En los tiempos que corren, cada mañana uno se entera en las redes sociales de la última barbaridad hecha o dicha por los políticos. Es como si se hubiesen difuminado los límites entre lo que antes era la prensa amarillista y la política real. Llega el momento en que uno se acostumbra, a las locuras y sandeces de Trump y Bolsonaro, a los dimes y diretes, también a los desmanes de la prensa cubana y de sus ideólogos. Pero lo peor es que uno ve cómo ese desbordante espectáculo de estupidez humana que desfila por las social media no augura el fin de los viejos problemas humanos: hambre, guerra, deshumanización, opresión. Por el contrario, el abuso del poder parece convertirse en norma.
Donald Trump aparece como el héroe indisputado de la nueva época. Con él ha llegado al poder el espectáculo carnavalesco, el desparpajo, la mentira constante que sin embargo es honesta. Trump le dice a sus seguidores: te estoy engañando y lo sabes, y además te gusta. La inmensa masa de votantes conservadores norteamericanos va y vota por él, como para hacer gala de su falta de autenticidad; en el fondo, están disfrutando una de las formas de sentirse superior, aquella en la que renuncias a aparentar valores superiores, y declaras firmemente que no los necesitas, porque ya eres superior a los mexicanos, los negros, los liberales, y los comunistas.
Trump encarna el espíritu de una época que se acerca peligrosamente al abismo reaccionario.
No es casual, por tanto, que promulgue por estos días un decreto que pretende limitar la libertad de expresión en las redes sociales. Con su gran saco lleno de fake news y post-verdades, el clown imperial ha reeditado una vieja dinámica de los movimientos fascistas, sacarle el máximo provecho a la libertad de expresión de las repúblicas burguesas en crisis para luego, una vez consolidada la fanaticada, aplastar los derechos de las minorías. Una importante diferencia estaría, sin embargo, en que los viejos fascismos al menos pretendían de boca para afuera preservar una apariencia de seriedad, algo que ha quedado desechado en la versión post-moderna.
Es cierto que también en Cuba el extremismo partidista ha parido algo como el Decreto 370. Pero uno esperaría que el líder del mundo libre no le siga los pasos a la “dictadura” y proclame un Decreto 370 para EEUU. En realidad, más allá de sus diferencias, se trata de dos decretos farsescos. El de Trump, es defendido por alguien que dice querer proteger la libertad de expresión, y acto seguido plantea que cerraría Twitter si pudiera. El cubano, tiene dos incisos que niegan cualquier sentido revolucionario, pero tampoco se atreve a ser verdaderamente estalinista y dictatorial: amenaza con una multa a los que violen las buenas costumbres.
¿Qué significa que tanto en Washington como en La Habana los redactores de decretos estén desbancando de sus papeles a los humoristas? ¿Y qué significa que las bromas vengan acompañadas, o más bien, sean hoy los heraldos del horror? Entre otras cosas, que como civilización estamos en decadencia, y que los ideólogos estrellas en el gobierno cubano tristemente han aprendido a estar a la altura de los tiempos. Vaya, punto para Hegel.
No soy yo el primero en decirlo, pero lo repetiré: la política cubana desciende por ambas partes al nivel de una disputa entre reguetoneros. En lugar de argumentos, tenemos la desfachatez radical de un Otaola, o el cretinismo de los artículos de Lagarde, que reparte la etiqueta de mercenario como si fuera el pan de la libreta.
El efecto Trump ya está en Cuba, con background y resabios criollos.
Esta realidad pone contra las tablas a todos los que tenemos una comprensión de la política que parte de ideales superiores. Porque chocamos con una pregunta que hoy atormenta a muchos en el mundo. ¿Cómo ser efectivos contra alguien como Trump? ¿Cómo se lucha contra la mediocridad y el desparpajo cuando estos están institucionalizados? ¿Qué se hace cuando las personas prefieren la bajeza? ¿Cómo reaccionar cuando los discursos de alto vuelo intelectual o moral les parecen falsos, aburguesados, ajenos?
Lo peor de estos discursos decadentes que se entronizan hoy es que conectan con una parte de la cultura que sigue muy presente a nivel de folklore y sentido común en la gente. No estamos tan lejos todavía como quisiéramos del aldeano medieval, que disfrutaba con las ejecuciones públicas y le arrojaba frutas podridas al prisionero que estaba en el potro. Somos eso aun en gran medida. Las redes sociales no han hecho peores a las personas, en realidad solo han sacado a flote la mediocridad que ya estaba allí.
Sin embargo, es un grave error adoptar la posición del escandalizado, del que cree que los viejos tiempos eran mejores, y quiere restablecer el discurso político a sus viejos y respetables cauces. Esta es la posición de muchos conservadores, liberales y también socialistas, que hoy resultan impotentes cuando tratan de enfrentar los fenómenos de la era Trump. Mi recomendación: lo primero es darse cuenta de que los viejos modelos discursivos siempre fueron bastante ilusorios, siempre fueron funcionales solo a una capa ilustrada de la sociedad, mientras dejaban fuera a la mayoría.
La gente es mediocre en gran medida porque son un resultado de un sistema. El mismo sistema que le daba el usufructo de la palabra y la cultura a una parte de la sociedad. Entonces, esa vieja política republicana, ilustrada, liberal en el sueño de algunos, no puede ser la solución al problema porque es parte del problema. Aquel viejo mundo generó este. Expulsar a los idiotas de nuevo hacia el margen, dejarlos sin voz, es una ilusión antidemocrática, que además se ha vuelto imposible de llevar a la práctica. Lo que se necesita es educación popular, un proceso que permita a la gente por sí misma superar sus vicios y sus tendencias hacia lo peor.
En esta nueva época, los liberales dan pena.
Cuando intentan ridiculizar a Trump, sacarlo del juego, solo quedan mal parados ellos mismos y ni entienden bien por qué. Puede ser que Trump pierda las elecciones en noviembre, pero lo que él representa como fenómeno solo está comenzando y se repetirá. El viejo mundo republicano y liberal, por el que algunos suspiran como si se tratara de una Arcadia, va para abajo por sus propias contradicciones. La principal, porque fue edificado sobre la base del capitalismo, y en la medida en que esa base se corroe se hace imposible mantener lo que sobre ella fue construido.
Esta crisis del liberalismo también tiene un impacto sobre el problema cubano. En primer lugar, deja descolocado el discurso según el cual el sistema cubano es un “régimen” primitivo, en el que los liberales tienen la misión histórica de ser sus enterradores. Sería absurdo pensar que, en un momento en que el mundo no va en esa dirección, triunfe en Cuba una democracia liberal de libro. Hay gente, pobre, que sueña con transiciones a la española o a la chilena, y uno se pregunta de qué lado de la cama están durmiendo.
El problema que tenemos en Cuba no es el mismo que tienen en EEUU, por supuesto. En nuestra isla el orden liberal que Batista puso en crisis, no solo no fue restituido sino que fue barrido. En ese sentido, fuimos unos adelantados a nuestra época. El problema es que en el ansia de ir demasiado rápido, y por las malas influencias, desechamos demasiadas cosas del viejo mundo y dimos forma a nuestras propias clases de horror. Hoy estamos en el doloroso proceso de darnos cuenta de que algunas realidades e ideas del viejo mundo no eran tan negativas ni tan superables de manera sencilla: como por ejemplo el mercado, la democracia y la libertad de expresión.
Lo malo es que en medio de este nuestro proceso, cuando debíamos estar refundando los principios de nuestro sistema socialista, buscando la forma socialista de gestionar el mercado, la democracia y la libertad de expresión, la decadencia general de la civilización nos arrastra a la deriva y nos empuja también hacia la mediocridad. En tiempos de revolución se cometieron muchos errores, y hoy esos errores viven y se agitan como cultura dentro de cada canción del peor reguetón. El peligro es que en este declive universal de los ideales liberales, también sean arrastrados los ideales socialistas, que ya no seamos capaces de reconocer la revolución en nosotros mismos y que quedemos a merced de lo más reaccionario de nuestra sociedad.
Socialismo o barbarie.
El Trump cubano está en las defensas obtusas de Cubasí a Etecsa, en los ajusticiamientos públicos del NTV para diversión de la aldea, en el comportamiento pandillero de los cibercombatientes de más baja calaña, en PostCuba, en las barrabasadas de Granma hablando del problema de la carne en EEUU. Enfrentarlo es tan complejo como enfrentar al otro Trump. Resulta fácil quedar como un utópico, un “intelectual”, alguien alejado de la práctica.
Pero hay que enfrentar a Trump y sus avatares dondequiera que estén. No se puede hacer desde una moralidad escandalizada, ni desde un romanticismo platónico. No se vencen así la payasada y la bajeza. Se le vencen con la práctica decidida de la autenticidad. Nadie se ríe del que es auténtico, del que no pretende ser lo que no es. Es difícil, pero es el único camino.
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