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Alexei Padilla Herrera

Alexei Padilla Herrera

Comunicador Social, profesor e investigador. Máster en Comunicación Social por la Universidad Federal de Minas Gerais

Lula

La victoria de Lula y la continuidad del bolsonarismo

por Alexei Padilla Herrera 3 noviembre 2022
escrito por Alexei Padilla Herrera

Nadie lo dude: Lula es uno de los políticos más notables de su tiempo y tiene en su haber al menos dos récords que merecen ser comentados. El ex obrero metalúrgico, con apenas sexto grado de escolaridad y otrora líder sindical, es el único expresidente que regresa al Palacio do Planalto para cumplir un tercer mandato. Además, es el candidato a la presidencia que más votos recibió desde la redemocratización, en 1989.

La grave fractura que hoy exhibe la sociedad brasileña es resultado de varios factores. Entre ellos: el ascenso del populismo de extrema derecha en Europa y Estados Unidos y, hay que reconocerlo, el rechazo de buena parte del electorado brasileño a la participación del Partido de los Trabajadores (PT) y sus aliados políticos en una saga de escándalos de corrupción que deterioraron no solo su imagen, sino que también restaron credibilidad a los políticos y la política institucional como vías para resolver los problemas de la nación, sin los aventurerismos autoritarios del pasado.

La prisión de Lula en julio de 2017, luego de ser condenado por el entonces juez Sergio Moro (antilulista confeso, hoy senador electo) por lavado de dinero y corrupción pasiva, fortaleció la narrativa que defendía una presunta sinonimia entre PT-izquierda y corrupción.

Con el principal referente de la izquierda tras las rejas, la expansión del antipetismo y la debilidad de los partidos de centroderecha tradicionales —como el Partido Socialdemócrata Brasileño (PSDB), de Fernando Henrique Cardoso, José Serra y Aécio Neves—, se allanó el camino para que Jair Bolsonaro —diputado federal cuasi irrelevante que devino caudillo de la lucha contra la corrupción, el PT, la izquierda, y el marxismo; y defensor de valores conservadores, la familia, el neoliberalismo y la religión—, llegase por medio de las urnas a la máxima magistratura.

En lo político, la gestión de Bolsonaro se caracterizó por la demonización de la izquierda y los movimientos sociales progresistas, la normalización de discursos machistas y homofóbicos, la degradación de valores democráticos y republicanos; la conducción de las relaciones internacionales con base en la afinidad ideológica con gobiernos de derecha y no en los intereses nacionales de Brasil. También fueron constantes los embates entre el poder ejecutivo y el judicial, que con más o menos firmeza, dependiendo de la ocasión y del juez actuante, contuvo las afrentas de Bolsonaro a la Constitución y las leyes.

En lo social, Bolsonaro se empeñó en degradar la educación pública superior y el sector de la cultura, bastiones históricos, según su perspectiva, de la izquierda y las fuerzas vivas democráticas de Brasil. Ante la imposibilidad de ejecutar la depuración ideológica de las universidades federales, expulsando a los docentes marxistas y progresistas, el gobierno disminuyó gradualmente el financiamiento a esos centros de educación superior para precarizar y, en algunos inviabilizar, programas de docencia, investigación y extensión.

La transformación del Ministerio de la Cultura en una secretaría del Ministerio de Turismo, dirigida por abanderados de lo más rancio del conservadurismo brasileño, y el recorte de fondos destinados a la producción artística y cultural, así como los intentos de instrumentalizar la cultura, alterando leyes de incentivo y apoyando institucionalmente a artistas y agrupaciones afines al poder; forman parte del legado del gobierno de Bolsonaro.

Otras de las herencias nefastas que su gestión deja al pueblo brasileño y al mundo, fue el aumento de la deforestación en la región amazónica, en razón de incendios forestales intencionales, invasión de tierras indígenas y áreas protegidas; obstaculización del trabajo de los órganos de inspección ambiental y aliento desde el poder a actividades agropecuarias y de minería irregulares.

Debo mencionar que la muerte de más de 600 mil personas y el caos por falta de oxígeno en ciudades como la norteña Manaos, fue resultado de la irresponsabilidad gubernamental y social durante el enfrentamiento a la pandemia de COVID-19 y del negacionismo de un líder que no escuchó ni acató las recomendaciones de las entidades sanitarias locales e internacionales (uso de mascarilla, distanciamiento social y vacunación).

Lula

Lula y Bolsonaro durante un debate en São Paulo, el 16 de octubre de 2022.
(Foto: Mariana Greif/Reuters)

En ese contexto caótico, Jair Bolsonaro fue responsable de no haber destinado a tiempo recursos federales suficientes para expandir el número de camas y salas de terapia intensiva en los hospitales del Sistema Único de Salud (SUS), y de no financiar a universidades y centros de investigación capaces de producir vacunas contra el coronavirus.

Al borde del colapso, gobernadores de estados, alcaldes, entidades médicas e integrantes de los poderes legislativo y judicial, se movilizaron para asumir, a contracorriente del ejecutivo federal, el combate a la pandemia más devastadora desde la gripe española. En la práctica, los estados enfrentaron la pandemia como si fueran países independientes, al punto de manifestar intenciones de adquirir vacunas producidas por laboratorios extranjeros sin la mediación de un Ministerio de Salud que solo se interesó cuando vio que podía ser redituable para la futura campaña por la reelección del presidente.  

Paradójicamente, Jair Bolsonaro también defraudó a una parte del empresariado brasileño al incumplir su promesa de entregar a la gestión privada empresas públicas fundamentales, como Petrobras y la Empresa Brasileña de Correos. Defensor, solo al inicio, de un amplio programa de privatizaciones, concluye su mandado no como un estatista convicto, sino como alguien que, al igual que sus antecesores, utilizó la distribución de cargos de dirección en las compañías estatales para comprar apoyo político en el Congreso, incurriendo en la misma corrupción política que prometió combatir.

Bolsonaro deja una nación dividida ideológica y políticamente, vulnerable en lo económico y devastada en lo social. Además de las decenas de miles de fallecidos por el Covid-19; el aumento de la extrema pobreza, visible incluso en los centros urbanos del país, y del hambre que hoy afecta a cerca de treinta millones de ciudadanos en uno de los tres países del mundo que más produce y exporta alimentos, son parte del legado que el próximo gobierno deberá revertir.

El regreso de Lula

Después de una intensa batalla jurídica, en junio de 2021 el Tribunal Supremo de Brasil restableció la presunción de inocencia de Lula al anular las sentencias por las que estuvo 580 días preso. Ocho de los once magistrados de esa corte entendieron que el juez Moro había violado el principio de imparcialidad durante el proceso contra el ex presidente, con intención de impedir que el líder del PT disputase la elección de 2018.

Tras la histórica decisión, Lula fue excarcelado y sus derechos políticos restablecidos. Unos de los momentos más importantes del retorno del expresidente al quehacer político, fue la gira que en noviembre de 2021 lo llevó a Alemania, Francia, Bélgica y España. Allí fue recibido por líderes políticos y parlamentarios. Asimismo, fue entrevistado por diversos medios de comunicación interesados en su resurrección política y su visión del Brasil actual y futuro.  

Desde el Parlamento Europeo, en Bruselas, Lula afirmó que los problemas de Brasil tenían solución «a pesar del proyecto de destrucción puesto en práctica por un bando de extrema derecha sin la menor idea de lo que es cuidar de un país y de su pueblo», y agregó que durante sus dos mandatos el país se convirtió en la sexta economía mundial y un ejemplo de la posibilidad de «superar la extrema pobreza y el hambre, con total respeto a la democracia y dentro de un corto espacio de tiempo».

Consciente y optimista por los triunfos de candidatos y partidos progresistas en diversos países, Lula anticipó que así como en los vecinos Argentina, Chile y Perú, en 2023 la izquierda volvería al poder; también Brasil por la vía democrática volvería «a ser una fuerza positiva en el mundo».

La gira contribuyó a consolidar su liderazgo y dejó abierta la puerta para fortalecer relaciones comerciales, políticas y de cooperación con la Unión Europea, que se alejó de Brasil en virtud de la despreocupación del gobierno de Bolsonaro con el cuidado del medio ambiente.

Lula

Jair Bolsonaro durante un acto de campaña para las elecciones en Brasil.
(Foto: André Borges, Bloomberg)

El Encantador de Serpientes

La victoria jurídica en el STF y las evidencias de mala fe del juez Sergio Moro no fueron suficientes, sin embargo, para revertir el desgaste de la imagen de Lula y del PT ante amplios segmentos de la sociedad brasileña, favorables o cooptados por la extrema derecha.

La percepción de que el orden democrático configurado en la Constitución de 1988 estaba siendo degradado por el comportamiento autocrático del actual presidente, la identificación de miembros del Gobierno con el ideario fascista, la promoción de la compra de armas, incluyendo fusiles de asalto, y el irrespeto del mandatario al poder judicial; encendieron las alarmas de los demócratas brasileños de todos los cleros políticos. Bolsonaro, el hombre con la misión de apaciguar al PT y reducir el poder de movilización social, se convirtió en una amenaza a la continuidad del Estado democrático de derecho.

En una entrevista concedida al diario español El País, Lula afirmó sin tapujos que si volvía a la presidencia, el resultado de su eventual gestión podía ser inferior a lo logrado en sus dos mandatos consecutivos y que su principal temor era no cumplir dos objetivos: recuperar el prestigio internacional de Brasil y lograr que el pueblo comiera tres veces al día. Para alcanzar sus propósitos urgía construir un programa político concebido en alianza con otras personas, más allá de la izquierda, pues además de ganar las elecciones necesitaba poder gobernar.

Anticipando el resultado de las votaciones para diputados y senadores, Lula advirtió que el PT no conseguiría mayoría en ambas cámara del Congreso Federal y, por tanto, tendría que negociar con los futuros parlamentarios, pues en eso consiste la política.

Consciente de que el PT y la izquierda no tenían fuerza suficiente, y de la necesidad de constituir un frente que agrupase a las fuerzas políticas democráticas interesadas en derrotar a Bolsonaro en 2022, Lula construyó una alianza con políticos de centroderecha como su antiguo adversario Geraldo Alckmin, quien gobernó en tres ocasiones el estado de São Paulo, fue presidente del Partido Socialdemócrata Brasileño y candidato a la presidencia dos ocasiones por esa misma formación.

Semanas antes de la segunda vuelta de la elección presidencial, el Encantador de Serpientes —epíteto con el que sus adversarios reconocen la capacidad de Lula para articular alianzas con figuras políticas distantes de muchos de los principios defendidos por el PT—, consiguió el apoyo de prestigiosos economistas liberales como Armínio Fraga, Edmar Bacha, Pedro Malan e Persio Arida, integrantes del equipo responsable por la ejecución en febrero de 1994 del plan que implementó al real como moneda nacional y controló los constantes aumentos de la inflación.

En paralelo, Lula recibió el apoyo explícito de la senadora Simone Tebet, del centroderechista Movimiento Democrático Brasileño (MDB). Jurista y profesora universitaria que lanzó su candidatura a la presidencia y obtuvo el tercer lugar con 4.915.423 (4,16%), Tebet participó en varios actos públicos con el expresidente para convencer a los electores de la necesidad de preservar la democracia, independientemente de divergencias ideológicas, políticas y partidarias.

El frente democrático liderado por Lula sumó el respaldo de los ex presidentes José Sarney y Fernando Henrique Cardoso; de exministros del Supremo Tribunal Federal, de académicos, artistas y empresarios. Todo esfuerzo era poco, ya que hasta la víspera de la segunda vuelta los sondeos indicaban que la victoria de Lula sobre Bolsonaro, de ocurrir, sería por un margen estrecho.

Es importante señalar que diversos sondeos también indicaron un aumento del apoyo a la gestión del gobierno de Bolsonaro semanas antes de la elección presidencial. Ese movimiento pudo ser alentado por la disminución artificial del precio de los combustibles y la revitalización de políticas de redistribución de renta, como el Auxilio Brasil (ayuda financiera a familias en situación de pobreza).

Convencido de que usar la distribución de recursos públicos para ganar votos sería insuficiente para vencer, Bolsonaro no se opuso a la divulgación de información tendenciosa y noticias falsas con la intención de desprestigiar a Lula. La campaña de desinformación promovida por el bolsonarismo llegó a tal punto, que el Tribunal Superior Electoral determinó en más de una ocasión la retirada de contenidos falsos y difamatorios que circulaban en diversas plataformas digitales, y otorgó derecho de réplica a los afectados por frecuentes fusilamientos de reputación online.

No hay dudas de que el ambiente virtual fue el principal campo de batalla entre los aspirantes a ocupar la Presidencia. Imposición de baños unisex en centros educacionales, legalización total del uso de drogas, clausura de templos religiosos y la ya habitual afirmación de que con Lula, Brasil se convertiría en una nueva Venezuela; fueron tan solo algunas de las mentiras que los influenciadores digitales bolsonaristas echaron a rodar en redes sociales para minar las posibilidades del candidato de izquierda.

Los asesores de Lula, por su parte, recordaban los vínculos de Bolsonaro con grupos paramilitares de Río de Janeiro, sus discursos abiertamente misóginos y homofóbicos y acusaban de genocidio contra el pueblo brasileño la inacción del gobierno durante la pandemia.

Al mismo tiempo, la contienda electoral se convirtió una suerte de guerra santa en la que los dos candidatos se esforzaron para ganar el favor de los integrantes de diversas denominaciones cristianas. Mientras Bolsonaro contaba con amplio apoyo de las iglesias evangélicas y de segmentos del catolicismo más conservador; Lula, que en el pasado también fue aliado de parte de ese sector optó, si bien tardíamente, por divulgar una «Carta a los Evangélicos», en la que reiteró su compromiso con la libertad de credo, dejó claro que no era un defensor del aborto y que su legalización, total o no, era atribución del poder legislativo, e invitó a iglesias y comunidades religiosas a ser partícipes de la implementación de políticas públicas para combatir la adicción a las drogas.  

En una disputa en que mentiras y tergiversaciones en el ambiente virtual se normalizaron, la misiva a los religiosos fue un gesto imprescindible, en aras de minimizar los efectos perniciosos del bombardeo de fake news que presentaban a Lula como un enemigo de la libertad religiosa y de los valores cristianos.

Lula

Una victoria ajustada

Maestros del juego sucio, los bolsonaristas ejecutaron acciones para evitar la victoria de Lula. El propio 30 de octubre, agentes de la Policía Federal de Carreteras se articularan para impedir que ómnibus llegaran a los locales de votación, sobre todo en estados considerados bastiones del PT. La rápida intervención del presidente del Tribunal Supremo Electoral, Alexandre de Moraes, y la resistencia de los electores, frustró el plan de la extrema derecha. Según el propio Moraes, al cierre de los colegios electorales más de 150 mil ciudadanos pudieron ejercer su derecho al voto en todos los municipios (más de 5 500) del país.

Justo al filo de las ocho de la noche, el Instituto Datafolha proyectó la victoria del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Minutos después, los números divulgados en tiempo real por el Tribunal Superior Electoral confirmaron que, con el 51,9% de los votos válidos, Lula ocuparía, por la tercera vez, la presidencia de la mayor economía de América Latina.

Aún derrotado, Bolsonaro consiguió el 49,1% de los votos, lo que reafirma la amplísima base social con que cuenta la ultraderecha en el país, también representada en la composición de la próxima legislatura federal. El estrecho margen (2 139 645 votos) por el que Lula venció al actual presidente, constata el agravamiento de la polarización durante la gestión de Bolsonaro. Polarización que se expresa en el auge del conservadurismo, los fundamentalismos religiosos, la intolerancia y la violencia política.

El futuro gobierno de Lula tiene ante sí grandes desafíos. El primero de muchos será que el traspaso de poderes cumpla con las formalidades de la ley y ocurra en armonía. En segundo lugar, poder gobernar. Lula tendrá que montar un gabinete en el que estén representadas las diversas fuerzas políticas que contribuyeron a la victoria. Conciliar los intereses, objetivos y puntos de vista de progresistas y liberales no será fácil, pero es imprescindible para la funcionabilidad del poder ejecutivo. El tercer desafío político será negociar con un parlamento en el que no tiene ni tendrá mayoría a favor de su programa de gobierno. Cuarto, fortalecer las relaciones de Brasil con el resto del mundo, por medio de una diplomacia pautada por los intereses nacionales y no por la ideología del partido en el poder.

En lo social, los mayores retos serán los males heredados del bolsonarismo, el combate al hambre, la pobreza y la desigualdad. Al mismo tiempo, el nuevo gobierno deberá priorizar el rescate de políticas públicas que ampliaron al acceso de familias de baja renta al empleo, la educación técnica y superior y la vivienda. Para lograr todo eso, he aquí otro reto: la nueva administración tendrá que incentivar el crecimiento económico, la responsabilidad fiscal y el cuidado del medio ambiente, pues de ello depende el aumento de inversiones extranjeras, especialmente europeas, en Brasil.

El fenómeno que hoy denominamos bolsonarismo ha incidido en el deterioro de los valores republicanos y de las normas de convivencia social que garantizaron en las últimas tres décadas un mínimo de armonía entre los habitantes de un país tan diverso y plural como Brasil. Luchar contra él, es tal vez el mayor desafío, no solo de Lula con sus habilidades para encantar serpientes, sino de todo el campo democrático brasileño.

3 noviembre 2022 35 comentarios 1k vistas
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Cultura Política

Fallas de la cultura política: ataques personales en lugar de argumentos

por Alexei Padilla Herrera 21 septiembre 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

En las semanas que sucedieron a la explosión social del 11 de julio de 2021, entre noticias de arrestos, condenas y liberaciones de participantes en las manifestaciones reportadas en todas las regiones de Cuba; la prensa oficial transmitió diversos materiales y al menos un resumen sobre el encuentro del presidente Miguel Díaz-Canel con integrantes de sectores sociales y profesionales englobados de lo que se ha dado en llamar «sociedad civil socialista».

La misma está integrada por organizaciones sociales y de masas que históricamente se han caracterizado por actuar como ejecutoras de las políticas y decisiones del Partido-Estado-Gobierno, en lugar de funcionar como espacios para materializar el control de los gobernados sobre las actividades de los gobernantes.

Esa subordinación formal y política no solo reafirma el carácter paraestatal de organizaciones como los CDR y la UPEC, sino que obliga a que sus afiliados mantengan una disciplina discursiva en la que el respeto, lamentablemente, se confunde con la sumisión. Los periodistas, por ejemplo, parecen pedir permiso para dejar de hacer propaganda partidista y vocería, en lugar de exigir las garantías legales y materiales para hacer el periodismo.

En el último encuentro público (y publicitado) que Díaz-Canel sostuvo con la crema y nata de los medios estatales y con directivos de la UPEC, los mesurados planteamientos de algunos de los comunicadores presentes habrían irritado al presidente de la República, quien en su riposta llegó a afirmar, para variar, que allí había personas confundidas.

Todo indica que el mandatario se refería a los periodistas que expusieron insuficiencias de los medios partidistas, el peso que las políticas informativas del Partido tienen tal sentido —aunque, como es sabido, ellas son un aspecto de los déficits que en materia de democracia exhibe el régimen político vigente—, los problemas económicos y sociales que agobian a la ciudadanía en general y a los sectores más vulnerables en particular.

Estas realidades, por cierto, solo comenzaron a presentarse en los medios estatales después de la muerte de un civil por el disparo de un policía durante la manifestación en el habanero barrio de La Güinera, el 12 de julio pasado.  Las imágenes de La Timba y El Fanguito llegaron al NTV, pero en un ejercicio que emula a la difunta prensa soviética.

La prensa cubana arribó allí junto a los dirigentes, no con el objetivo de informar sobre la complejidad de los problemas existentes en esas comunidades y dar a sus habitantes la oportunidad de visibilizar demandas e insatisfacciones, sino para hacernos creer que las dificultades se están resolviendo gracias, una vez más, a la Revolución, encarnada en sus abnegados decisores.

Al retomar el tema de las verdades e interlocutores que incomodan al presidente Díaz-Canel, el careo entre este y su homólogo de Uruguay, Luis Alberto Lacalle Pou, suscitado en la reciente cumbre de la CELAC, fue un ejemplo de algunas de las cosas que no se deben hacer en un debate; mucho menos si es entre jefes de estado. Una de ellas es el ataque personal.

No es necesario haber leído los principales libros y artículos del filósofo alemán Jurgen Habermas, o hacer un curso de teoría y democracia deliberativas, para entender que al ataque personal develará la pobreza y/o ausencia de argumentos de quien utilice esa táctica. Los argumentos válidos se han de responder con contra-argumentos. O sea, con propuestas racionales basadas, preferiblemente, en información real y no en convicciones religiosas o ideológicas.

En ese sentido, el gusto musical o la finalidad que se le atribuya a una canción del bando opositor, no son argumentos racionales para rebatir las críticas concretas que el presidente de Uruguay hizo al régimen político cubano. Al responder a la crítica, resaltando problemas específicos de la realidad uruguaya, Díaz-Canel —o sus asesores— aplicó el tercer principio de la propaganda: «la transposición», que consiste en atribuir al adversario los males que este te imputa.

Se trata de una táctica discursiva que intenta crear una cortina de humo para desviar la atención y anular el argumento del adversario sin discutir siquiera su veracidad. Dicha táctica, eficiente en época de la Guerra Fría para captar y mantener la lealtad de seguidores acríticos, resulta precaria en tiempos de la sociedad de la información.

A los ojos de la opinión pública mundial —seguidores acríticos aparte—, Lacalle Pou emitió su opinión presidencial sobre una realidad que, obviamente, no conoce a profundidad y desde una posición política y clasista contraria al socialismo. Nada de ello es ilícito o inapropiado. Sí lo es, sin embargo que, ante algunas verdades incómodas, el presidente cubano no consiga controlar su irritación y, en lugar de más argumentos, acuda al ataque ad hominen para defender su trinchera ideológica. Un parapeto desde el cual se intenta imponer una versión idealizada, a la medida del Partido, sobre la realidad social cubana.

Antes de juzgar los exabruptos de Díaz-Canel —entre los que se encuentra el llamado al enfrentamiento violento de las protestas del 11 de julio—, debemos entender que el presidente no es solo un cuadro destacado del PCC, sino también hijo natural de una cultura política que —aquí y acullá, antes y después de la Revolución—, ha visto en la intransigencia, la intolerancia, el irrespeto a la legalidad, la falta de empatía y la legitimación de la violencia; valores incorporados al quehacer político.

Esa cultura política, la conocida susceptibilidad de los altos dirigentes cubanos a las críticas de su gestión, y la inexperiencia o incapacidad de debatir con el adversario, pueden conducir a escenas como las referidas, o a otras tan vergonzosas y risibles como la protagonizada por la ex secretaria general de la UJC, Sucely Morfa, en 2015, durante la Cumbre de las Américas en Panamá.

De la misma forma que la canción Patria y Vida pudo haber musicalizado el descontento social y político, y quién sabe si contribuido a movilizar a los más jóvenes, que ocuparon las calles para expresar su malestar, demandas, necesidades y esperanzas; la jugada de Lacalle Pou consiguió demostrar que lo políticamente incorrecto (irrespeto, intolerancia, ninguneo, ataques personales) puede ser un trofeo que se disputan tanto la extrema derecha de Trump, Bolsonaro y Orbán, como la izquierda autoritaria (real o disfrazada).

Mientras recibía las imágenes del careo entre presidentes y muchos cuestionaban el magro desempeño discursivo del máximo dirigente cubano; funcionarios del MINREX y de otras instituciones se fueron a las redes sociales a denominar a Lacalle de lacayo y repartir descalificaciones y ofensas que dicen más de quien las emite y menos del aludido.

Fue, permítaseme la metáfora, como una pandilla de barrio corriendo para auxiliar a su líder. Una actitud que evidencia la institucionalización de los asesinatos de reputación y lo que el politólogo Rafael Hernández solía llamar ciberchancleteo.

21 septiembre 2021 26 comentarios 3k vistas
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Intelectuales

«Palabras» no solo a los intelectuales

por Alexei Padilla Herrera 23 junio 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

En el primer lunes de la primavera de 1959, el periódico Revolución circuló un suplemento que, en sus dos años y siete meses de existencia, se convirtió en una de las publicaciones culturales más vanguardistas de América Latina.  Codirigido por los escritores Guillermo Cabrera Infante y Pablo Armando Fernández, junto al pintor Raúl Martínez, desde su primera edición Lunes de Revolución visibilizó la diversidad [y las contradicciones] política, ideológica y estética existente en los diferentes actores y grupos del campo cultural comprometidos con la revolución triunfante.

El semanario acogió académicos, escritores y artistas que, si bien apoyaron el proceso, no ocultaban sus críticas a determinados aspectos de la construcción del socialismo en la Unión Soviética y sus satélites europeos. Buena parte de sus «dardos» fueron dirigidos especialmente a la política cultural de Moscú, para disgusto de la dirección del veterano Partido Socialista Popular (PSP), embajador informal del Kremlin en Cuba.

La diversidad de concepciones sobre el arte y la cultura que convergieron en Lunes, sus críticas al dogmático marxismo soviético y algunos textos considerados anticomunistas, provocaron tensiones entre diferentes segmentos de la intelectualidad insular.

Lunes de Revolución, sin embargo, continuó navegando en turbulentas aguas hasta encallar en la polémica generada por el estreno de un documental de apenas trece minutos —número maldito—, que cometió el «desatino» de registrar el desparpajo nocturno en los alrededores del puerto habanero. Sus escenas en blanco y negro, según los censores, contrariaban la imagen que debía proyectar un país en revolución.

Dirigido por Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, el cortometraje PM se exhibió en la TV Revolución, que junto a Ediciones R, fue otro de los emprendimientos mediáticos concebidos por Carlos Franqui, director del periódico Revolución. En mayo de 1961, la comisión que analizaba y clasificaba los filmes producidos e importados al país, prohibió la exhibición del cortometraje tras determinar que atacaba los intereses del pueblo y de la Revolución.

Desde su columna en el periódico Hoy, la intelectual comunista Mirta Aguirre expuso que la interdicción del corto se justificaba ya que este le hacía el juego a la contrarrevolución. Por su parte, Alfredo Guevara, director-fundador del ICAIC, consideró que el filme mostraba el peor de los mundos (prostitución, alcoholismo, drogas, etc.), algo incompatible con aquellos tiempos del naciente cine revolucionario, financiado por el Estado para más señas.

La agitación generada por tal fallo se prolongó durante semanas. Además de numerosos artículos a favor y en contra, alrededor de doscientos intelectuales y artistas firmaron una declaración colectiva pidiendo el levantamiento de la censura.

La polémica sobre cuáles deberían ser los principios rectores de la política cultural de la Revolución Cubana alcanzó un nivel tan alto que, a ojos del gobierno, amenazaba la unidad del campo cultural. El 30 de junio de 1961, en un intento por contener las desavenencias, Fidel Castro pronunció, en la tercera y última de una serie de reuniones en la Biblioteca Nacional, el discurso que pasó a la posteridad como Palabras a los intelectuales.

A pocas semanas de la victoria en Playa Girón, y en momentos en que la unidad era garantía de resistencia y continuidad de la Revolución, Fidel trazó los límites de las libertades de creación y expresión. De acuerdo con el dirigente cubano, el grado de libertad del que artistas e intelectuales gozarían, dependería de su identificación y apoyo a los principios, la ideología y las políticas implementadas por el Gobierno Revolucionario en las más diversas áreas.

Así las cosas, los incondicionales al proceso percibirían mayores posibilidades para desarrollar su trabajo creativo, mientras que los no dispuestos a entregarlo todo en favor de la construcción socialista, verían aparecer, y se preocuparían, por las restricciones impuestas a la libertad de creación y expresión.

Seguidamente definió, de forma ambigua, los criterios de inclusión-exclusión que rigen hasta hoy, no solo las políticas cultural y de comunicación social en el país, sino también las relaciones entre el Partido-Estado-Gobierno, la sociedad civil y los ciudadanos:

«(…) dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de Ia Revolución de ser y de existir, nadie. Por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la Nación entera, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella».

En un solo párrafo, tan breve como potente, se estableció la primacía de los derechos de la Revolución —el Estado— sobre el ejercicio de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos.

Es muy probable que las decenas de personas que tuvieron el privilegio de escuchar directamente al líder de la Revolución, no percibieran la relación entre las palabras pronunciadas aquella tarde de junio y la conferencia impartida por Blas Roca en el programa Universidad Popular, transmitido el 11 de septiembre de 1960.[1]

Intelectuales (2)

Blas Roca

Durante poco más de una hora, el secretario general del PSP explicó a la teleaudiencia la forma en que el marxismo soviético definía el concepto de libertad, su alcance y funciones en el socialismo. Después de remontarse a la Constitución francesa de 1791, para criticar el carácter abstracto de los derechos civiles y políticos allí reconocidos, Roca argumentó que la sintonía entre los intereses individuales y la actividad de cada ciudadano en defensa de la Revolución era necesaria para sentirse libre en la nueva sociedad que se construía.

En el intento de potabilizar uno de los principales dogmas del marxismo soviético, el dirigente comunista expuso la necesidad del dominio adecuado de las leyes que regían el desarrollo histórico, lo que sugeriría la limitación de los derechos civiles y políticos —burgueses— que pudieran retardar el inevitable triunfo del socialismo en el mundo.

Los dogmas defendidos por Blas Roca justificaban la subordinación de los derechos ciudadanos, de la actividad científica, la educación y la producción de bienes simbólicos, a los objetivos definidos por la vanguardia revolucionaria. De la aceptación y sometimiento a las leyes del desarrollo histórico dependería la libertad que percibiesen los ciudadanos. De esta forma, la libertad estaba asociada a la concordancia con la ideología de la Revolución, la disciplina y la participación en las tareas encomendadas por la dirección del país.

El profesor e investigador Fernando Martínez Heredia expresó en 2016 que la primacía de la Revolución implicó el derecho a controlar la actividad intelectual y la libertad de expresión siempre que fuera necesario. En su análisis consideraba un contexto específico, caracterizado por amenazas reales y constantes de detener y destruir el proceso, inclusive, por medio del magnicidio de sus dirigentes.[2]

No obstante, las limitaciones de los derechos ciudadanos dejaron de ser una cuestión coyuntural para convertirse en una práctica inherente al régimen político cubano, lo que fue codificado en la Constitución de 1976.

Esas restricciones responderían, entre otros factores, a la necesidad de preservación del Estado, a una cultura política secular que pondera la beligerancia en lugar del diálogo y la intolerancia en detrimento del respeto a la diversidad de ideas; a la adopción del marxismo-leninismo como ideología de Estado y al denominado síndrome de plaza sitiada, generado por el diferendo Estados Unidos-Cuba.

Uno de los fragmentos más interesantes del referido discurso de Fidel Castro es donde se acuña la legitimidad de la censura por parte de las autoridades revolucionarias. Para Fidel, la importancia del cine y la televisión para la educación y la formación ideológica del pueblo ameritaba que el gobierno regulara, revisara y fiscalizara las películas que serían exhibidas.

En una época en que los procesos de comunicación se concebían desde la óptica de los modelos transmisivos —para los cuales los receptores eran pasivos, acríticos y manipulables por los mensajes difundidos desde los medios—, el dirigente cubano concebía al pueblo, al menos en aquel discurso, no como sujeto de la Revolución, sino como objeto de la misma, y advirtió que los que no actuaran pensando en «la gran masa explotada» que esperaba ser redimida, carecían de «actitud revolucionaria».

La reivindicación del control estatal sobre los medios de comunicación, la defensa de la censura y la necesidad de que los artistas e intelectuales — incluyendo a los periodistas—, se convirtieran en militantes de la Revolución; se asientan en una concepción instrumentalista del arte, la literatura, la educación y la comunicación social. Una perspectiva que si bien era afín a las prioridades inmediatas del proyecto revolucionario, nunca ha contribuido a la necesaria autorregulación de los medios de prensa cubanos ni a elevar la calidad del periodismo, como reconoció el periodista y profesor Julio García Luis.

Los intercambios de representantes del campo cultural cubano con la dirigencia de la Revolución, intentaron reducir las fricciones entre los artistas intelectuales nucleados en Lunes de Revolución (que recibieron el apoyo de Haydée Santamaría, presidenta de Casa de las Américas), el ICAIC y el Consejo Nacional de Cultura, con motivo de la censura del documental PM.

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Alfredo Guevara y Haydee Santamaría (Foto: Fernando Lezcano/Granma)

No obstante, Palabras a los intelectuales también denotó los desafíos de los dirigentes cubanos para lidiar con la diversidad y el disenso ideológico, estético y político en una sociedad civil conformada por creadores que concebían el arte con y para la Revolución, pero sin subordinarla al poder político ni convertirla en mera propaganda partidista.

Artistas e intelectuales se veían a sí mismos como sujetos activos, dispuestos a contribuir con sus conocimientos al proceso de cambios, no por arrogancia o complejo de superioridad, sino porque entendían el arte, la Revolución y la relación entre ellas desde perspectivas que diferían con la de los políticos y militantes.

Sería deshonesto afirmar que Palabras a los intelectuales fue tan solo el anuncio-oda a la censura oficial y a la coerción de la libertad de expresión. Allí se presentaron las líneas generales de una política cultural que, entre otros aspectos, socializó el acceso a la cultura de la mayoría de los ciudadanos y regularizó la formación artística de miles de niños, adolescentes y jóvenes de origen humilde en las Escuelas Nacionales de Arte, conservatorios e instituciones culturales. Una generación formada por hijos de humildes trabajadores del campo y la ciudad, que en un par de décadas se integró a la vanguardia cultural de la Isla.

A pesar de la trascendencia del acontecimiento, en su momento la prensa revolucionaria no reprodujo ni reseñó la intervención de Fidel Castro. De acuerdo con la historiadora Ivette Villaescucia, por esos días los medios de comunicación destacaron la reunión de Fidel con periodistas extranjeros y de esa forma, la opinión pública nacional quedó al margen de lo discutido entre las vanguardias artísticas y políticas del país.[3]

Ese silencio, apunta Villaescucia, puede ser resultado de la presencia de militantes del PSP en el Consejo Nacional de Cultura y en la Comisión de Orientación Revolucionaria, dos de los órganos responsables del control de los medios de comunicación. Por mi parte, creo improbable que el silenciamiento de la prensa revolucionaria no contase con el aval de la dirección política del país.

Lo cierto es que la intervención de Fidel en la polémica garantizó la tregua que propició la creación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), el 22 de agosto de 1961, como un espacio de convergencia y representación de las categorías intelectual y artística del país y un canal de comunicación entre el gremio y el poder político.

Amén de su carácter paraestatal, en el momento de su fundación la UNEAC fue un contrapeso al poder que venía acumulando el Consejo Nacional de Cultura, cooptado por cuadros del PSP que, como Edith Buchaca y Mirta Aguirre, eran entusiastas de la instrumentalización de la creación artística y literaria en función de los objetivos políticos del Estado.

Al mismo tiempo, la creación de la UNEAC afectaría la centralidad que Lunes de Revolución ganó en el campo cultural desde su fundación. Para la historiadora Silvia Miskulin, el cierre definitivo del seminario cultural fue resultado de las maniobras políticas ejecutadas por militantes del PSP desde el Consejo Nacional de Cultura y la Comisión de Orientación Revolucionaria. La independencia de sus editores y el carácter cosmopolita, ecléctico y antidogmático de Lunes…, afirma Miskulin, contravenían la política cultural que el Estado cubano comenzaba a implementar desde instituciones dirigidas por veteranos pesepistas.[4]

Intelectuales (5)

Mirta Aguirre (Foto: poesi.as / Archivo)

La publicación del último número de la reconocida publicación cultural, el 6 de noviembre de 1961, marcó el inicio del ocaso del ambiente de relativa apertura y pluralismo que caracterizó el primer trienio del proceso revolucionario en Cuba. En enero del año siguiente comenzaría a circular la revista Unión, que junto a La Gaceta de Cuba y la revista Casa de las Américas, compensaron el vacío dejado por el semanario.

Ivette Villasescucia apunta que la desaparición de Lunes de Revolución coincidió con un proceso de fusión de varios medios de prensa, condicionado por la búsqueda de unidad entre las fuerzas revolucionarias, el conflicto con los Estados Unidos y las características personales de los sujetos involucrados en la transformación del sistema mediático cubano.

En ese contexto, la clausura de Lunes de Revolución y de los diarios Prensa Libre, Combate y La Calle, y la posterior creación de nuevas publicaciones, fueron parte del esfuerzo para atenuar u ocultar las discrepancias ideológicas y políticas entre el Movimiento 26 de Julio, el Directorio Revolucionario y el PSP.

La unidad lograda entonces exige hasta hoy una disciplina casi militar, unanimidad política e ideológica y divorcio entre la agenda mediática y la agenda pública en los medios de comunicación. Todo ello se traduce en las dificultades de la prensa estatal para satisfacer las demandas informativas y expresivas de buena parte de la ciudadanía.

Seis décadas después del memorable discurso, no existe una definición clara y objetiva del significado y alcance de la expresión: «dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada». Al recordar Palabras a los intelectuales no puedo dejar de señalar la ambigüedad —o precisión, según se vea— del párrafo frecuentemente evocado para legitimar la criminalización del disenso y, consecuentemente, la muerte civil, la violencia simbólica y física, y la exclusión de ciudadanos que por no entrar en los recios moldes del modelo revolucionario, son reducidos, contrariando la ley, a la categoría de no personas.

Comprendo que al triunfar, una Revolución —y la cubana no fue la excepción— no es un estado de derecho, pero su principal objetivo debe ser alcanzarlo. Y, una vez proclamado, gobernados y gobernantes deben atenerse a él.

***

[1] Blas Roca: «Los regímenes sociales y el concepto de libertad», Noticias de Hoy, 13 de septiembre de 1960, p. 2.

[2] Fernando Martínez Heredia: «Acerca de “Palabras a los intelectuales”, 55 años después», Tareas, no. 154, septiembre-diciembre, 2016, pp. 63-75.

[3] Ada Ivette Villascucia: «La prensa cubana en el primer decenio de la Revolución», Revista Mexicana de Ciencias Agrícolas, vol. 2, octubre, 2015, pp. 101-109.

[4] Silvia Miskulin: Os intelectuais cubanos e a política cultural da Revolução: 1961-1975. São Paulo, Alameda, 2009.

23 junio 2021 21 comentarios 3k vistas
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Prensa 1

Prensa y censura en tiempos de la NEP

por Alexei Padilla Herrera 26 marzo 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

La Nueva Política Económica (NEP) fue la estrategia implementada por Lenin a partir de marzo de 1921 para recuperar la vitalidad de un país devastado por una cruenta guerra civil, en la que el Ejército Rojo derrotó a las fuerzas reaccionarias y nacionalistas que intentaron detener el avance de la Revolución Socialista de 1917.

El crecimiento de los sectores estatal y privado que se alcanzó durante ese período, propició el aumento de la calidad de vida y un despertar cultural. «Nadie puede negar −afirmó el sociólogo ruso Boris Kagarlitski−, que los años veinte (del siglo pasado) fueron una época extremadamente fructífera para la literatura, la pintura, la crítica de arte y la vida espiritual rusa, en general».

No obstante la amplia libertad de expresión, creación y hasta de prensa de que gozaron diversos grupos de artistas e intelectuales en aquella etapa; el ejercicio de esos derechos no se extendió en igual medida al periodismo diario. La relativa autonomía del campo cultural −considerado por los comunistas como un nicho de pequeño-burgueses que con el desarrollo del socialismo se extinguiría−, contrastaba con la subordinación de la prensa y la política informativa a la cúpula del Partido y con la disciplina soldadesca impuesta a los periodistas e intelectuales partidistas.

Vladimir Ilich Lenin era defensor del carácter propagandístico de los periódicos. Los medios revolucionarios −decía− debían actuar como orientadores (informar), organizadores y movilizadores de la clase obrera. En las jornadas que precedieron a la Gran Revolución Socialista de octubre de 1917, ya había elaborado una parte de los principios que orientarían la labor de la prensa cuando los bolcheviques tomaran el poder político.

  • En cualquier sociedad la prensa sirve a la clase dominante.
  • El financiamiento de los periódicos debe ser controlado por el Estado, dirigido por el partido que representa al proletariado.
  • Los periódicos forman parte de las organizaciones políticas y sus periodistas son activistas políticos.
  • La libertad de prensa depende del acceso y uso, por parte de todos los segmentos de la sociedad, de los medios tecnológicos para la publicación de periódicos.
  • Permisibilidad de la diversidad de opiniones solo dentro de los límites del pensamiento tenido como marxista.

Después del derrocamiento del gobierno provisional, y a la espera de la contraofensiva de las fuerzas burguesas encabezadas por Kerensky, los aliados de Lenin presentaron ante el Comité Ejecutivo Central Panruso (TSIK) un proyecto de resolución sobre la prensa.

Prensa

Alexander Kerensky

El documento denunciaba los vicios de la libertad de prensa burguesa y aseguraba que para el gobierno de obreros y campesinos ese concepto significaba liberar a la prensa de la dominación del capital. En consecuencia, se proponían estatizar las imprentas y fábricas de papel, y ponerlas al servicio de aquellos grupos de ciudadanos que tuviesen un mínimo de 10 mil integrantes.

El proyecto no contó con el apoyo unánime de todos los bolcheviques ni de las distintas agrupaciones que participaron en el llamado Octubre Rojo. León Trotski argumentó que los adversarios de la revolución aún no habían sido derrotados, que los periódicos eran armas en sus manos y, por tanto, su clausura era una «medida de legítima defensa».  

Lenin, por su parte, consideró que no se podía brindar a la burguesía la posibilidad de calumniar a los revolucionarios y que, como cuestión de principios, la libertad de la prensa dependiente del capital no debía ser admitida.

Tras una intensa deliberación −documentada por el periodista John Reed en Diez días que estremecieron al mundo−, el proyecto de resolución fue aprobado y dio paso a la publicación de un decreto. A tenor con ello, desde el 10 de noviembre de 1917 fue prohibida la circulación de cualquier órgano de prensa que abogara por la oposición abierta o la insubordinación al gobierno, faltara a la verdad en la cobertura de eventos o promoviera cualquier actividad criminal.

Antes de concluir el convulso 1917, los bolcheviques tomaron otras medidas para asegurarse el control de la palabra impresa. El 21 de noviembre, una norma legal dispuso la estatización de los servicios publicitarios con el fin de privar a la prensa burguesa de su principal fuente de ingresos y, consecuentemente, abolir la propiedad privada sobre los medios de comunicación. En tanto, el 18 de diciembre fue establecido el Tribunal Revolucionario de la Prensa, cuya función era investigar y punir los delitos cometidos contra el pueblo, mediante el uso de la misma. La corte podía imponer a los infractores sanciones que iban desde multas y confiscación de imprentas hasta cárcel y destierro.

El investigador británico Brian McNair explica que la bolchevización de la prensa en la Rusia soviética significó la virtual eliminación de los medios de comunicación privados. Entre 1917 y 1918, unas tres mil doscientas publicaciones fueron clausuradas, por medio de medidas legales y administrativas dictadas por el gobierno, y otras cerraron por falta de financiamiento y por la disminución de ventas.

Aunque las primeras que desaparecieron fueron las publicaciones antisoviéticas y antibolcheviques −durante la guerra civil (1918-1921) −, el resto de los partidos socialistas fueron excluidos igualmente del juego político y sus órganos de prensa censurados primero y prohibidos después.

En marzo de 1919, el aparato mediático del país ya estaba en manos de los bolcheviques y se consolidó un sistema de prensa al servicio exclusivo del partido en el poder. Finalmente, en 1922 todos los partidos de oposición fueron ilegalizados.

La bolchevización de la prensa no estuvo exenta de críticas. A las suscitadas durante la sesión que en noviembre de 1917 había discutido el referido proyecto de Resolución sobre la Prensa, y las provenientes de los periódicos burgueses afectados por las medidas impuestas después de la publicación del citado decreto, se añadió la asumida por el escritor Máximo Gorki, el cual se opuso públicamente a la censura y el control estatales de los medios de comunicación.

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Máximo Gorki

El autor de La madre argüía que las medidas decretadas comprometían la democracia revolucionaria y creaban mártires políticos. Fue previsor cuando expresó que en el futuro las restricciones a la libertad de prensa provocarían «una vileza que no solo se volverá contra toda la democracia, sino principalmente contra la clase obrera», y sentenció que «la clase obrera será la primera en pagar y pagará más que nadie por la estupidez y los errores de sus dirigentes».

El canto de cisne de la libertad de prensa

Durante los meses previos a la implementación de la Nueva Política Económica, las restricciones a la libertad de prensa impuestas en el curso de la guerra civil serán relegadas temporalmente. En ese período resurgieron editoras privadas y publicaciones no bolcheviques que permitieron la difusión de los intensos debates. Tal escenario contrastará con el silencio y el unanimismo que poco después, y por más de seis décadas, distinguirán a los medios soviéticos.

Este brevísimo oasis de libertad de expresión y prensa dentro de la Revolución rusa, tenía sus días contados. En el X Congreso del Partido, celebrado en marzo de 1921, Lenin logró que fuera aprobada una resolución encaminada a prohibir el divisionismo y a limitar el debate en las filas de la organización. Es probable que los máximos dirigentes soviéticos pensaran que las desavenencias políticas e ideológicas entre las diversas tendencias que existían al interior del Partido podrían salirse de control y provocar luchas por el poder, un cisma, e inclusive, un nuevo conflicto armado.

En ese mismo año, Gavril Myasnikov, obrero metalúrgico en los Urales y militante comunista, envió un manifiesto al Comité Central del Partido para demandar que los propios soviets de productores administraran la industria y que fuera restaurada la libertad de prensa para todos los trabajadores. Myasnikov consideraba que con la victoria de «los rojos» en la guerra civil y el fin de la situación de emergencia, nada justificaba la restricción de ese derecho.

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Gavril Myasnikov

Lenin objetó la afirmación de que la libertad de prensa ya no existía en la Rusia soviética y la redujo a la categoría de «eslogan mundial» que «expresaba las ideas de la burguesía progresista, en su lucha contra reyes, sacerdotes, señores feudales y terratenientes». Desde esa perspectiva, profundamente instrumental y simplista, la reclamación Myasnikov no tenía lugar, pues en la Rusia soviética, según el líder soviético, se estaban empleando otros métodos para liberar a las masas de la influencia de clérigos y terratenientes.

Finalmente, explicó que la burguesía continuaba siendo muy fuerte fuera de las fronteras de Rusia, y que poner en sus manos un arma como la libertad de organización −que él igualaba a la libertad de prensa por su papel en la organización política−, facilitaría la tarea del enemigo de clase.  

Insatisfecho con la respuesta de Lenin, Myasnikov realizó una campaña por el restablecimiento de la libertad de prensa a nivel local. Con ese fin publicó, al margen de las editoriales partidistas, el libro Materiales de debate. El trabajador metalúrgico, acusado de cometer esa y otras indisciplinas, fue expulsado del Partido en 1922.

La censura de prensa sería restablecida también en ese año. Entre sus primeras víctimas estuvo las revistas disidentes Mysl (Pensar) e Economist. El Partido decidió clausurarlas y expulsar a sus principales colaboradores.

Fiel a los postulados que había elaborado para orientar el funcionamiento de los medios en un estado socialista, Lenin nunca aceptó que la libertad de prensa era un derecho vulnerado en la Rusia soviética y, hasta su muerte, se resistió a restablecer lo que, en sus palabras, era «un mito burgués».

Glosas de lo político en tiempos de la NEP

Tal vez no imaginó, o quizás sí, que de la total subordinación de la prensa al Partido surgiría un aparato mediático que en lugar responder a la institución, se supeditaría a la de sus máximos dirigentes. La falta de autonomía de los medios de comunicación los hizo muy vulnerables al abuso de Stalin y sus acólitos.

Bajo el terror estalinista, la libertad de prensa no fue permitida ni siquiera en los términos definidos por Lenin. Su idea de un monopolio mediático en manos de la clase obrera −justo lo que Myasnikov defendió a su manera−, fue subvertido y la libertad de expresión absolutamente eliminada.

A medida que el exseminarista georgiano consolidó su liderazgo en el Partido Comunista, los medios comenzaron a funcionar como instrumentos de su poder personal. El «nuevo zar de todas las Rusias», apunta el comunicólogo Mark Hopkins, instituyó un modelo que exigía una prensa funcional, ideológicamente pura y que actuara como un obediente servidor del Partido.

Durante casi tres décadas, la crítica constructiva y partidista prácticamente desapareció de los medios. Stalin usó el monopolio mediático contra el Partido y el pueblo, concluye el investigador inglés.

Ese modelo de prensa fue el paradigma de los adoptados en los países que, por voluntad propia, coerción o al borde de la debacle económica, asumieron regímenes políticos y modelos económicos inspirados en la experiencia soviética, sobre todo del período que se inició después del ascenso de Stalin y el desmontaje de la NEP.

***

Referencias

Hopkins, M.: Lenin, Stalin, Khrushchev: Three Concepts of the Press. Journalism & Mass Communication Quarterly ,42, 4, 1965.

Mcnair, B.: Glasnost, perestroika and Soviet media. London & New York: Routledge, 2006.

Lenin, V.I.: Acerca de la prensa. Moscú: Editorial Progreso, 1979.

26 marzo 2021 13 comentarios 3k vistas
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hortelano

El síndrome del perro del hortelano

por Alexei Padilla Herrera 16 febrero 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

Hace unos días, el jurista y profesor universitario Julio Antonio Fernández Estrada tuvo a bien invitarme a la primera mesa de debate coordinada por Articulación Plebeya. El tema a debatir abordaría las formas y los retos para un diálogo en Cuba, no entendido únicamente como encuentros, formales o no, entre instituciones estatales y sus públicos con el fin de analizar determinadas demandas; sino también como el intercambio respetuoso, pacífico, honesto y constructivo entre diferentes actores que hacen parte de una sociedad civil mucho más diversa, plural y conflictiva.

Compartir el espacio con los investigadores Ailynn Torres Santana y Carlos Alzugaray, con el educador popular Ariel Dacal, el dramaturgo Yunior García Aguilera y la artista visual Camila Lobón, fue una experiencia gratificante y enriquecedora. Aunque en Brasil he participado en diversos debates académicos y políticos con colegas que defienden diferentes visiones del mundo y militan en disímiles causas, por primera vez tuve la oportunidad de ser parte de algo parecido en Cuba.

Aceptamos la convocatoria de Articulación Plebeya sensibilizados unos y afectados otros por la escalada de violencia simbólica y física, así como por la puesta en práctica de diferentes formas de asedio contra artistas e intelectuales. Todo eso frente a la actitud de un Estado que, en lugar de dar pasos para resolver conflictos que no son insalvables, contribuye a agudizarlos.

Transmitida a través del perfil de Articulación Plebeya en Facebook, la Mesa fue una suerte de ensayo —práctica de laboratorio— de lo posible. Un experimento en el que los actores convocados expusieron sus argumentos sin ofensas, zancadillas, descalificaciones ni unanimidades. No estuvimos allí para discutir sobre ideologías y teoría democrática, sino para defender la importancia y necesidad del diálogo y de la formación de una cultura cívica y democrática en la sociedad cubana.

La transmisión no estuvo exenta de tropiezos. A duras penas Yunior García y Camila Lobón pudieron contar sus experiencias como integrantes del 27N, el colectivo de artistas e intelectuales que, a fines de noviembre de 2020, justo después del operativo policial contra la sede del Movimiento San Isidro, se reunió espontáneamente frente a la sede del Ministerio de Cultura, no para tomarlo violentamente sino para exigir la apertura de un proceso de diálogo con las autoridades culturales de la Isla. Tal vez por azar o de forma deliberada, los móviles de Yunior y Camila dejaron de conectarse a la red de datos móviles. El dramaturgo pudo acceder por medio de otro teléfono, pero la artista visual debió enviar un audio de su intervención.

Durante la emisión, junto a los comentarios, preguntas, demostraciones de solidaridad y críticas fundadas; no faltaron los esperados mensajes de odio, las amenazas veladas y descalificaciones, especialmente dirigidas a Yunior, Camila y Julio Antonio Fernández Estrada, nuestro moderador. Horas después, Alexis Triana, funcionario del Mincult, compartió un regalo que agradezco: un meme para ridiculizarme. Por su parte, el domingo 14 de febrero, Granma publicó un escrito con acusaciones sin fundamento y repleto, eso sí, de lugares comunes y frases hechas. Su mensaje se reduce, en esencia, a afirmar que todo diálogo al margen de la institucionalidad es una actividad contrarrevolucionaria y que todos los que disienten son mercenarios.

El gran número de mensajes recibidos, el poco tiempo del que disponíamos para intervenir y los imprevistos que se presentaron durante la directa, no permitieron una mayor interacción con los internautas. No se censuró a nadie ni se borró ningún comentario, y al final de la Mesa, la profesora Ailynn Torres respondió cinco preguntas enviadas por una usuaria.

En la primera de mis dos intervenciones, me referí a los habituales juicios mediáticos contra opositores, artistas e intelectuales críticos. Expresé que si bien no se trataba de un fenómeno exclusivo de Cuba, la discusión acerca de la naturaleza ética y la legalidad de los juicios paralelos o mediáticos no se limita al derecho de los medios estatales —y del Estado mismo— a la libertad de expresión, de prensa y a divulgar información de interés público, sino que incluye igualmente un juicio justo a los supuestos infractores de las normas de convivencia social apreciadas por los detentores del poder real, que debe respetar derechos como: la presunción de inocencia, el derecho al honor, a la intimidad, la privacidad y el derecho a la réplica.

Afirmé además, que allí donde existen, el objetivo de los juicios mediáticos no es otro que influenciar y predisponer a la opinión pública a favor o en contra de los imputados, sin esperar las decisiones de los órganos encargados de impartir justicia. Tales prácticas minan la credibilidad de un sistema de justicia que, en el caso de Cuba y hasta donde sabemos, no ha procesado ninguna de esas denuncias por motivos tampoco explicados.

Antes del cierre de la Mesa de debate, expresé que un régimen político que no reconozca el pluralismo político, desmerezca el diálogo y criminalice el disenso, no puede presentarse como una democracia. Por «democracia sin apellidos», sin etiquetas, me referí no a una democracia desideologizada, sino a la necesidad de corroborar empíricamente, a partir de indicadores bien definidos, el carácter democrático o no de un determinado régimen político.

Al instante, la frase «democracia sin apellidos», provocó comentarios oportunos de los colegas Ailynn Torres e Hiram Hernández, al tiempo que, sacada de contexto, dio combustible para turbinar la reacción airada de quienes con frecuencia alternan su rol de presuntos defensores de las causas más nobles de la humanidad en sus columnas de la prensa oficial, con el de haters, manipuladores, falseadores de discursos ajenos y apologistas del estalinismo neoliberal. En pocas palabras, de los ejecutores —desde la seguridad que ofrecen las redes sociales y el aval estatal—, del trabajo sucio que figuras de mayor abolengo intelectual, burocrático o partidista no pueden realizar para no faltar al decoro que sus cargos exigen.

Nosotros, que también tenemos decoro y sentido cívico, no nos dejaremos llevar al estercolero al que no pertenecemos y en el que habita la hornada que redujo el simbolismo de la Revolución cubana a dos expresiones bien yanquis: sexy y cool, sin que los cancerberos ideológicos allí presentes se inmutasen. La banalización de la propia Revolución que dicen defender es otro de los recursos de lucha.

En otro momento comenté, que en países como China y Vietnam, la legitimidad del modelo social no dependía de la naturaleza del régimen político establecido, sino de los niveles de desarrollo y prosperidad individual y social alcanzados en los últimos treinta años, y que por tanto, las autoridades cubanas tenían dos problemas muy serios. Uno político, dadas las prácticas que delatan los déficits democráticos de un modelo que se presenta, o es presentado, como la superación en todos los sentidos del modelo de democracia adoptado por la mayoría de los países occidentales. Otro económico, a tenor de las dificultades que obstaculizan —bloqueo incluido— la concreción del «socialismo próspero y sostenible» del que, por cierto, hoy poco se habla.

Durante la mesa, Carlos Alzugaray atribuyó la falta de una cultura del diálogo a dos factores fundamentales: la política agresiva de los Estados Unidos contra Cuba, bloqueo incluido, y una serie de errores internos que van desde lo económico hasta lo político. Aunque nunca he negado la materialidad de los factores mencionados por el doctor Alzugaray, nuestra principal divergencia radica en el peso otorgado a cada uno de ellos.

La expresión  que se atribuye a Ignacio de Loyola, según la cual en una fortaleza sitiada cualquier disidencia era traición, aplicada al caso cubano, sostiene que el estado de las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, determina a su vez el clima de las relaciones Estado-sociedad civil en la Isla. Sin embargo, la ponderación del bloqueo y del historial de agresiones y planes de cambio de régimen ejecutadas o patrocinadas por Washington, tiende a negar las características inherentes a un proyecto social que tuvo como principal referente, sobre todo a partir de la década del setenta del siglo pasado, al fracasado modelo soviético.

Dicho modelo, desde la guerra civil, pasando por el posterior ascenso de Stalin y hasta la Perestroika de Mijaíl Gorbachov, se caracterizó precisamente por la ampliación de los derechos sociales y económicos de los ciudadanos, la industrialización acelerada —con alto costo en vidas— y grandes hazañas científicas y tecnológicas; pero supeditó la ampliación de los derechos políticos y civiles a la obtención de la victoria sobre el capitalismo y al posterior establecimiento de una sociedad comunista. Fue un Estado que asumió una interpretación del marxismo que consideraba burguesas, y por tanto prescindibles, nociones como estado de derecho, y que subordinó los derechos y libertades de los individuos a los objetivos políticos del partido único.

Así las cosas, si un pecado han de purgar los fundadores y dirigentes de los antiguos regímenes socialistas de Estado, es que en ninguno floreció la democracia política. Al respecto, el filósofo político V. P. Mezhuev consideró que «para un país situado en la periferia, es difícil combinar modernización con democracia y libertad». El socialismo soviético, aseguró por su parte el filósofo y escritor ruso Nikolai Berdiaev, fue realmente «un “capitalismo a la rusa”: capitalista en su contenido tecnológico y anticapitalista en la forma». O sea, capitalismo en la práctica y socialismo en el discurso.

Socialismo con características chinas es tal vez uno de los pocos eufemismos que podemos achacarle a los dirigentes del país que, en menos de tres décadas, se convirtió en la segunda economía del planeta y hoy le disputa la hegemonía económica y política a los Estados Unidos. El Partido Comunista de China, como apuntó Moshe Lewin, combinó la modernización por medio de la economía de mercado sin que hasta hoy renunciara a su sistema político antidemocrático. Reitero, sin ambages y sin venderse como un modelo de democracia verdadera.

 En Cuba, donde desde 1991 la prioridad del Estado y de la sociedad no es más la consecución del comunismo —si bien de forma simbólica se mantiene en la Constitución—, sino la preservación de los derechos sociales y económicos adquiridos después del triunfo de la Revolución; ha quedado muy claro que la restricción de derechos políticos y civiles a todos los ciudadanos, en especial, a aquellos que divergen de los postulados y prácticas defendidos por el Partido Comunista, como en la URSS, responde a una cuestión muy pragmática: la preservación del Estado y del poder del grupo, casta o clase que lo dirige.

A los elementos mencionados por Carlos Alzugaray —errores internos y asedio externo—, yo agregaría dos más: la cultura política dominante en nuestra sociedad y los efectos de la crisis económica que nos agobia desde que tengo uso de razón, potenciada ahora por la actual situación sanitaria derivada de la pandemia.

Sobre la cultura política del pueblo cubano, la investigadora Velia Bobes explica que fue resultado de un largo proceso de formación que se inició en el siglo XIX y no ha concluido. Dicha autora, también cubana, afirma que la tolerancia, el diálogo, la negociación, la solución de conflictos y la moderación no son valores fundamentales de nuestra cultura política desde antes del triunfo de la Revolución de 1959.

La práctica política insular sigue la lógica schmidtiana de amigo-enemigo, que se complementa en esta expresión, muy popular en América Latina: «Para mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley». No he consultado estudios comparativos sobre el nivel y características de la cultura política de las y los cubanos en diferentes períodos históricos, pero me arriesgo a afirmar que una de las diferencias principales es la incompatibilidad de la cultura política realmente existente con los valores, principios y normas que constituyen las bases de un régimen político democrático.

Por ejemplo, violencia, intolerancia e irrespeto al Estado de derecho, son incompatibles con principios presentes en las Constituciones cubanas de 1901 y 1940. En pocas palabras, la práctica estaba divorciada del deber ser, de la norma.

A partir de enero de 1959, los enfrentamientos clasistas e ideológicos que todo proceso revolucionario provoca, y la posterior adopción del modelo y marxismo soviéticos, mantuvieron, radicalizaron y legitimaron la intolerancia, el enfrentamiento, la violencia simbólica y física, y la falta de moderación como parte de nuestra cultura política. Aclaro que ellos son patrimonio de la mayoría de los ciudadanos cubanos, independientemente de su credo político, origen social, lugar de residencia y posicionamiento en relación al modelo social vigente en Cuba.

La intolerancia, la violencia, la intransigencia y la poca ponderación son males que lastran la normalización de relaciones entre los integrantes de la nación cubana. Tan es así, que en la primera emisión de la Mesa de debate, personas que hablaron en representación de sí mismas, que no presentaron ningún programa político, no hicieron promesas, no llamaron a la insurrección o a una nueva constituyente, ni ofrecieron soluciones salomónicas para resolver de una vez los problemas de Cuba; fueron tildadas de «demagogas» y «secuestradoras de la voz de la sociedad cubana».

La burocracia estatal y partidista está consciente de que el deterioro de las condiciones de vida del pueblo puede ser fuente de inestabilidad social, y perjudicada ella misma por la crisis que nos azota, se vio obligada a implementar medidas económicas postergadas por varios años y que se vuelven más impopulares de lo que ya eran debido a la actual coyuntura.

En momentos en que hasta actores de la izquierda crítica han denunciado el matiz neoliberal de algunas de las medidas del llamado «ordenamiento monetario», también presente en los discursos de algunos dirigentes llamados a defender y explicar la medidas; la maquinaria represiva se ha vuelto más agresiva y ya no distingue la derecha de la izquierda: todos son «enemigos», «mercenarios», «apátridas», «golpistas».

Es curioso que los mismos portavoces oficiosos —voluntarios y a sueldo—, que hace unos años dedicaron semanas enteras a calificar de centristas y neoliberales a economistas prestigiosos como Mauricio de Miranda, Pedro Monreal, Pável Vidal y Omar Everleny Pérez, parezcan hoy más preocupados en contener y denostar las iniciativas de los artistas e intelectuales impertinentes que en rechazar, por ejemplo, la eliminación, de un plumazo, del pago por antigüedad a los trabajadores del sistema de educación general.

Las descalificaciones recibidas en el perfil de Articulación Plebeya, los memes y posts que desde la semana pasada pululan en los muros de los defensores de la fe y comparsa, son de una agresividad equivalente a la del período brezhneviano, cuyo correlato cubano Ambrosio Fornet denominara el Quinquenio Gris, pero se inspiran en la idea estalinista de imponer el orden por medio de la violencia y el miedo.

A sabiendas o no, estos reclutas abrazan las enseñanzas de Steve Banon y acuden a discursos de odio, racistas, machistas y clasistas. En tal sentido, desconocen el valor, los derechos y la legitimidad del criterio ajeno a partir del discurso populista y fascista del «nosotros el pueblo» contra «ellos los no personas», alegato que apela al ninguneo, que manipula, miente y cuando no hay más recurso se victimiza, que es otra forma de mentir.

Los voceros oficiosos de la burocracia padecen el síndrome del perro del hortelano: no dialogan —dicen—, ni dejan dialogar. Nuevas Mesas de debate serán convocadas por Articulación Plebeya para disgusto de los autócratas criollos, sus fieles escuderos y los mercenarios/arribistas de signo inverso. Los émulos cubanos de la derecha iliberal, que seguirán travestidos de socialistas, habrán de acostumbrarse a la idea de que los que no nos conformamos con una Cuba cool y sexy, seguiremos defendiendo la importancia y la necesidad del diálogo.

16 febrero 2021 24 comentarios 4k vistas
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Las derrotas de Bolsonaro

por Alexei Padilla Herrera 25 enero 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

El domingo 17 de enero de 2020, la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria de Brasil (ANVISA) autorizó el uso de dos vacunas para el combate al Covid19: la Coronavac y la desarrollada por la Universidad de Oxford y el laboratorio AstraZeneca. El anuncio trajo esperanza para un país que se acerca a 850 mil personas infectadas y 220 mil vidas perdidas.

En lugar de comandar los esfuerzos para contener el avance del nuevo coronavirus en uno de los países más desiguales del mundo, —aunque con la ventaja de poseer un sistema público de salud presente en todos los municipios de la Federación—, desde el inicio de la pandemia del SARS-Cov-2 el presidente Jair Bolsonaro emuló el discurso y los gestos de Trump.

Afirmó que el Covid19 no era más una gripecita, exhortó el uso de la cloroquina y la hidroxicloroquina, se manifestó contrario a medidas de distanciamiento social, en medio del crecimiento exponencial del número de contagios participó en manifestaciones de apoyo a su gobierno y contrarió las orientaciones emitidas por sus propios ministros de Salud —los doctores Luiz Henrique Mandetta y Nelson Teich—,  a quienes sustituyó por Eduardo Pazuello, un general del ejército sin formación médica ni experiencia en el sector sanitario, pero que sabe hacer, y muy bien, lo que el presidente necesita: acatar lo que se le ordena.

Bajo el comando del general Pazuello, el Ministerio de Salud mandó a suspender las conferencias de prensa y obstaculizó la publicación de los números oficiales sobre el comportamiento de la pandemia en el país con el fin de ocultar la gravedad de la crisis sanitaria. La falta de transparencia del Gobierno federal obligó a la creación del Consorcio de Medios Prensa, un grupo conformado por las principales empresas periodísticas del país para divulgar diariamente los datos de la pandemia de Covid-19 suministrados por las secretarías de salud de los veintisiete estados brasileños.

Ante la inacción del presidente de la República, el Congreso, Poder Judiciario,  gobiernos estaduales y municipales, Consejos de Medicina y diversas organizaciones de la sociedad civil, se unieron para evitar que la situación epidemiológica hiciera colapsar el sistema de salud y llevara al país, de más de 210 millones de habitantes, a una situación similar a la vivida en Italia, España o Nueva York durante los primeros meses del pasado año.

En abril de 2020, el Supremo Tribunal Federal reforzó la autonomía a estados y municipios para coordinar el combate contra el Covid19. De esa forma, la mayoría de los gobiernos locales pudieron ejecutar protocolos en sintonía con las orientaciones de la Organización Mundial de la Salud. El Ejecutivo federal se limitaría al envío de los recursos materiales y económicos solicitados por gobernadores y alcaldes, y al financiamiento de vacunas y tratamientos eficaces contra el Covid-19.

Como Donald Trump, Bolsonaro se convirtió en un defensor del uso de la cloroquina en el tratamiento precoz a pacientes infectados con el nuevo coronavirus. Con su venia, el Ministerio de Defensa gastó 1,5 millones de reales —cerca de 280 mil dólares— para ampliar en dieciocho veces la fabricación de ese medicamento, según reveló en mayo pasado el medio Reporter Brasil. Desde entonces, el Ministerio Público investiga si el propio presidente determinó el aumento de la producción de un fármaco cuya eficacia en el combate del Covid-19 no había sido comprobada científicamente.

A finales de octubre de 2020, mientras el virus se expandía por todos los estados de la Unión, en vez de fortalecer el sistema de Salud, el Gobierno federal emitió un decreto que ordenaba la realización de estudios para evaluar la posibilidad de que el sector privado participara en la construcción y administración de las Unidades Básicas de Salud (UBS), equivalente brasileño a nuestros consultorios del Médico de la Familia.

La movilización de varios partidos políticos en el Congreso para derogar la norma jurídica presidencial y las duras críticas de organizaciones de la sociedad civil, como el prestigioso Consejo Nacional de Medicina, hicieron que esa misma tarde Bolsonaro publicara un nuevo decreto derogando el anterior. El rechazo a la privatización de las UBS no solo provino de los sectores de izquierda. Junior Bozella, diputado del Partido Social Liberal (PSL), el mismo que lanzó la candidatura del capitán Bolsonaro a la presidencia de la República, dijo a un medio local que para los 150 millones de brasileños necesitados de los servicios del Sistema Único de Salud, el decreto del presidente significaba una puñalada por la espalda y un atentado a la Constitución Federal, que garantiza a todos los ciudadanos el acceso universal y gratuito a la salud.

El factor Doria

Desde que en marzo de 2020 las autoridades sanitarias reportaran el primer caso de Covid19 en Brasil, João Doria, gobernador de São Paulo, se opuso al negacionismo del jefe del Ejecutivo federal. A tenor con ello, adoptó los protocolos recomendados por la Organización Mundial de la Salud para evitar la sobrecarga de los hospitales en un estado de 44 millones de habitantes.

Afiliado al centroderechista Partido Socialdemócrata Brasileño (PSDB), periodista y publicista, João Doria es miembro de una de las familias de políticos y empresarios más antiguas e influyentes del país. Durante la campaña electoral de 2018, aprovechó el resentimiento de buena parte del electorado hacia el Partido de los Trabajadores (PT) y declaró su apoyo al entonces candidato a la presidencia Jair Bolsonaro. Con ese movimiento táctico, el entonces alcalde de la ciudad de São Paulo consiguió captar los votos necesarios para comandar el estado más populoso y económicamente rico de la Federación. Políticos y analistas coinciden en que la gubernatura del estado paulista ha sido un estadio previo en el camino de Doria hacia a la  presidencia de la República, de ahí que ya se perfile como uno de los cuadros de la derecha tradicional para sacar del poder, en 2020, al llamado Trump de los trópicos.

 El 25 de marzo de 2020, durante una reunión entre el Ejecutivo federal y los gobernadores estaduales, Doria exigió que el presidente diera el ejemplo y ejerciera su rol de mandatario para dirigir el país y no para dividirlo. Exaltado, Bolsonaro lo acusó de irresponsable, demagogo, de carecer de altura para criticar al Gobierno federal y de ambicionar la presidencia de la República. Comenzaba una rivalidad que perdura hasta hoy.

La carrera por la vacuna

El 6 de agosto de 2020 el presidente Bolsonaro anunció que destinaría un crédito de 1,9 mil millones de reales para la adquisición y producción en Brasil de la vacuna contra el Covid19 desarrollada por el laboratorio AstraZeneca y la Universidad de Oxford. Una vez aprobada por la ANVISA, la Fundación Oswaldo Cruz —vinculada al Ministerio de Salud y con sede en Rio de Janeiro—, comenzaría a producir 100 millones de dosis.

También en ese mes, João Doria —quien desde abril de 2020 había conversado con autoridades de China sobre la posibilidad de que el Instituto Butantan de la Universidad de São Paulo produjese el inmunizante desarrollado por el laboratorio Sinovac— comentó que si la tercera fase de estudios arrojaba resultados positivos, previa aprobación de la ANVISA, la Coronvac estaría disponible en el sistema de salud en diciembre de ese año.  Capaz de producir 120 millones de dosis de la vacuna necesarias para inmunizar 60 millones de personas, el Butantan ya estaba recibiendo donaciones del sector privado para duplicar la producción de la Coronavac. Según la Agencia Brasil, en junio de 2020, de los 130 millones de reales necesarios para ese fin, el gobierno paulista había el 73% (96 millones).

A finales de septiembre de 2020, João Doria y Weining Meng, vicepresidente de la farmacéutica china Sinovac, firmaron un contrato que previó el suministro de 46 millones de dosis de la vacuna Coronavac y la autorización de su producción en Brasil, a cargo del prestigioso Instituto Butantan

El 20 de octubre, el general Pazuello anunció que el Ministerio de Salud compraría 46 millones de dosis producidas para iniciar la inmunización de toda la población brasileña. Aunque tal noticia recibió el apoyo de los veintisiete gobernadores, Bolsonar desautorizó al ministro Pazuello, cuestionó la eficacia de la Coronavac y pidió a las personas que no la aceptaran por tratarse de una vacuna concebida en China. Para agradar a su base de apoyo —que incluye militantes del movimiento antivacunas y adeptos a toda clase de teorías conspirativas—, Bolsonaro afirmó: «(…) no compraremos una sola dosis de la vacuna de China, del mismo modo que mi gobierno no mantiene ningún diálogo con João Doria en lo relacionado al Covid19». Horas después el mandatario reapareció y, con un tono más comedido, dijo que «cualquier vacuna, antes de estar disponible para la población, debe ser comprobada científicamente por el Ministerio de Salud y certificada por la ANVISA», añadió que «el pueblo brasileño no sería cobaya de nadie» y enfatizó su decisión de «no adquirir la referida vacuna china».

Conforme a un reportaje de la revista Veja, en agosto de 2020 Albert Bourla, gerente global de la empresa Pfizer, comunicó al presidente que a pesar de haberse reunido con representantes de su administración, hasta ese momento no había sido informado sobre el interés del Gobierno en adquirir las vacunas producidas por esa compañía estadounidense. Solo en noviembre pasado, preocupado por los efectos negativos de la pandemia en la actividad económica, la presión de los gobernadores para que el gobierno federal definiese una estrategia nacional de vacunación, la derrota de la mayoría de los candidatos bolsonaristas en los comicios municipales de 2020 y el protagonismo alcanzado por João Doria en la carrera por la vacuna; el gobierno Bolsonaro, que había apostado exclusivamente por la vacuna desarrollada en la Universidad de Oxford y el AstraZeneca, desengavetó la carta de Bourla y orientó negociar con el laboratorio norteamericano. A pesar de ello no consiguió que las dosis del inmunizante de la Pfizer llegaran a Brasil con la celeridad necesaria para neutralizar a tiempo las pretensiones de Doria.

El 19 de noviembre de 2020 llegaron a São Paulo las primeras 120 mil dosis de la Coronavac. En la ocasión, el gobernador paulista afirmó que además de proteger a la población, la vacuna significaba la oportunidad de «una nueva vida» y apuntó que sus gestiones para obtener el inmunizante en el menor tiempo posible, no debían ser vistas como una «carrera por la vacuna», sino como una «carrera por la vida». Veintiún días después, arribaría un segundo lote con 1,6 millones de la Coronavac.

A pesar de no contar siquiera con las dosis necesarias para inmunizar a las personas que integran el grupo de riesgo en el estado de São Paulo, el 7 de diciembre Doria divulgó el plan de vacunación estadual y mencionó la posibilidad de que el resto de los estados brasileños comprasen la vacuna producida por el Butantan, lo que de alguna manera desconocía que la elaboración del plan nacional de inmunización es coordinado por el Ministerio de Salud.

Caos en Manaos

Las muertes de decenas de enfermos de Covid19 por falta de oxígeno medicinal en varios hospitales de la ciudad Manaos, capital del estado Amazonas, ha sido el capítulo más reciente de una tragedia en la que el Gobierno federal tiene una cuota importante de responsabilidad. Informes redactados entre el 8 y el 11 de enero por especialistas del Ministerio de Salud que inspeccionaron hospitales amazonenses, anticiparon la posibilidad de que la red hospitalaria de Manaos colapsara debido a las bajas reservas de oxígeno medicinal. El 7 de enero último, la empresa White Martins, productora y distribuidora del oxígeno necesario en los hospitales, advirtió que el aumento de la demanda —superior a su capacidad de producción— empeoraría la situación de las unidades que atendían pacientes con Covid19.

Dos días después, el gobierno de Amazonas informó que los 373 balones de oxígeno enviados por el Ministerio de Salud alcanzaban para atender a solo 70 de los 2 700 pacientes ingresados con Covid19 en los hospitales de ese estado en aquel momento. Horas más tarde, el ministro Pazzuelo viajó a Manaos, no con el objetivo de llevar oxígeno sino con el de insistir en la aplicación de un tratamiento precoz contra el Covid19 y reiterar la capacidad y prontitud de las autoridades federales para resolver cualquier demanda.

El 14 de enero, cuando las denuncias por la muerte de pacientes en Manaos inundaron las redes sociales digitales, el propio ministro de Salud afirmó que ningún carguero de la Fuerza Aérea estaba disponible para transportar oxígeno al Amazonas. Minutos después, Pazzuelo y Bolsonaro reaparecieron juntos y comunicaron que ya estaban rumbo a Manaos los aviones con oxígeno y parte de la ayuda requerida.

Gobernadores de varios estados, empresarios, organizaciones de la sociedad civil y gobiernos extranjeros ofrecieron su solidaridad y ayuda a las autoridades de Amazonas. Decenas de pacientes fueron transferidos vía aérea a hospitales de varias capitales brasileñas. Empresas privadas se articularon para hacer llegar oxígeno a Manaos. Por su parte, el estado de São Paulo comunicó el envío de cuarenta ventiladores mecánicos y la disponibilidad de camas en hospitales paulistas para recibir pacientes amazonenses, entre ellos sesentiún bebés prematuros.

Aunque el presidente brasileño ordenó el regreso del embajador de Brasil en Caracas, el cierre de los consulados en territorio venezolano y hasta hoy no reconoce la legitimidad de Nicolás Maduro; no se ha atrevido a rechazar la ayuda enviada por Venezuela. Desde allí llegaron los primeros camiones cisterna con 136 mil metros cúbicos de oxígeno, donados por el estado Bolívar. La embajada de China en Brasil también ofreció apoyo financiero y donación de insumos médicos necesarios para salvar vidas en los hospitales amazonenses.

Durante el anuncio de la disposición de São Paulo para ayudar al Amazonas, el gobernador Doria afirmó: «tengo la sensación de que al gobierno de Bolsonaro le gusta el olor de la muerte y no celebrar la vida». [De lo contrario], «habría contribuido con el estado de Amazonas para ofrecer condiciones mínimas de atención a los brasileños que allá viven, y no habríamos visto las escenas dramáticas (…) en la televisión».

En respuesta a esas y otras críticas, el presidente Bolsonaro aseguró que su gobierno siempre auxilió a Amazonas, y publicó el comprobante de los 2,36 mil millones de reales transferidos por el Gobierno federal para ese estado durante 2020, que incluía recursos para el combate al Covid19.

El pasado domingo 17, el Ministerio de Salud envió al Amazonas siete plantas de producción de oxígeno medicinal con capacidad para abastecer 100 camas de terapia intensiva. A ellas se suman cinco dispositivos similares donados por el Hospital Sirio-Libanés (privado) de São Paulo, según el sitio web G1.

La situación en el estado de Amazonas parece demostrar que en Brasil el principal problema no ha sido la falta de recursos, sino la ausencia de un plano común coordinado entre el Ejecutivo federal y los gobiernos estaduales para enfrentar la pandemia.

Impeachment en el horizonte

Con el caos en Amazonas, el empeoramiento de la situación epidemiológica en varios estados de la Federación, la crisis económica, los ataques de Bolsonaro a la Coronavac y su insensibilidad ante la pérdida de centenas de miles de vidas; ha crecido la presión para que el Congreso abra un proceso de impeachment contra él. De los cincuenta y seis pedidos de destitución recibidos por la Cámara de Diputados, veintiuno se refieren al modo en que el mandatario ha conducido el enfrentamiento a la pandemia.

Entre los pedidos de impeachment, aparece uno firmado por el cantautor Chico Buarque, el escritor y teólogo Frei Betto y otras personalidades de la cultura. De acuerdo al documento, citado por el diario Estado de São Paulo, la denuncia concluye que el Presidente atentó contra la seguridad nacional, la probidad de la administración, la existencia de la Unión Federativa y el libre ejercicio de los derechos políticos, individuales y sociales. A esa petición, presentada en julio de 2020, se sumó esta semana la redactada por cinco partidos de izquierda con asiento en el Congreso: Partido de los Trabajadores, Partido Democrático Laborista, Partido Socialista Brasileño, Red de Sustentabilidad y Partido Comunista del Brasil.

Los pedidos formales para que el jefe de Estado sea sometido a un juicio político que decida su continuidad o no en el cargo, se complementan con los cacerolazos del 15 de enero en decenas de ciudades y una convocatoria a realizar caravanas de autos en diversas capitales, el sábado 23, bajo el lema #ForaBolsonaro. El rechazo al Presidente se ha generalizado a tal punto que movimientos sociales de derecha —como Vem Pra Rua (Ven Pa’ la Calle) y el Movimiento Brasil Libre— que en 2016 lideraron las manifestaciones a favor de la destitución de la presidenta Dilma Roussef, y contribuyeron a la victoria del político ultraderechista en la elección de 2018, ahora presionan para lograr su salida. En la oposición a Bolsonaro convergen políticos neoliberales como João Amôedo, presidente del Partido Nuevo; el petista Fernando Haddad, excandidato del PT a la Presidencia en 2018, y el exministro del Supremo Tribunal Federal Ayres Britto.

Compás de espera

El 15 enero, un avión de la empresa Azul esperaba la orden de partir en dirección a la India con la misión de traer 2 millones de dosis de la vacuna contra el Covid-19 desarrollada por Astra-Zeneca y la Universidad de Oxford. Anunciada por el Ministerio de Relaciones Exteriores desde el 5 de enero, la importación de las dosis no pudo concretarse. El mismo día en que las escenas trágicas de pacientes muriendo en hospitales de Manaos por falta de oxígeno irrumpieron en las pantallas de todo el mundo, un portavoz de la cancillería india comunicó que era muy temprano para dar una respuesta acerca del envío de vacunas a otros países, en momentos en que la campaña de vacunación del país asiático recién comenzaba. En la tarde del 16 de enero el Airbus A330neo que viajaría a Mumbai, llegó a Manaos para entregar balones y concentradores de oxígeno, junto a 700 kg de nasobucos, enviados por el Ministerio de la Salud.

Aunque la decisión del gobierno de la India frustró los planes de Bolsonaro, que esperaba que los 2 millones de dosis estuvieran en Brasil antes del 17 de enero, fecha en que la ANVISA confirmaría si autorizaba el uso de emergencia de las inmunizantes Coronavac y Astra-Zeneca/Oxford, la carrera por el título de salvador de la patria aún no estaba perdida, pues el 7 de enero el Ministerio de Salud había firmado un contrato con el Instituto Butantan para adquirir  100 millones de dosis de la Coronavac, incorporarlas al Plan Nacional de Inmunización y distribuirlas a todos los estados del país. Así las cosas, Bolsonaro sería recordado no como el presidente que negó la gravedad de la pandemia, sino como el mandatario que venció la guerra contra el Covid-19 con la vacuna promovida por su adversario, el gobernador Doria.

Cuarenta y ocho horas antes del dictamen de la ANVISA, João Doria declaró que de los 6 millones de dosis de la Coronavac producidas por el Butantan, 4,5 millones serían enviadas al Ministerio de Salud, mientras que el resto se incorporaría al plan de vacunación estadual, sin la intermediación de ningún ente del Gobierno federal. A pesar de sus esfuerzos para centralizar la distribución del inmunizante, el ministro Eduardo Pazuello no pudo garantizar que el presidente Jair Bolsonaro pasara a la historia como el dirigente político que inició la inmunización contra el Covid-19 en Brasil.

Minutos después de conocerse que la ANVISA había autorizado el uso de la Coronavac y la Astra-Zeneca/Oxford, la enfermera Mónica Calazans, y la técnica en enfermería Vanuzia Santos fueron las primeras personas vacunadas en el país, durante una ceremonia con la presencia de João Doria.  La elección de Calazans y Santos, mujer negra la primera e indígena la segunda, representantes de los segmentos de la población brasileña preteridos históricamente, fue un giño político a los partidos y movimientos progresistas comprometidos con diferentes luchas sociales.

Incapaz de prever la emboscada que le tendió Doria, el general Pazuello apareció minutos después en la televisión para criticar la jugada de marketing del gobernador paulista, condenar la politización de la vacuna y reivindicar de alguna forma el protagonismo del Gobierno federal en la lucha contra el Covid-19. Sin embargo, para la mayoría de los analistas, el apresuramiento de João Doria y el hecho de que la ANVISA no autorizara el uso de ningún medicamento para el tratamiento precoz del coronavirus, como durante meses han defendido Bolsonaro y Pazuello, constituyó una de las derrotas más vergonzosas infligidas a la administración Bolsonaro en la carrera por la vacuna.

De los chinos son las cosas

La producción de la Coronavac en una cuantía que permita la inmunización de la mayoría de población, depende de componentes elaborados por laboratorios chinos. La obtención de la materia prima imprescindible para que el Instituto Butantan y la Fundación Oswaldo Cruz puedan entregar los millones de dosis contratadas por el Ministerio de Salud, depende del éxito de las negociaciones entre los gobiernos de Brasil y China. Con todo, desde que Bolsonaro decidió imitar la política exterior de Donald Trump, las relaciones entre Brasilia y Pequín se han enfriado, en parte debido a los ataques contra China proferidos por el propio presidente, integrantes de su gabinete ministerial y por su hijo, el diputado federal Eduardo Bolsonaro.

El doctor Dimas Covas, director del Instituto Butantan, recordó la semana pasada que antes de que la ANVISA autorizara su uso, la Coronavac era el enemigo número uno del presidente, quien la llamaba «vacuna china de Doria». Ahora que Bolsonaro la rebautizó como «la vacuna de Brasil», para eclipsar el protagonismo del gobernador de São Paulo, Covas exigió que el «presidente tenga la dignidad de defenderla y de solicitar el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores en las conversaciones con el gobierno de China».

Empero, los primeros en dialogar por separado con la embajada de China en Brasil fueron el ministro Pazuello y Rodrigo Maia, presidente de la Cámara de Diputados. Después de ambas reuniones, el embajador Yang Wanming publicó sendos mensajes en Twitter en los que reafirmó la importancia de la colaboración entre los dos países en el combate a la pandemia. Al conocer que el presidente de la Cámara había hecho la tarea que correspondía al canciller, el Ejecutivo emitió una nota en la que afirmó que estaba «tratando con seriedad todas las cuestiones relacionadas con la adquisición de insumos farmacéuticos para la producción de vacunas», y que el Gobierno federal era el único interlocutor oficial con el gobierno de China.

El gobernador João Doria, siempre listo para aprovechar a su favor cualquier falla del Gobierno federal que lo haga aumentar su capital político rumbo a las elecciones de 2022, dijo a los periodistas que si el presidente Jair Bolsonaro y sus hijos parasen de hablar mal de China ayudarían bastante.

En medio del aluvión de derrotas, amenazas de impeachment y pérdida de apoyo popular, por fin una buena noticia para el presidente. En la noche del 21 de enero, el gobierno de la India autorizó el envío a Brasil de los 2 millones de dosis de la vacuna AstraZenca/Oxford adquiridos por la Fundación Oswaldo Cruz con financiamiento del Gobierno federal, lo que podría aliviar temporalmente la situación del gobierno de Bolsonaro. Más temprano, el ministro Eduardo Pazuello aseguraba que en lo que resta de enero e inicios de febrero, se asistiría a una «avalancha de laboratorios» presentando sus propuestas de vacunas contra el Covid-19.

Aunque solo el tiempo dirá si el Gobierno Bolsonaro sobrevivirá a los efectos devastadores de sus propias decisiones, o si João Doria será el próximo presidente, esperemos que el optimismo del ministro Pazuello no sea una jugada de marketing y que el país consiga inmunizar a la mayoría de sus ciudadanos, para que, al margen de intereses políticos y disputas de poder, Brasil pueda finalmente controlar la pandemia y retornar a la normalidad.

Como suele suceder en las telenovelas de la TV Globo, nuevos e inesperados sucesos complican aún más la gestión del Gobierno federal. El sábado 23 de enero, el fiscal general de la República, Augusto Aras, solicitó al Supremo Tribunal Federal permiso para investigar la conducta del ministro de Salud durante las acciones de enfrentamiento a la pandemia en la ciudad de Manaos. La Fiscalía acogió la denuncia presentada por el partido Ciudadanía —referida a la supuesta inacción del ministro y sus funcionarios— y el contenido de un informe preliminar sobre la crisis sanitaria en Amazonas, elaborado por el Ministerio de Salud.

En la noche del propio día, el ministro Pazuello llegó a Manaos para entregar 132,5 mil dosis de la vacuna Oxford/AstraZeneca y dirigir personalmente el enfrentamiento a la pandemia de Covid-19. De acuerdo con una nota del Ministerio de Salud, Pazuello permanecerá en el estado de Amazonas por el tiempo que sea necesario.

Según el último sondeo de la empresa Datafolha, divulgado el pasado viernes 22 de enero, el cuarenta por ciento de la población considera que el desempeño del gobierno es malo o pésimo, mientras que el treintaiún por ciento piensa que es bueno u óptimo. Las cifras sugieren que después de Fernando Collor de Mello (1989-1992), Jair Bolsonaro sigue siendo el jefe de estado brasileño con menor índice de popularidad durante su primer mandato.

No obstante, la misma encuesta arroja que cincuenta y tres por ciento de los ciudadanos se opone a la destitución del Presidente, al tiempo que cuarenta y dos de cada cien apoya su deposición. Si el descontento social con su gestión continuase aumentando y el país no lograra superar la crisis sanitaria y económica en el menor tiempo posible, Bolsonaro podría ser el tercer presidente separado del cargo desde 1988.

La acción de los poderes legislativo y judicial; los gobernantes estaduales y municipales; los partidos políticos, la sociedad civil y los medios de comunicación; ha puesto freno a la conducta errática de un presidente que habría replicado la situación caótica de Manaos en otras capitales y municipios brasileños. La vigencia del Estado de democrático de derecho consagrado en la Constitución Ciudadana de 1988, que entre otras cosas establece que nadie —ni siquiera el presidente de la República— está por encima de la ley, ha sido la razón principal de las derrotas del Jair Bolsonaro.

25 enero 2021 3 comentarios 1k vistas
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democracia

Sin democracia real el socialismo solo existe en las consignas

por Alexei Padilla Herrera 13 enero 2021
escrito por Alexei Padilla Herrera

Las imágenes de decenas de seguidores del presidente Donald Trump invadiendo el Capitolio de Washington, el mismo día en que el Congreso Federal certificaba la victoria electoral del demócrata Joe Biden, lleva a pensar que aunque el resultado nos librará temporalmente de los desatinos del presidente saliente, el trumpismo —secuela, estímulo y fermento de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense— debe perdurar por algún tiempo.

Bajo la administración de Donald Trump, la democracia estadounidense y las instituciones llamadas a ejercerla y protegerla pasaron por la que ha sido, tal vez, su más dura prueba desde la constitución de los Estados Unidos, en 1787, o de la Guerra de Secesión (1861-1865). Una prueba muy difícil, considerando que, por primera vez, la principal amenaza al régimen político vigente en ese país era el titular del poder ejecutivo.

Los estragos causados por la política de Trump se extendieron a las relaciones internacionales. La salida de los Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud en medio de la pandemia de Covid-19, la guerra comercial contra China, las presiones sobre la Organización Mundial del Comercio, el abandono del Acuerdo de París, y el endurecimiento del cerco comercial contra Cuba y Venezuela, son algunos ejemplos del afán destructivo del magnate neoyorquino.

Si bien es cierto que la salud de la democracia liberal en general, y del modelo democrático norteamericano en particular, no está en su mejor momento, es exagerado afirmar que el régimen político vigente en aquel país se encuentre en fase terminal. El número de votos alcanzado por Joe Biden y Kamala Harris, la movilización de millones de estadounidenses, especialmente negros, para, democráticamente, sacar a Donald Trump de la Casa Blanca; son hechos concretos que contradicen los juicios compartidos por la profesora Karima Oliva Bello en un comentario de su autoría que el periódico Granma tuvo a bien publicar.

Como de costumbre, en lugar de una discusión seria sobre las consecuencias del ascenso del populismo de derecha en varios países del mundo —representado no solo por Donald Trump, sino por Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Viktor Orbán, Recep Tayyip Erdogan, Rodrigo Duterte o Andrzej Duda—, Granma optó por la publicación de un escrito muy a tono con algunos de los «11 principios de la propaganda».

«Las “democracias” liberales —apunta la columnista—, son una alternativa en decadencia». Y agrega que copiar su modelo agravaría «las contradicciones de la sociedad contemporánea en términos desfavorables para la mayoría de cubanas y cubanos». Por desconocimiento o por el carácter meramente propagandístico de su texto, la profesora Karima hace un esfuerzo para igualar la democracia liberal, que es una forma de gobierno, con el liberalismo económico, doctrina que en esencia defiende el desarrollo por medio del libre mercado y la reducción del intervencionismo del Estado en la sociedad económica.

Además de ocultar las fuentes de las que emanan sus apocalípticas conclusiones, la comentarista Karima Bello no ofrece la definición de lo que entiende por democracia, máxime cuando sentencia que las de cuño liberal en su conjunto, a partir de lo sucedido en Estados Unidos, no son una alternativa.

Vale decir que, no apenas la liberal, sino cualquier democracia, nunca ha sido la ruta a seguir por quienes —desde disímiles puntos del espectro político— abrazan banderas y prácticas autoritarias que emulan con los despotismos que la humanidad ha sufrido a lo largo de su historia.

Cuando el tema de discusión es «democracia», se debe ir más allá de la crítica a los déficits, desvíos, injusticias e incluso aberraciones que se repiten con menor o mayor intensidad en los modelos realmente existentes. Uno de ellos es el mexicano, tan o más violento, corrupto e injusto que el estadounidense, y al que, por cierto, la doctora Oliva Bello no ha dedicado ni uno solo de los análisis que le publica Granma. Los lectores cubanos agradecerían un buen artículo sobre porqué el modelo político montado por el Partido Revolucionario Institucional fue tildado de «dictadura perfecta», y cuántos de sus vicios han llegado a nuestros días.

En su deseo de dar el empujón definitivo para que la democracia liberal se desbarranque, la comentarista devela que el lei motiv de su escrito no es reflexionar sobre la crisis de las democracias contemporáneas, sino deslegitimar a los que hemos afirmado, y mantenemos, que no existe democracia sin Estado de derecho y sin reconocimiento del pluralismo político.

Para el politólogo español Juan Linz, la democracia es un régimen político en el que se distinguen, entre otros aspectos, la existencia de un pluralismo político responsable, fortalecido por la autonomía de los diversos actores y sectores económicos, de la sociedad y de la vida interna de las organizaciones.  En el plano ideológico, prevalece el compromiso intelectual con la ciudadanía y con las normas y procedimientos de contestación de las decisiones del gobierno.

A los anteriores se suman el respeto a los derechos de las minorías —políticas, ideológicas, nacionales, étnicas, por color de la piel, identitarias, de orientación social no heteronormativas, etc.—, la defensa del Estado de derecho y la valorización del individualismo. Sobre esto último, suscribo el parecer del escritor y teólogo brasileño Leonardo Boff, quien aboga por alternativas al individualismo que rechaza cualquier iniciativa construida colectivamente, y al colectivismo que ignora las características, singularidades y aspiraciones de cada persona, del otro.

La participación, prosigue Linz, se produce por medio de organizaciones generadas de forma autónoma desde y por la sociedad civil, por sistemas de leyes que garantizan la competencia entre partidos políticos, y la tolerancia a la oposición pacífica y respetuosa del orden legal que reconoce su existencia y su participación en la vida social y política del país. Por último, el investigador agrega la realización de comicios libres dentro de los plazos constitucionales y el Estado de derecho para elegir a los máximos líderes de los poderes ejecutivos y a los representantes parlamentarios.

A esos principios, Robert Dahl añade la libertad de expresión, la existencia de fuentes alternativas de información y la ciudadanía inclusiva, también necesarias para la existencia de la democracia.

Sin embargo, ni las constituciones, ni el funcionamiento de los órganos representativos (parlamentos), ni los procedimientos (leyes, mecanismos, ritos) que rigen el funcionamiento de las instituciones del Estado y las relaciones de estas con la sociedad civil, son suficientes para declarar el carácter democrático de un régimen. No debe olvidarse que por medio de estas formalidades, no pocos regímenes autoritarios de diverso pelaje, incluso socialista, se disfrazan de democracia y como tal se presentan ante la mirada incrédula de sus propios ciudadanos.

Para evitar ese engaño, el politólogo marxista norteamericano Charles Tilly sugiere que a los aspectos señalados por Linz, Dahl y otros pensadores, hay que agregar el análisis de los procesos en sí. La perspectiva de Tilly no significa una ruptura con el liberalismo democrático, sino su complementación y, por qué no, su superación, al menos desde lo normativo.  A diferencia de sus colegas liberales y de los académicos e ideólogos afines al marxismo soviético, Tilly no entiende la democracia como un estadio o régimen consolidado o finalizado, sino como un proceso dinámico en el que pueden acontecer avances y retrocesos.

El estudioso distingue el proceso democrático de las normas legales, los procedimientos y de lo bien o mal que los parlamentos representan los intereses de la sociedad. A tenor con ello, afirma que cualquier análisis acerca de la democracia debe tener en cuenta al Estado, a los ciudadanos y la relación entre ambos. Por tanto, un régimen podrá considerarse democrático siempre y cuando las relaciones políticas del Estado y la ciudadanía se basen en procesos consultivos amplios, vinculantes, igualitarios y protegidos de las arbitrariedades. Con todo, si el Estado no lleva a la práctica las decisiones adoptadas durante los procesos consultivos, ni sanciona a quienes incumplen con lo pactado, el régimen no podrá denominarse democrático.

Aunque valiosos, poco parece probar que los debates convocados por el gobierno en 2011 para la discusión de los «Lineamientos de la Política Económica y Social» aprobados en el VII Congreso del Partido, y los del 2018 como parte del proceso de reforma constitucional que resultó en la promulgación de nuestra actual Carta Magna, tuvieron carácter vinculante.

Recuérdese que en una de las sesiones del Parlamento destinada al análisis de los cambios, supresiones e inclusiones al proyecto Constitucional resultantes de la consulta a la ciudadanía, el diputado Homero Acosta explicó que la propuesta de establecer el voto directo y secreto para elegir al presidente de la República fue de las que mayor porciento obtuvo, pero que no sería acogida porque contrariaba «nuestros principios». Jurista militar de profesión y secretario del Consejo de Estado, Acosta nunca explicó cuáles eran esos principios y cómo la elección directa del jefe de Estado los pondría en peligro.

No obstante, al permitir que el reconocimiento legal de las uniones entre parejas del mismo sexo quedara fuera del nuevo texto constitucional, la Asamblea Nacional del Poder Popular sugirió que el conservadurismo social y religioso, contrario a que un segmento de la ciudadanía ejerza un derecho humano elemental, sí parezca compatible con la visión del mundo de la mayoría de los diputados.

Al ser convocados exclusivamente por el gobierno y coordinadas por las organizaciones sociales y de masas —que funcionan como sus poleas y corrientes de transmisión—, de no poseer carácter vinculante, de inhibir la participación de voces críticas o contrarias al modelo social vigente en Cuba; los procesos consultivos de 2011 y 2018 están más cerca de lo que los profesores Boagang He y Mark Warren han denominado «deliberación autoritaria o autoritarismo deliberacionista», un concepto que bebe de la tradición del consultivismo leninista.

Según las investigaciones desarrolladas por estos académicos en China, la deliberación autoritaria, que no es otra cosa que un debate público convocado y controlado por el gobierno, es fuente de retroalimentación para las autoridades y ayuda a medir el apoyo de los ciudadanos a las políticas del gobierno. Al crear la impresión de que los criterios de la ciudadanía impactan la toma de decisiones, la deliberación autoritaria se inscribe como un tipo de acción comunicativa estratégica que puede reforzar el carácter autoritario del régimen político, pero también —venga la esperanza—, contribuir a democratizarlo.

Tras advertir que las democracias liberales son una alternativa en decadencia y que copiar ese modelo agravaría las contradicciones de la sociedad contemporánea y afectaría a la mayoría de las cubanas y cubanos, Karima Bello agrega que «al margen del socialismo, cualquier intento por democratizar más muestra sociedad, no encontrará condiciones de posibilidad para realizarse y será una apuesta fallida de antemano».

¿A cuál socialismo se refiere la autora? ¿Al que recientemente encareció no solo los servicios de agua, electricidad, transporte y gas, sino también el acceso a los teatros, cines y museos? ¿Al que mira con sospecha y se empeña en desarticular casi toda iniciativa que surge al margen del PCC y defiende su derecho a existir? ¿Al que aplazó la elaboración y promulgación de las leyes en que la ciudadanía se apoyará para la defensa de sus derechos ante arbitrariedades cometidas por funcionarios del Estado?

Si en algo coinciden liberales y marxistas, es en que la libertad de los seres humanos depende, entre otros factores, del control que estos tengan sobre los medios de producción y, consecuentemente, de su participación en la toma de decisiones sobre los asuntos de interés que afectan su existencia. Desde esa premisa es posible identificar no solo las luces y sombras de las democracias liberales, sino también cuestionar en qué aspectos los llamados regímenes socialistas de Estado han sido o no su superación.

Al referirse a la experiencia de la Unión Soviética —referencia del modelo que Cuba adoptó en la década del setenta— el sociólogo ruso Boris Kagarlistky afirma que no basta lo que diga la constitución para que la propiedad estatal sea realmente de todo el pueblo. Se necesita el control social democrático sobre los medios de producción y la administración pública, así como la participación de las masas en la discusión e implementación de las decisiones.

¿Cuán democrático fue el socialismo cubano si, como plantea Kagarlistky, el ejercicio de la democracia socialista requiere de instituciones democráticas del poder del pueblo definidas, tanto indirectas (Parlamento, sistema multipartidario, prensa libre, elecciones libres), como directas (autogobierno local y económico, sistema de participación sindical en la aplicación de las decisiones económicas-administrativas, entre otras)?

La democratización florece en el marco de un proceso de igualdad política que exige la integración y participación de toda la sociedad. Por ello, la demonización del pluralismo político, vinculándolo a la turba de fanáticos que invadió el Capitolio de Washington, es un reduccionismo burdo que al mismo tiempo explica por qué la autora de esas palabras, en lugar de presentar su alternativa a los valores de la democracia liberal, no llega más que a la repetición de alegaciones y vetustas consignas que alimentan la cortina de humo con que se pretende cubrir el tufo neoliberal de un paquete económico que va más allá del ordenamiento monetario que el gobierno implementa en Cuba.

A los voluntarios y «asalariados dóciles al pensamiento oficial», léase portavoces oficiosos y defensores acríticos del poder, Charles Tilly les recuerda que es la lucha popular, no las ideas y discursos de los gobernantes, la que construye, sostiene y defiende la democracia. De ahí el silencio de los que, al amparo del poder omnímodo del Estado cubano, se presentan como los más fieles guardianes de un concepto de Revolución en el que los ideales de la gesta de 1959 se igualan a los actos del actual gobierno; en contraste con las voces de los miles de ciudadanos que desde las paradas, los centros de trabajo, las redes sociales digitales y los sitios web de la prensa, exigen la revisión de los exorbitantes aumentos de precios y la reversión de la medida que de un plumazo eliminó el pago por antigüedad a los trabajadores de la Educación.

Aunque la decadencia de las llamadas democracias populares quedó demostrada cuando el mundo contempló atónito la caída el Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, dos años y catorce días después; el carácter no democrático de los regímenes de corte soviético ya era evidente. En 1985 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe habían escrito Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia; en ese libro y en algunos de los que sobre todo Mouffe ha concebido posteriormente, se defiende una alternativa progresista al socialismo de Estado.  

Resulta difícil resumir en pocas líneas el contenido de una obra tan abarcadora, pero se puede afirmar que para ambos autores la radicalización de la democracia no significa renunciar a todos los principios del liberalismo democrático, sino ampliarlos hasta donde sea posible. Ellos deliberan que ideales como igualdad, libertad, tolerancia, derechos humanos, Estado de derecho, entre otros, han sido de los mayores legados que nos dejó la Ilustración y fuente de inspiración de las más importantes revoluciones sociales de la historia.

Lejos de lo que suele afirmarse en las páginas de Granma y en medios digitales oficiosos, el capitalismo liberal —modo de producción— y la democracia liberal —régimen político—, no son sinónimos. Para los que hemos tenido oportunidad de acompañar las actuales luchas de los pueblos latinoamericanos por la conquista de nuevos derechos y preservación de los ya ejercidos, no hay dudas de que la democracia, como sugiere Charles Tilly, es uno de los instrumentos que usan los menos poderosos en su disputa contra los más privilegiados. Dos ejemplos de ello: la reciente aprobación en Argentina de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, y la victoria de Luis Arce en las elecciones de Bolivia.

En el caso de Cuba puede citarse la entrada en vigor del Decreto-Ley 373 que legalizó la figura del creador audiovisual y cinematográfico independiente, la inclusión de representantes de organizaciones animalistas en el equipo de trabajo coordinado por el Ministerio de la Agricultura que elabora una norma jurídica de bienestar animal, y el aplazamiento de la reglamentación del polémico Decreto 349 (de las contravenciones en materia de política cultural y sobre la prestación de servicios artísticos y de las diferentes manifestaciones del arte), han sido modestas victorias de una parte de la ciudadanía cubana que ha demostrado disposición para ejercer sus derechos.

En 1975, el economista marxista polaco Wlodzimierz Brus advirtió proféticamente que «no puede haber socialismo victorioso que no practique una democracia completa». Si el socialismo es la alternativa a la democracia liberal en todos los sentidos, demuéstrese en la práctica y no apenas con consignas vacías, dogmas, las promesas de prosperidad y los llamados a tener fe en nuestros dirigentes. Para un agnóstico como yo, casi seguidor de Santo Tomás Apóstol, creer sin ver, o creer porque sí, puede convertirse en un dilema existencial. 

Para contactar con el autor: alex6ph@gmail.com

13 enero 2021 20 comentarios 1k vistas
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paja

La paja en el ojo ajeno

por Alexei Padilla Herrera 24 noviembre 2020
escrito por Alexei Padilla Herrera

Desde los medios estatales cubanos, algunos periodistas y analistas del acontecer internacional, acordes a su rol de propagandistas del Partido, suelen simplificar los sistemas políticos y electorales de los países considerados democráticos. Recientemente, durante la emisión vespertina del Noticiero de Televisión correspondiente al día 6 de noviembre de 2020, la presentadora afirmó, al referirse al sistema electoral estadounidense, que «se ha querido vender como el más democrático del mundo, pero que en esencia está diseñado para perpetuar una élite en el poder […] que se diferencia entre distintas facciones, que no coinciden en métodos, formas, etc., pero sí coinciden en esencia».

Es posible que la joven periodista o los editores del noticiero hayan confundido los conceptos de régimen político, sistema electoral y sistema político. Lo cierto es que existe el consenso de que en los Estados Unidos está en vigor una democracia de corte liberal, con un sistema político presidencialista y un sistema electoral que, efectivamente, en la actualidad puede considerarse injusto y anacrónico.

Con todo, afirmar que el sistema electoral fue diseñado para perpetuar una élite en el poder es una simplificación que se vuelve más problemática cuando se habla desde un país con un sistema electoral donde el rol principal no lo ejercen los ciudadanos, sino una Comisión de Candidatura, la cual, tal madre superiora de un convento, preelige, con base en criterios de lealtad política e idoneidad ideológica, a todos los aspirantes a ocupar un asiento en la Asamblea Nacional del Poder Popular.

Tal como fue concebido, en el sistema electoral cubano los ciudadanos en lugar de elegir, ratifican o no, una decisión ya consumada. A su vez, corresponde a los diputados y no a los electores, elegir entre ellos quiénes serán los presidentes de la República y de la propia Asamblea Nacional. Este último, según la actual Constitución, asume también la presidencia del Consejo de Estado.

Ese sistema de voto indirecto poco tiene que ver con el establecido en democracias parlamentaristas, como es el caso de España, Holanda, Reino Unido o Canadá, donde no se vota por una figura en sí, sino por el partido político que tendrá la responsabilidad de conformar un gobierno, a veces, en alianza con otros partidos que integran el parlamento.

En otro ejercicio de simplificación, ciertos «analistas» pretenden justificar la reelección presidencial ilimitada en Venezuela, alegando los 15 años que lleva Angela Merkel al frente del gobierno alemán. No hay muchos chances de establecer sinonimias entre sistemas políticos tan diferentes. Tampoco puede decirse que las votaciones en Cuba son una versión tropicalizada del sistema electoral de las democracias parlamentarias, en las que, como se sabe, existe más de un partido político legalizado y apto para disputar el poder a través de las urnas, previa conquista del voto de una parte significativa de la ciudadanía.

Como demuestran Singapur, Emiratos Árabes Unidos, China y Vietnam, la democracia puede no ser un valor universal, ni condición sine qua non para alcanzar indicadores económicos positivos y llevar a buena parte de sus ciudadanos unos mínimos de prosperidad. Una prosperidad esa que sigue pendiente en no pocas democracias de América Latina.

No obstante el pasado marcado por dictaduras y guerras civiles sangrientas, la mayoría de los países de nuestra región parecen convencidos de que la superación de sus problemas sociales y económicos no debe implicar el sacrificio de la democracia. La calidad de esas democracias y su compromiso con la justicia social merecen una evaluación aparte.

Independientemente del sistema electoral establecido en cada país, el aspecto más importante de las elecciones es que son la vía legal para renovar o ratificar la máxima dirección política de las naciones donde con más o menor éxito, rige la democracia en su vertiente liberal, socialdemócrata, etc. 

La renovación del poder político no se reduce al cambio de presidente o de la formación política que dirige los destinos de una nación, sino que es reflejo de la evolución y retroceso de las sociedades. En ese sentido, existen ejemplos positivos harto elocuentes, como la elección de Cristina Fernández de Kirchner y de Dilma Rousseff, primeras mujeres electas para la presidencia en Argentina y Brasil, respectivamente; el triunfo de Evo Morales, el primer indígena en presidir Bolivia; y, por qué no, la icónica llegada de Barak Obama a máxima magistratura de Estados Unidos. Y también hay ejemplos negativos, como el ascenso de Viktor Orbán en Hungría, Donald Trump en los Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil.

Con la reciente victoria electoral del candidato Joe Biden, no solo llega a la Casa Blanca Kamala Harris, la primera mujer negra e hija de inmigrantes en asumir la vicepresidencia de ese país, sino que se plantea la conformación de un gabinete con afroamericanos, latinos y con un equilibrio entre el número de mujeres y hombres. Y no solo eso. El presidente electo colocó en su equipo de transición a Shawn Skelly, mujer transexual quien fue, además, veterana de la Marina. Por si fuera poco, en esas elecciones «diseñadas para la perpetuación de una elite en el poder», en Delaware, Sarah McBride, otra mujer trans, fue electa senadora estadual.

En la papilla ideológica que los medios estatales cubanos reparten, se habla del carácter imperialista de Estados Unidos, pero allá, a diferencia de Cuba, la Corte Suprema legalizó en 2015 las uniones de personas del mismo sexo sin que mediara consulta popular alguna, pues los derechos no se plebiscitan. Vale decir que, considerando el carácter laico del Estado cubano y la poca influencia de las iglesias cristianas en el gobierno, otros factores, como el conservadurismo social de los máximos decisores y el cálculo político, determinaron la forma y el tiempo que tomará el reconocimiento legal de las uniones homoafectivas.

Bastante más al sur, más de 147 millones de brasileños fueron convocados para 17 de noviembre pasado a elecciones municipales, calificadas como un referéndum a la gestión del presidente Jair Bolsonaro. Para que se tenga una idea del cambio el mapa político de Brasil y de la renovación que ya está en curso, conviene comentar brevemente unos números. Bolsonaro fue electo con 55.13% de los votos válidos, frente al 44.87% de Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores.

Sin embargo, parte del electorado que en 2018 escogió al llamado «Trump de los trópicos» para presidir la República, en estas municipales impuso una derrota significativa a los candidatos que recibieron su apoyo.

Según el sitio de noticias G1, de los 45 concejales de diferentes municipios que recibieron el respaldo público de Bolsonaro, solo 10 consiguieron la reelección. En la ciudad de Río de Janeiro, apenas Carlos Bolsonaro, hijo del presidente, mantuvo su curul en la Cámara Municipal. Los 106 mil 647 votos que Carlos Bolsonaro recibió en 2016, la mayor cantidad de la historia, contrasta con los actuales 70 mil que lo dejaron en segunda posición entre los más votados, justo detrás de Tarcíssio Motta, del Partido Socialismo y Libertad (PSOL).

Para colmo de males, los bolsonaristas candidatos a alcalde consiguieron no ganar las elecciones en ninguna de las principales ciudades del país. En São Paulo, el bolsonarista Celso Russomanno quedó fuera del segundo turno, en el que medirá fuerzas el actual alcalde Bruno Covas, de centro-derecha, y Guilherme Boulos, socialista. 

En Río de Janeiro se espera que Eduardo Paes, quien fuera alcalde en la época de los Juegos Olímpicos, se enfrentará en segundo turno al actual alcalde Marcelo Crivella, pastor evangélico fundamentalista, enemigo jurado del Carnaval carioca y tal vez, uno de los peores gobernantes que ese municipio ha tenido.

Y en Belo Horizonte, capital de Minas Gerais y ciudad natal de Dilma Roussef, Frei Betto y Milton de Nascimento, resultó reelecto Alexandre Kalil con el 63% de los votos válidos. Bruno Engler, pupilo de Bolsonaro, obtuvo el segundo lugar con el 9.95%.

La actitud negligente de Jair Bolsonaro ante el avance de la Covid-19, su falta de sensibilidad y de respeto hacia las más de 160 mil víctimas mortales y sus familiares, su forma de [in]gobernar y las denuncias de peculado, lavado de dinero y organización criminal que envuelven a su hijo, el senador Flávio, no solo hicieron naufragar las posibilidades de sus pupilos en las elecciones municipales, sino que, parafraseando aquella canción de José José, es posible que para Bolsonaro, lo que un día de 2018 fue, no será en 2022.

La renovación no solo se hace evidente en el retroceso de los bolsonaristas, sino también de partidos tradicionales, como el PT de Lula y el PSDB de Fernando Henrique Cardoso, en contraste con el ascenso del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), considerado la locomotora de la nueva izquierda democrática, y otras formaciones de la derecha moderada. .

Aunque bienvenida, la derrota de la extrema derecha brasileña no fue el resultado más significativo de estas municipales. Medios locales informaron que varios candidatos transexuales obtuvieron votaciones históricas en São Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte, las tres mayores ciudades de la región sudeste. Esto ha sido posible, entre otros factores, gracias a que el órgano electoral permitió por primera vez que personas trans usaran su nombre social, no el que aparece en su registro de nacimiento, en la candidatura.

En São Paulo, hasta hace poco uno de los bastiones del bolsonarismo, de los diez candidatos al legislativo municipal más votados, dos son transexuales. En Belo Horizonte, desde donde escribo, Duda Salabert, una mujer trans y profesora de enseñanza media, fue la candidata a concejal que más votos recibió –37 mil613– en la historia del legislativo de esta ciudad.

Para Duda se trata, según afirmó, de «una victoria de los derechos humanos, porque formo parte de un grupo históricamente excluido y marginado de la sociedad. Pero es, sobre todo, una victoria para la educación, ya que soy profesora desde hace 20 años. Colocar a un docente en el centro de las políticas públicas de esta ciudad demuestra que Belo Horizonte crece desde el punto de vista educacional».

Si bien es cierto que los Estados Unidos a través de la industria cultural, la diplomacia y la guerra se han presentado como una de las naciones más democráticas y libres del mundo, por más que me esforcé, no pude localizar en mi memoria alguna referencia concreta a la presunta superioridad indiscutible del sistema electoral estadounidense. Sin embargo, sí recuerdo perfectamente que Fidel Castro Ruz dijo en más de una tribuna que el cubano era el modelo más democrático del mundo.

Esa afirmación es bastante discutible. Más allá de los procedimientos, de las singularidades del modelo cubano, de sus déficits democráticos y del blindaje que le proporciona a la vanguardia política del país –léase élite–, analicemos en qué medida las votaciones en Cuba coadyuvan a la renovación de las instituciones políticas. Y como de democracia hablamos, pensemos en la participación activa de la sociedad civil cubana en la elaboración de las leyes y normas legales que regulan su día a día. Participación activa no debe confundirse con consulta popular.

La primera significa ejercer la iniciativa legislativa que permite elaborar proyectos de ley para que el parlamento los discuta, y estar en diálogo constante con los legisladores que han de representar nuestros intereses. La consulta consiste en discutir algo ya elaborado y hacer propuestas que, por lo menos en Cuba, no tienen carácter vinculante.

¿Es el parlamento cubano un reflejo de la diversidad y la pluralidad presentes en la sociedad civil cubana? Por supuesto que no. La morosidad de los diputados en particular, y del parlamento en general, contrasta con la resolución de los activismos ciudadanos que demandan una ley que reconozca y proteja los derechos de los animales, la adopción de medidas que prevengan y combatan la violencia contra la mujer, la aprobación de normas que criminalicen el racismo en cualquiera de sus manifestaciones o denuncian la censura que el Decreto 349 y el Decreto-ley 370 imponen a los artistas y los usuarios de Internet, respectivamente.

Sin embargo, las y los diputados seleccionados por la Comisión de Candidatura representan el amplio sector de la sociedad civil a los que la Revolución y el modelo social que la sucedió, acostumbró al ejercicio de una ciudadanía que prácticamente se activa previa convocatoria estatal-partidista. Así lo demuestra el debate de los Lineamientos de la Política Económica y Social y la consulta en torno al proyecto de nueva Constitución. El resto del tiempo, la ciudadanía cubana ha de esperar pasivamente las decisiones del gobierno.  

Si aceptamos que la perpetuación de una élite política en el poder es el denominador común de los sistemas electorales aquí comentados, también es verdad que lo que distingue al sistema electoral cubano es la perpetuación del inmovilismo político, incompatible con la evolución y dinamismo de la sociedad cubana contemporánea.

24 noviembre 2020 10 comentarios 1k vistas
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