Cuando a mi abuela se le cortaba la leche yo era feliz porque de ahí salía la maravilla: el dulce de boruguitas. Yo soy gordita a base de dulce de leche de mi abuela y batidos de guayabas recogidas de su arboleda.
Olga, con ese nombre ruso y hermoso, nació y vivió la mayor parte de su vida en Porvenir, un espacio perdido en el mapa que fue su primer y único amor. En las aguas limítrofes de los ríos Zaza y Caonao lavó mil veces la ropa. Esas aguas eran la fiesta en las tardes en que la familia se reunía para bañarse en el río. De ellas sacaba la fibra de yagua para fregar y los peces. Conservaba el agua fresca en su tinaja de barro y la traía desde muy lejos jalada por bueyes en la pipa, para las labores de la casa.
El río fue en su existencia una metáfora de la vida y la muerte: el río provee y mata. Cuando las aguas crecían, arrasaba todo a su paso e inundaba incluso su patio a un kilómetro de distancia. Mis abuelos se inventaron una balsa para que mi madre y los niños de la zona pudieran cruzar la creciente y llegar a la escuela. Mis abuelos son la balsa de mi familia.
Mi abuela era casi analfabeta. Aprendió a leer y escribir con un quinqué ensuciándose de tizne y desde entonces no paró de buscar y contar historias. El librero era el pase a otro mundo de mi abuela. Allí se podía encontrar lo mismo un libro de aventuras, que de religión o botánica. Se llenó la cabeza de historias y me la llenó a mí cada noche antes de dormir.
Las visitas a la abuela en el campo fueron la magia en mi niñez. Los cuentos de mi abuelo incluían misterios y gente sin cabeza, pero los de ella eran de mujeres que lograban sus sueños. Mi abuela me contaba historias sobre mi yo del futuro, siendo enfermera o periodista, toda una profesional, pero sobre todo: una mujer feliz.
“Yo soy gordita a base de dulce de leche de mi abuela y batidos de guayabas recogidas de su arboleda”. Foto: María Lucía Expósito
Si mi abuela no hubiera vendido manteca y huevos suficientes, mi madre no hubiera tenido una casita al graduarse. Si mi abuela, con el alma rota, no hubiera mandado a mi madre con 10 años a una escuela lejos del hogar, ella no hubiera podido ser la profesional que es. Si mi abuela no nos hubiera alimentado hasta el cansancio, yo hubiera sabido lo que era la pobreza en la niñez. Si mi abuela no me hubiera contando tantas historias, yo no podría escribir ahora.
De sus manos salía lo inesperado: las flores de su jardín, los frijoles, la ropa que usé en mi niñez, el payaso de tela que atesoré, la hamaca de sogas bajo la guásima del patio, mi vestido blanco para la obra de teatro a los cinco años y mi madre, que aprendió a ser madre entre las manos de mi abuela.
Ella nunca quiso nada para sí. Cada centavo que ahorró, cada cosa que tenía, el amor que nadie le había dado, la fuerza que a veces no le alcanzaba, todo, lo volcó en sus muñecas: mi madre y yo. Para mi abuela yo era la niña más linda del mundo y lo fui hasta hace unos días.
Anoche se me cortó la leche y me senté frente al caldero a llorar. Mi abuela dejó de existir físicamente lejos de mí, en Cuba, y yo solo la imagino luminosa en su casita de guano y tablas de palma, convirtiendo leche cortada en amor.
Hoy es 8 de marzo y saldré a las calles de Quito por mi abuela. Por los derechos que ella no pudo disfrutar, porque la madre que tal vez seré, vea a sus hijos crecer en un mundo con libros, sin pobreza y sin miedo, porque se reconozca que en los cuerpos de las amas de casa como mi abuela se libran todas las batallas de mundo.
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