe entender el lector es que los norcoreanos se han asegurado de poner en práctica muchos principios que ni siquiera los fascistas alemanes, por falta de tiempo, se atrevieron a ejecutar, por ejemplo, su organización urbana. Nadie puede salir o entrar de Pyongyang sin autorización, lo que sus ciudadanos ven es lo que se espera que vean, los rascacielos, las calles limpias y cuidadas, un país que dentro de lo posible prospera.

Los sectores más útiles, científicos, militares, funcionarios, permanecen en una relativa comodidad, probablemente ni siquiera sospechen cómo es la vida en los campos norcoreanos, o en la populosa Seúl. Los turistas occidentales hoy visitan Pyongyang y se maravillan de lo bien que luce la ciudad, de lo feliz que luce la gente, y se preguntan si de verdad son felices o solo están actuando. Ingenuos turistas, ellos son felices, viven vidas pacíficas y honestas. No anhelan lo que tenemos porque no saben que existe, tal como nuestros ancestros eran felices sin tener teléfonos inteligentes. El hombre se piensa en base a la comparación.

Los cubanos conviven diariamente con la angustia del subdesarrollo, ven lo que los norteamericanos tienen, se sienten inferiores, no así los norcoreanos de Pyongyang, ni los de ninguna parte. La organización de cada centro urbano responde a una jerarquía vertical, pero cada eslabón tiene los ojos vendados, no sabe que los otros existen. Ahí está la diabólica clave de la estabilidad norcoreana, hace sentir a cada eslabón como si estuviera en la cima. De vez en cuando ocurrirán fallas, está claro, y esas fallas se corregirán con una frialdad que quizás a nosotros nos espante, sin embargo, para ellos será ordinaria, intrascendente.

La Unión Soviética, en cuanto relajó el control sobre los ciudadanos y abrió sus puertas a la cultura occidental, se vio perdida, se vio montada en un tren del que ya no podía bajarse, Gorbachov no se dio cuenta de que el aislamiento cultural era la última membrana que dejaba a su poder seguir existiendo. Kim Il Sung fue mucho más precavido, y ni siquiera la muerte por hambre de decenas de miles de sus ciudadanos lo haría cambiar de opinión.

Los crímenes cometidos en Corea del Norte a conciencia, probablemente recaigan en un puñado de funcionarios y militares. La gran mayoría del pueblo probablemente crea, libre de culpas, en la justicia de su causa. Es creencia común que es preferible un país lleno de corruptos pequeños a un país totalitario con tres o cuatro grandes corruptos. Esto no es del todo cierto: un país lleno de pequeños corruptos sigue produciendo pequeños corruptos, envenena el alma colectiva, alimenta la ambición secreta de cada ciudadano, sin embargo, un país que reduzca la corrupción a un solo hombre hipotético, a un corrupto total, será en sí menos tóxico y quizás hasta más habitable, porque su pecado seguiría contando como el pecado de un solo hombre.

Disculpe el lector si mi punto resulta demasiado incómodo, pero es la verdad. Cuba tiene una pirámide con la punta limpia y las bases enfangadas: más oscura, pero también más fácil de arreglar, es una pirámide con la punta enfangada y las bases limpias. Para arreglarla bastarían, digamos, tantas balas como las que caben un revólver común y corriente.

No olvidemos ni por un instante que todo aquello que consideramos atroz en el mundo parte de convenciones culturales. El hombre es el único animal con cultura, es decir, con herencia no genética, es el único animal que a tal punto imita o reproduce comportamientos complejos de sus semejantes. Una cebra hereda las rayas de sus antepasados sin importar que nazca aislada de las otras cebras, sin embargo el hombre hereda la noción de lo justo y lo injusto en tanto se la transmitan otros hombres.

La noción de lo justo o lo injusto parte de la interiorización de leyes de convivencia, y a veces de una que otra inclinación animal como la empatía o el amor. Las leyes dependen de la cultura, no son universales o categóricas. Algo que nos parece tan elemental como la condena a la violencia contra la mujer surge en épocas recientes, y solo gracias a la reutilización que hizo el feminismo del principio caballeresco, paradójicamente patriarcal, que considera injusto el uso de la fuerza en condiciones de desventaja. Tal como es indigno de un noble atacar con un arma a un desarmado, resulta indigno atacar a un género naturalmente débil.

Por supuesto, me opongo tanto como el lector a la violencia contra la mujer, porque lo curioso de los principios morales es que sin importar qué tan arbitrarios o azarosos resulten, siguen actuando en lo más profundo de nosotros. La moral es tan cambiante y tan rastreable en diacronía como los idiomas, pero tal como los idiomas, se cargan de un fetichismo imbatible en sincronía. Pues bien, los norcoreanos, producto de sus singulares condiciones, han desarrollado una moral que para nosotros es aberrada.

El ritual diario de culto a la personalidad tal vez sea ligeramente tedioso, en algunos momentos de la intimidad del norcoreano, pero no más de lo que quizás resulte para nosotros un corte televisivo con comerciales. La malignidad del culto en sí será para ellos inconcebible, tal como para nosotros es inconcebible el culto de no poder comer ciertos animales, a causa de pertenecer a una religión. Y el encarcelamiento de una persona por un comentario ofensivo al líder quizás cause molestias y tristezas para sus familiares, pero probablemente no más molestias y tristezas de las que causaría un encarcelamiento por robo o evasión de impuestos, en los que no condenamos la ley en sí, sino tal vez a un amigo que delató, o a la mala educación del padre, que era un alcohólico.

La cultura norcoreana es tan cerrada, tan fuerte, que un número insospechado de los ciudadanos que arriesgan su vida para huir a Corea del Sur suelen arrepentirse a los pocos meses de llegar, y desean regresar a su país.

El procedimiento generador de cultura, las personas que idean los mecanismos bajo los cuales funciona la sociedad norcoreana, sin duda se verán malignos ante nuestros ojos, pero al final toda sociedad es parcialmente determinada a consciencia por una minoría, a veces por una minoría que vivió hace cientos, miles de años. Las formas culturales se propagan por inercia como olas en la superficie del agua. Toda cultura es fetichista, toda cultura necesita luchar por cosas que en realidad no existen.

Los norcoreanos de Pyongyang, que desconocerán las dolencias de las regiones más oscuras y terribles de su país, están sometidos a un engaño similar al de un individuo occidental, que desconoce que sus comodidades son el producto, en buena parte, de los crímenes de sus ancestros, o tal vez incluso de sus contemporáneos. Somos hijos de los romanos, que sometieron y esclavizaron al resto de los pueblos, somos hijos de los españoles, que asesinaron en América más personas de las que el fascismo alemán asesinó en Europa, el desarrollo de la humanidad costó muchísima sangre, nuestra comodidad es una burbuja en el tiempo, y a veces en el espacio. La ceguera de los norcoreanos de Pyongyang, por mucho que nos duela, si la vemos con suficiente detenimiento, no hace otra cosa que revelarnos la nuestra.

El mundo es monstruoso y necesitamos creer en la irrebatibilidad de ciertos principios, por azarosos que resulten. Esa es nuestra única garantía de orden y de sentido sobre el mundo. Más le vale a los norcoreanos no pensar en nosotros, y más nos vale a nosotros no pensar en ellos. Aislada y perpetua, Norcorea en la práctica pudiera estar situada en otro planeta, solo un Dios que no concebimos sería capaz de juzgarla, como un naturalista impasible que tome notas sobre la vida y la muerte de distintas especies de plantas durante el paso de los siglos.

Tomado de: La Trinchera

17 febrero 2018 36 comentarios 339 vistas
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