Nadie lo dude: Lula es uno de los políticos más notables de su tiempo y tiene en su haber al menos dos récords que merecen ser comentados. El ex obrero metalúrgico, con apenas sexto grado de escolaridad y otrora líder sindical, es el único expresidente que regresa al Palacio do Planalto para cumplir un tercer mandato. Además, es el candidato a la presidencia que más votos recibió desde la redemocratización, en 1989.
La grave fractura que hoy exhibe la sociedad brasileña es resultado de varios factores. Entre ellos: el ascenso del populismo de extrema derecha en Europa y Estados Unidos y, hay que reconocerlo, el rechazo de buena parte del electorado brasileño a la participación del Partido de los Trabajadores (PT) y sus aliados políticos en una saga de escándalos de corrupción que deterioraron no solo su imagen, sino que también restaron credibilidad a los políticos y la política institucional como vías para resolver los problemas de la nación, sin los aventurerismos autoritarios del pasado.
La prisión de Lula en julio de 2017, luego de ser condenado por el entonces juez Sergio Moro (antilulista confeso, hoy senador electo) por lavado de dinero y corrupción pasiva, fortaleció la narrativa que defendía una presunta sinonimia entre PT-izquierda y corrupción.
Con el principal referente de la izquierda tras las rejas, la expansión del antipetismo y la debilidad de los partidos de centroderecha tradicionales —como el Partido Socialdemócrata Brasileño (PSDB), de Fernando Henrique Cardoso, José Serra y Aécio Neves—, se allanó el camino para que Jair Bolsonaro —diputado federal cuasi irrelevante que devino caudillo de la lucha contra la corrupción, el PT, la izquierda, y el marxismo; y defensor de valores conservadores, la familia, el neoliberalismo y la religión—, llegase por medio de las urnas a la máxima magistratura.
En lo político, la gestión de Bolsonaro se caracterizó por la demonización de la izquierda y los movimientos sociales progresistas, la normalización de discursos machistas y homofóbicos, la degradación de valores democráticos y republicanos; la conducción de las relaciones internacionales con base en la afinidad ideológica con gobiernos de derecha y no en los intereses nacionales de Brasil. También fueron constantes los embates entre el poder ejecutivo y el judicial, que con más o menos firmeza, dependiendo de la ocasión y del juez actuante, contuvo las afrentas de Bolsonaro a la Constitución y las leyes.
En lo social, Bolsonaro se empeñó en degradar la educación pública superior y el sector de la cultura, bastiones históricos, según su perspectiva, de la izquierda y las fuerzas vivas democráticas de Brasil. Ante la imposibilidad de ejecutar la depuración ideológica de las universidades federales, expulsando a los docentes marxistas y progresistas, el gobierno disminuyó gradualmente el financiamiento a esos centros de educación superior para precarizar y, en algunos inviabilizar, programas de docencia, investigación y extensión.
La transformación del Ministerio de la Cultura en una secretaría del Ministerio de Turismo, dirigida por abanderados de lo más rancio del conservadurismo brasileño, y el recorte de fondos destinados a la producción artística y cultural, así como los intentos de instrumentalizar la cultura, alterando leyes de incentivo y apoyando institucionalmente a artistas y agrupaciones afines al poder; forman parte del legado del gobierno de Bolsonaro.
Otras de las herencias nefastas que su gestión deja al pueblo brasileño y al mundo, fue el aumento de la deforestación en la región amazónica, en razón de incendios forestales intencionales, invasión de tierras indígenas y áreas protegidas; obstaculización del trabajo de los órganos de inspección ambiental y aliento desde el poder a actividades agropecuarias y de minería irregulares.
Debo mencionar que la muerte de más de 600 mil personas y el caos por falta de oxígeno en ciudades como la norteña Manaos, fue resultado de la irresponsabilidad gubernamental y social durante el enfrentamiento a la pandemia de COVID-19 y del negacionismo de un líder que no escuchó ni acató las recomendaciones de las entidades sanitarias locales e internacionales (uso de mascarilla, distanciamiento social y vacunación).

Lula y Bolsonaro durante un debate en São Paulo, el 16 de octubre de 2022.
(Foto: Mariana Greif/Reuters)
En ese contexto caótico, Jair Bolsonaro fue responsable de no haber destinado a tiempo recursos federales suficientes para expandir el número de camas y salas de terapia intensiva en los hospitales del Sistema Único de Salud (SUS), y de no financiar a universidades y centros de investigación capaces de producir vacunas contra el coronavirus.
Al borde del colapso, gobernadores de estados, alcaldes, entidades médicas e integrantes de los poderes legislativo y judicial, se movilizaron para asumir, a contracorriente del ejecutivo federal, el combate a la pandemia más devastadora desde la gripe española. En la práctica, los estados enfrentaron la pandemia como si fueran países independientes, al punto de manifestar intenciones de adquirir vacunas producidas por laboratorios extranjeros sin la mediación de un Ministerio de Salud que solo se interesó cuando vio que podía ser redituable para la futura campaña por la reelección del presidente.
Paradójicamente, Jair Bolsonaro también defraudó a una parte del empresariado brasileño al incumplir su promesa de entregar a la gestión privada empresas públicas fundamentales, como Petrobras y la Empresa Brasileña de Correos. Defensor, solo al inicio, de un amplio programa de privatizaciones, concluye su mandado no como un estatista convicto, sino como alguien que, al igual que sus antecesores, utilizó la distribución de cargos de dirección en las compañías estatales para comprar apoyo político en el Congreso, incurriendo en la misma corrupción política que prometió combatir.
Bolsonaro deja una nación dividida ideológica y políticamente, vulnerable en lo económico y devastada en lo social. Además de las decenas de miles de fallecidos por el Covid-19; el aumento de la extrema pobreza, visible incluso en los centros urbanos del país, y del hambre que hoy afecta a cerca de treinta millones de ciudadanos en uno de los tres países del mundo que más produce y exporta alimentos, son parte del legado que el próximo gobierno deberá revertir.
El regreso de Lula
Después de una intensa batalla jurídica, en junio de 2021 el Tribunal Supremo de Brasil restableció la presunción de inocencia de Lula al anular las sentencias por las que estuvo 580 días preso. Ocho de los once magistrados de esa corte entendieron que el juez Moro había violado el principio de imparcialidad durante el proceso contra el ex presidente, con intención de impedir que el líder del PT disputase la elección de 2018.
Tras la histórica decisión, Lula fue excarcelado y sus derechos políticos restablecidos. Unos de los momentos más importantes del retorno del expresidente al quehacer político, fue la gira que en noviembre de 2021 lo llevó a Alemania, Francia, Bélgica y España. Allí fue recibido por líderes políticos y parlamentarios. Asimismo, fue entrevistado por diversos medios de comunicación interesados en su resurrección política y su visión del Brasil actual y futuro.
Desde el Parlamento Europeo, en Bruselas, Lula afirmó que los problemas de Brasil tenían solución «a pesar del proyecto de destrucción puesto en práctica por un bando de extrema derecha sin la menor idea de lo que es cuidar de un país y de su pueblo», y agregó que durante sus dos mandatos el país se convirtió en la sexta economía mundial y un ejemplo de la posibilidad de «superar la extrema pobreza y el hambre, con total respeto a la democracia y dentro de un corto espacio de tiempo».
Consciente y optimista por los triunfos de candidatos y partidos progresistas en diversos países, Lula anticipó que así como en los vecinos Argentina, Chile y Perú, en 2023 la izquierda volvería al poder; también Brasil por la vía democrática volvería «a ser una fuerza positiva en el mundo».
La gira contribuyó a consolidar su liderazgo y dejó abierta la puerta para fortalecer relaciones comerciales, políticas y de cooperación con la Unión Europea, que se alejó de Brasil en virtud de la despreocupación del gobierno de Bolsonaro con el cuidado del medio ambiente.

Jair Bolsonaro durante un acto de campaña para las elecciones en Brasil.
(Foto: André Borges, Bloomberg)
El Encantador de Serpientes
La victoria jurídica en el STF y las evidencias de mala fe del juez Sergio Moro no fueron suficientes, sin embargo, para revertir el desgaste de la imagen de Lula y del PT ante amplios segmentos de la sociedad brasileña, favorables o cooptados por la extrema derecha.
La percepción de que el orden democrático configurado en la Constitución de 1988 estaba siendo degradado por el comportamiento autocrático del actual presidente, la identificación de miembros del Gobierno con el ideario fascista, la promoción de la compra de armas, incluyendo fusiles de asalto, y el irrespeto del mandatario al poder judicial; encendieron las alarmas de los demócratas brasileños de todos los cleros políticos. Bolsonaro, el hombre con la misión de apaciguar al PT y reducir el poder de movilización social, se convirtió en una amenaza a la continuidad del Estado democrático de derecho.
En una entrevista concedida al diario español El País, Lula afirmó sin tapujos que si volvía a la presidencia, el resultado de su eventual gestión podía ser inferior a lo logrado en sus dos mandatos consecutivos y que su principal temor era no cumplir dos objetivos: recuperar el prestigio internacional de Brasil y lograr que el pueblo comiera tres veces al día. Para alcanzar sus propósitos urgía construir un programa político concebido en alianza con otras personas, más allá de la izquierda, pues además de ganar las elecciones necesitaba poder gobernar.
Anticipando el resultado de las votaciones para diputados y senadores, Lula advirtió que el PT no conseguiría mayoría en ambas cámara del Congreso Federal y, por tanto, tendría que negociar con los futuros parlamentarios, pues en eso consiste la política.
Consciente de que el PT y la izquierda no tenían fuerza suficiente, y de la necesidad de constituir un frente que agrupase a las fuerzas políticas democráticas interesadas en derrotar a Bolsonaro en 2022, Lula construyó una alianza con políticos de centroderecha como su antiguo adversario Geraldo Alckmin, quien gobernó en tres ocasiones el estado de São Paulo, fue presidente del Partido Socialdemócrata Brasileño y candidato a la presidencia dos ocasiones por esa misma formación.
Semanas antes de la segunda vuelta de la elección presidencial, el Encantador de Serpientes —epíteto con el que sus adversarios reconocen la capacidad de Lula para articular alianzas con figuras políticas distantes de muchos de los principios defendidos por el PT—, consiguió el apoyo de prestigiosos economistas liberales como Armínio Fraga, Edmar Bacha, Pedro Malan e Persio Arida, integrantes del equipo responsable por la ejecución en febrero de 1994 del plan que implementó al real como moneda nacional y controló los constantes aumentos de la inflación.
En paralelo, Lula recibió el apoyo explícito de la senadora Simone Tebet, del centroderechista Movimiento Democrático Brasileño (MDB). Jurista y profesora universitaria que lanzó su candidatura a la presidencia y obtuvo el tercer lugar con 4.915.423 (4,16%), Tebet participó en varios actos públicos con el expresidente para convencer a los electores de la necesidad de preservar la democracia, independientemente de divergencias ideológicas, políticas y partidarias.
El frente democrático liderado por Lula sumó el respaldo de los ex presidentes José Sarney y Fernando Henrique Cardoso; de exministros del Supremo Tribunal Federal, de académicos, artistas y empresarios. Todo esfuerzo era poco, ya que hasta la víspera de la segunda vuelta los sondeos indicaban que la victoria de Lula sobre Bolsonaro, de ocurrir, sería por un margen estrecho.
Es importante señalar que diversos sondeos también indicaron un aumento del apoyo a la gestión del gobierno de Bolsonaro semanas antes de la elección presidencial. Ese movimiento pudo ser alentado por la disminución artificial del precio de los combustibles y la revitalización de políticas de redistribución de renta, como el Auxilio Brasil (ayuda financiera a familias en situación de pobreza).
Convencido de que usar la distribución de recursos públicos para ganar votos sería insuficiente para vencer, Bolsonaro no se opuso a la divulgación de información tendenciosa y noticias falsas con la intención de desprestigiar a Lula. La campaña de desinformación promovida por el bolsonarismo llegó a tal punto, que el Tribunal Superior Electoral determinó en más de una ocasión la retirada de contenidos falsos y difamatorios que circulaban en diversas plataformas digitales, y otorgó derecho de réplica a los afectados por frecuentes fusilamientos de reputación online.
No hay dudas de que el ambiente virtual fue el principal campo de batalla entre los aspirantes a ocupar la Presidencia. Imposición de baños unisex en centros educacionales, legalización total del uso de drogas, clausura de templos religiosos y la ya habitual afirmación de que con Lula, Brasil se convertiría en una nueva Venezuela; fueron tan solo algunas de las mentiras que los influenciadores digitales bolsonaristas echaron a rodar en redes sociales para minar las posibilidades del candidato de izquierda.
Los asesores de Lula, por su parte, recordaban los vínculos de Bolsonaro con grupos paramilitares de Río de Janeiro, sus discursos abiertamente misóginos y homofóbicos y acusaban de genocidio contra el pueblo brasileño la inacción del gobierno durante la pandemia.
Al mismo tiempo, la contienda electoral se convirtió una suerte de guerra santa en la que los dos candidatos se esforzaron para ganar el favor de los integrantes de diversas denominaciones cristianas. Mientras Bolsonaro contaba con amplio apoyo de las iglesias evangélicas y de segmentos del catolicismo más conservador; Lula, que en el pasado también fue aliado de parte de ese sector optó, si bien tardíamente, por divulgar una «Carta a los Evangélicos», en la que reiteró su compromiso con la libertad de credo, dejó claro que no era un defensor del aborto y que su legalización, total o no, era atribución del poder legislativo, e invitó a iglesias y comunidades religiosas a ser partícipes de la implementación de políticas públicas para combatir la adicción a las drogas.
En una disputa en que mentiras y tergiversaciones en el ambiente virtual se normalizaron, la misiva a los religiosos fue un gesto imprescindible, en aras de minimizar los efectos perniciosos del bombardeo de fake news que presentaban a Lula como un enemigo de la libertad religiosa y de los valores cristianos.
Una victoria ajustada
Maestros del juego sucio, los bolsonaristas ejecutaron acciones para evitar la victoria de Lula. El propio 30 de octubre, agentes de la Policía Federal de Carreteras se articularan para impedir que ómnibus llegaran a los locales de votación, sobre todo en estados considerados bastiones del PT. La rápida intervención del presidente del Tribunal Supremo Electoral, Alexandre de Moraes, y la resistencia de los electores, frustró el plan de la extrema derecha. Según el propio Moraes, al cierre de los colegios electorales más de 150 mil ciudadanos pudieron ejercer su derecho al voto en todos los municipios (más de 5 500) del país.
Justo al filo de las ocho de la noche, el Instituto Datafolha proyectó la victoria del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Minutos después, los números divulgados en tiempo real por el Tribunal Superior Electoral confirmaron que, con el 51,9% de los votos válidos, Lula ocuparía, por la tercera vez, la presidencia de la mayor economía de América Latina.
Aún derrotado, Bolsonaro consiguió el 49,1% de los votos, lo que reafirma la amplísima base social con que cuenta la ultraderecha en el país, también representada en la composición de la próxima legislatura federal. El estrecho margen (2 139 645 votos) por el que Lula venció al actual presidente, constata el agravamiento de la polarización durante la gestión de Bolsonaro. Polarización que se expresa en el auge del conservadurismo, los fundamentalismos religiosos, la intolerancia y la violencia política.
El futuro gobierno de Lula tiene ante sí grandes desafíos. El primero de muchos será que el traspaso de poderes cumpla con las formalidades de la ley y ocurra en armonía. En segundo lugar, poder gobernar. Lula tendrá que montar un gabinete en el que estén representadas las diversas fuerzas políticas que contribuyeron a la victoria. Conciliar los intereses, objetivos y puntos de vista de progresistas y liberales no será fácil, pero es imprescindible para la funcionabilidad del poder ejecutivo. El tercer desafío político será negociar con un parlamento en el que no tiene ni tendrá mayoría a favor de su programa de gobierno. Cuarto, fortalecer las relaciones de Brasil con el resto del mundo, por medio de una diplomacia pautada por los intereses nacionales y no por la ideología del partido en el poder.
En lo social, los mayores retos serán los males heredados del bolsonarismo, el combate al hambre, la pobreza y la desigualdad. Al mismo tiempo, el nuevo gobierno deberá priorizar el rescate de políticas públicas que ampliaron al acceso de familias de baja renta al empleo, la educación técnica y superior y la vivienda. Para lograr todo eso, he aquí otro reto: la nueva administración tendrá que incentivar el crecimiento económico, la responsabilidad fiscal y el cuidado del medio ambiente, pues de ello depende el aumento de inversiones extranjeras, especialmente europeas, en Brasil.
El fenómeno que hoy denominamos bolsonarismo ha incidido en el deterioro de los valores republicanos y de las normas de convivencia social que garantizaron en las últimas tres décadas un mínimo de armonía entre los habitantes de un país tan diverso y plural como Brasil. Luchar contra él, es tal vez el mayor desafío, no solo de Lula con sus habilidades para encantar serpientes, sino de todo el campo democrático brasileño.