Por cuestiones de trabajo, debo atravesar cada semana la zona donde radican las embajadas de México y Colombia en Miramar. Están separadas por quizás setenta metros y es posible que, en el fondo, las paredes o jardines de una confluyan con la otra. Entre ellas hay una concurrida cafetería que seguramente debe su éxito a la persistente emigración cubana.
Cerca, en un apartamento se llenan planillas; en otro, se hacen fotos. Hay también una escuela para niños extranjeros cuyos padres residen en el país. La casa del gran Chucho Valdés quedaba por ahí, y a solo cien metros se levanta La Maison, el famoso sitio de la moda. En esa pequeña porción de la ciudad, podemos reconocer una parte de Cuba.
A veces me detengo unos segundos y veo rostros, cuerpos, figuras que pronto se perderán, quizás para siempre, cruzando ríos o selvas. Hacinados en un camión recorrerán miles de kilómetros, cruzando fronteras, peligros, lidiando con traficantes, el hambre y todo tipo de incertidumbres. Otros, a veces, tienen más suerte. Muchos dejarán atrás a sus familias, amigos, pertenencias, hogares.
La muerte en pelotas, Antonia Eiriz, 1966
Pienso en todo lo que empeñan, abandonan. Hoy esperan por una entrevista, un trámite, una respuesta. No importa quién seas, cuál haya sido tu vida o de qué zona de la Isla vengas; todos buscan lo mismo: salir, escapar, recomenzar. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, la de los cubanos parecería inagotable, pero ahora mismo, en sus rostros solo se refleja…la angustia.
Hay mucha gente joven, personas que no rebasan los cuarenta años, todos nacidos después de la Revolución, formados, educados por esta. Durante un tiempo gritaron que querían ser como el Che, fueron al campo, a todos los actos, a la plaza, desfilaron, aplaudieron al líder. Sí, es la misma revolución que hizo grandes transformaciones sociales, que prometió un futuro luminoso, porque se levantaba con los humildes y para los humildes. Bueno, hace rato que eso no es así.
Las cifras indican que somos un país envejecido. No se equivocan. Con tantos jóvenes que parten, la geriatría tiene un gran futuro aquí. Veo fotos personales de hace algunos años, es el momento de la nostalgia. Si borrara los rostros de amigos y conocidos que aparecen en ellas, pero que ya no están, tendría un cuadro borroso como los de Antonia Eiriz.
Pienso en todas las veces que los cubanos hemos tenido que regenerarnos, comenzar de nuevo. Tus amigos ya no están, ahora tienes que buscar otros y esos, probablemente, también se irán. No se puede planear a largo plazo, todo es efímero, inminente. Lo que un día compartimos, se esfumó.
Como dice el replicante del film Blade Runner: «todos esos recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia». Miro fotos de mis estudiantes en la facultad de cine. Cuántos gestos de felicidad, de risas, de sueños. Los veo bailar, filmar, amar. Ahora lo hacen (eso espero) muy lejos de aquí. Sé que algunos apenas se ven. Ellos también han tenido que renacer.
Leo en la prensa oficial que se han producido disturbios, protestas frente a otra embajada, la de Panamá. Cientos de personas reclaman sus derechos a viajar. Ya tenían pasajes, pero en la embajada alguien sacó cuentas y recordó que la emigración puede ser también un negocio, y ahora se les exige a todos un pago, por un permiso de estancia en el aeropuerto de Panamá.
La cosa se ha puesto fea en Quinta avenida, donde radica la sede diplomática. Hay patrullas, cerco policial, desvío de tráfico; la gente ya ha empezado a gritar otras cosas. La gritería es para los solares y en Miramar no hay ninguno. Aparece un funcionario del gobierno en la capital. Nadie lo conoce. Trata de aplacar los ánimos, se solidariza con los reclamos. Explica que la Cancillería cubana los apoya y que se hacen gestiones. Se escuchan aplausos. Luego recuerda que la Revolución no abandona a sus hijos. Se hace silencio. Suena incoherente, dadas las circunstancias.
Cubanos protestan frente a embajada de Panamá (Foto: Cuballama)
Hay que buscar un culpable. Los funcionarios panameños son los primeros, pero el periódico Granma va más allá y afirma que el causante de todo es el gobierno de Estados Unidos, que ha mantenido cerrada su embajada por más de dos años. La gente quiere emigrar, visitar a sus familiares, asistir a un evento, pero debe utilizar terceros países para llegar a Norteamérica. Es injusto, absurdo. Cosas de Trump.
Hay algo más en todo esto. Siento que reducir el asunto a cuestiones de burocracia y papeleo es mirar para otro lado, una cortina de humo. Mañana se abre la embajada norteamericana y tendremos nuevamente decenas de miles solicitando un visado. Más colas, más dinero, más familias divididas. Vendrán nuevos muertos cruzando el mar, o la selva, porque las rutas de escape han cambiado. Veo cubanos varados en Ucrania y sorprendidos por la guerra.
Una noticia refiere la detención de una rastra donde viajaban 57 emigrantes ilegales en Centroamérica de los cuales 50 eran cubanos. Ya los nuestros compiten con los de Guatemala, El Salvador, México, Haití. Aparecen por cientos en las caravanas, los retenes fronterizos, las barcas. Esos serán devueltos a la Isla, donde posiblemente ya no tengan nada.
Siguen las culpas a Estados Unidos y su política migratoria, a las visas que se comprometió hace décadas y no otorgó, a la ley de ajuste, al bloqueo, a la «mafia de Miami», a la crisis internacional. Es un mantra. Siempre son otros los villanos, el diablo, el mal. Hablar del bosque, pero no ver los árboles.
Las preguntas que nunca hará el Granma son: ¿por qué cada año tantos quieren abandonar el país, sacrificando para ello tantas cosas? ¿Acaso estamos bajo una guerra? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Y no se hacen las preguntas porque responderlas implicaría desmontar buena parte del discurso y la retórica que fundamentan toda la Revolución.
En la Cuba post 59, la emigración nunca ha sido vista como algo propio de la condición humana, una práctica universal que tradicionalmente mueve a los individuos de un sitio a otro en busca de trabajo, oportunidades, estabilidad, paz, progreso y calidad de vida. La cuestión política ha centrado aquí todo el asunto, dividiendo las partes entre buenos y malos, íntegros y apóstatas.
El punto de vista oficial ha preferido construir la narrativa del estigma y el desprecio. El que emigra es un gusano, una escoria, una mancha. Como se promueve la idea de que la Revolución es lo más grande y anhelado por el pueblo, cualquiera que desee escapar o encauzar su vida en otro lugar, tiene que pagar, ser alguien deforme, enfermo, un desertor cuya historia de vida será convenientemente borrada de los libros, o desvalorizada. No quiero detenerme en los detalles porque todos sabemos que esa lista de muertos en vida, es larga.
(Foto: Quartz)
En nuestros manuales escolares, el tema migratorio suele resolverse de forma simplista y por tanto sin matices. En los sesenta los que emigraban eran batistianos, burgueses, siquitrillados, asesinos o colaboradores de estos; gente sin escrúpulos ni honor. Más adelante eran «los blandengues» que partían tras los cantos de sirena del imperialismo, «los traidores» a la obra revolucionaria y la patria que tanto había hecho por ellos. Para entonces, ya se ha trabajado sobre la conciencia de la gente, confundiendo Patria con Revolución y no solo eso, sino sembrando un sentimiento de culpa porque todo lo que somos, se lo debemos a ella.
Desde los noventa tenemos incorporado el relato del emigrado apolítico, gente «frívola» o «confundida» que solo sale en busca de mejorar su vida y economía, como si eso fuera una perversión. Para esta última categoría se produce una extraña disociación, que pretende justificar de alguna manera la partida achacando el acto al bloqueo, causante de todos los problemas materiales y existenciales de la población.
El gobierno no tiene la culpa, ni sus disposiciones o decretos, ni sus leyes o instituciones, ni su mala gestión. Han tenido todo, absolutamente todo para hacer y deshacer durante más de sesenta años, pero la culpa de nuestras desgracias es…. de Estados Unidos.
Es una narrativa que tiene que cambiar, porque ya no le dice nada a las nuevas generaciones, quizás porque un día, no hace mucho tiempo, asistieron a ese extraño y trascendental momento en que el presidente del país fue capaz de pasar la página y tenderle la mano al diablo en persona. Quizás porque percibió que, a pesar de toda esa historia de enfrentamientos y negaciones, se dio el paso para conversar, escuchar y respetar.
Tal vez porque esa esperanza de cambio se hizo trizas, como tantas y tantas otras. Quizás porque es una generación pragmática, que vive en el presente, donde la moneda del enemigo es la que vale y que sabe, a diferencia de sus abuelos, que el futuro empieza en este instante.
Tal vez, porque contrario a todo lo que le han enseñado y repiten cansinamente algunos en los discursos, el enemigo está dentro de nosotros mismos. Quizás porque mirando a sus padres se dieron cuenta de que todo lo que fue, ya no es o, como el personaje de Carla en la película Nada (Juan Carlos Cremata-2000), están «hartos de las noches sin vela, de las velas sin noche, del calor, de Cuca, del transporte, de la novela, de la sicología por televisión, de Concha, de Cunda, de todo y hasta de ellos mismos».
Comprendo que todo es mucho más complejo, y que en el otro lado también existen la mezquindad, el recelo, los llamados a la violencia, la cultura del pase de cuentas. Pero si reproduces las rutinas de tu rival no estas proponiendo nada nuevo, eres el mismo en la otra zanja, esperando que alguien levante la cabeza para cercenársela, y ese no debe ser nunca el camino. No puedes criticar la censura, censurando. No se puede lidiar contra el odio, fomentándolo entre los tuyos. No se puede estigmatizar al otro, que es al mismo tiempo tu hermano.
Mientras tanto, sigue la invasión rusa a Ucrania. Yo estudié en Moscú y visité Kiev y Lvov, una bella y pequeña ciudad en la frontera con Polonia, que mientras escribo estas líneas está siendo bombardeada. En los ochenta había paz, incluso formaban un mismo país. Ahora no existe ni una, ni el otro. ¿Existirá Cuba mañana?
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